Varias mujeres llegan a los servicios de salud padeciendo situaciones de violencia. Sin embargo, aunque cueste creerlo, a menudo los profesionales no están capacitados para abordarlas. A revertir esa situación apunta la guía Atención de salud para las mujeres que han sufrido violencia de pareja o violencia sexual, un manual clínico elaborado por el Ministerio de Salud Pública (MSP) en conjunto con la Organización Panamericana de la Salud (OPS/OMS) e Iniciativas Sanitarias, que se presentó el martes 15. Según las cifras que maneja el MSP, 27,7% de las mujeres mayores de 15 años que han acudido al sistema de salud por cualquier tema ha sufrido violencia doméstica en el último año, y 6,7% ha padecido violencia sexual. Según datos de la OPS, en Uruguay la violencia de género –medida a nivel poblacional, no de los sistemas de salud– alcanza a 16%. La situación es peor en otros países de la región, y no hay clase social que escape a la violencia de género. Sobre todo esto dialogamos con Alessandra Guedes, asesora en violencia intrafamiliar de la OPS, quien trabajó en la elaboración del manual.
Planteás que la violencia de pareja es la violencia más común hacia la mujer. ¿Cuál es la situación a nivel mundial y en América Latina?
Las cifras a nivel global son las mismas que para las Américas: una de cada tres mujeres en algún momento de su vida sufre violencia de pareja física o sexual; si incluimos la violencia emocional, las cifras suben mucho más. En América Latina las cifras van desde 16% hasta casi 60%. Uruguay está entre las cifras más bajas –alrededor de 16%– para violencia física o sexual de pareja en algún momento de la vida de la mujer. Los países de la región andina, en general, tienen los índices más altos; Bolivia es el país en el que se registran las cifras más altas en la región.
¿A qué se debe?
Esa es la pregunta del millón. Hicimos un estudio para ver la asociación entre violencia y nivel socioeconómico, con educación, economía, raza. A nivel socioeconómico no hay una relación lineal: en la medida en que el nivel socioeconómico aumenta no necesariamente disminuye proporcionalmente la violencia. Lo que sucede en los países de nuestra región es que los niveles socioeconómicos más bajos y más altos parecen ofrecer algún tipo de factor de protección, pero en los niveles intermedios se ven los niveles más altos de violencia, y eso corresponde a datos de países de otras regiones.
¿Cómo ve la OPS la situación de Uruguay?
Uruguay está mucho más avanzado que otros países en términos de leyes, de guías, normativas, protocolos, acceso al aborto seguro –que es esencial para casos de violación–, acceso a anticoncepción de emergencia, y cuenta con equipos de referencia que trabajan en la coordinación intersectorial. Vemos a Uruguay como un ejemplo que puede aportar mucho a otros países.
Marcás el protagonismo del sistema de salud. ¿Hacia dónde se quiere que vaya?
Se necesita una respuesta multisectorial para la violencia. Es un problema complejo, por lo que todos los sectores tienen que estar. Vemos el papel protagónico del sector de la salud en este sentido: sabemos que las mujeres que son víctimas de violencia tienden a buscar los servicios de salud con más frecuencia que las mujeres que no lo son, pero no llegan a los servicios indicando que sufren violencia, llegan con infecciones recurrentes, dolores que no se explican, cuestiones emocionales, etcétera. En la medida en que el proveedor de salud está preparado para identificar los signos de la violencia y provee una primera línea de atención, estamos aprovechando esta oportunidad para mitigar las consecuencias negativas de la violencia, porque de lo contrario es una oportunidad perdida. Muchas veces los proveedores de salud tienen la preocupación de que es necesario que cuenten con especialistas para atender a las mujeres víctimas de violencia, y consideran que estos tienen que ser psicólogos y psiquiatras. Lo que proponen tanto el manual clínico como la OMS es que hay una primera línea de atención que todos los profesionales pueden cubrir: tiene que ver con una escucha empática, con no juzgar a la mujer, con entender cuáles son sus necesidades y prioridades, con conectarla con otros servicios del sistema de salud e incluso de otros sectores.
¿Cómo se bajan a tierra estas recomendaciones?
No se va a hacer de la noche al día. Eso depende de normativas que les indiquen a los proveedores de salud qué pueden hacer; depende de los recursos disponibles para asegurar las acciones definidas y de la capacitación de recursos humanos. Por eso estamos trabajando para introducir el tema en la educación universitaria. Uno piensa que la mujer quiere que manden a la pareja a la cárcel; es posible que haya casos así, pero muchas veces lo que las mujeres más valoran es que su proveedor de salud le ayude a entender que eso no es su culpa y que le está afectando su salud y que puede estar afectando a sus hijos. Este último es uno de los principales factores motivadores para salir de la violencia. Puede haber mujeres con estrés postraumático y que necesiten una ayuda especializada, que deberíamos tener disponible, pero lo que necesita la mayoría de las mujeres es algo mucho más sencillo, que podría brindar el primer nivel de atención en salud.
¿Cuáles son las afecciones de salud más comunes que causa la violencia?
Las consecuencias más evidentes son las lesiones físicas. También las afecciones relacionadas con la salud mental: ansiedad, depresión, intento de suicidio. La salud sexual y reproductiva también se ve muy afectada: hay un nivel muy alto de embarazos no deseados, mayor paridad, menor edad al tener el primer hijo, y mayor nivel de riesgo de contraer enfermedades de transmisión sexual. En la salud mental y la salud sexual y reproductiva es en lo que más se siente, pero también estamos aprendiendo mucho más sobre asociaciones que no anticipábamos, como la diabetes. No terminamos de entender muy bien por qué sucede; quizá porque el hombre no le permite a la mujer ir a hacerse exámenes de chequeo o hacer gimnasia. No entendemos exactamente cómo se da; las investigaciones científicas que lo ponen en evidencia son recientes.
¿Han aumentado los casos de violencia, o lo que ha aumentado es su visibilidad?
Estamos finalizando un análisis de tendencia. En América Latina y el Caribe hay ocho países que tienen tres encuestas con intervalos de tiempo que permiten analizar las tendencias. No está concluido, pero vemos que en siete de esos ocho países hay una tendencia a la disminución de los niveles de violencia, aunque esto no necesariamente es lineal. Lo que siento que ha ocurrido en esta área de trabajo en los últimos 20 años es que ha habido un reconocimiento de la importancia del tema, no sólo como un problema de derechos humanos sino como un problema de salud pública y de desarrollo. El Banco Mundial [BM], que durante tantos años se resistía a estos temas, ahora otorga más de un millón de dólares a investigadores para que identifiquen estrategias de prevención de violencia contra la mujer. El BM calcula que nuestros países pierden entre 1% y 2% del Producto Interno Bruto anual como consecuencia de la violencia contra la mujer, por servicios prestados, pero más que nada porque las víctimas dejan de trabajar. Hace 20 años, pensar que yo estaría en una mesa con el presidente del BM, todos sus vicepresidentes y todos los ministros de Finanzas hablando sobre este asunto era inimaginable. No es un problema de un grupo minoritario: está en todos los países y en todas las clases socioeconómicas.
¿Cómo juegan los prejuicios de los profesionales y la tolerancia social de la violencia de género?
Ninguno de nosotros es inmune a las normas que están en la sociedad. Por eso siempre decimos que un elemento esencial de las capacitaciones con los profesionales de salud consiste en abordar sus creencias, sus prejuicios y la posibilidad de que varias de esas personas puedan ser víctimas o incluso agresoras.
¿En qué medida la concreción de estas directrices requieren recursos, en qué medida es una cuestión de la voluntad política?
Siempre es útil contar con recursos para hacer capacitaciones y evaluaciones, pero la realidad es que los profesionales de la salud ya están atendiendo a las mujeres. Teniendo esto en cuenta, en términos de la atención que ellos tienen que proveer, la clave está en que hagan lo que tienen que hacer de una manera adecuada, cálida, que tenga los mejores resultados. Cuando decimos que el sector de la salud tiene que abordar la violencia contra las mujeres no se trata sólo de abordar la temática: saber si la mujer sufre violencia ayuda al profesional a elaborar un diagnóstico y a brindar una atención adecuada. Porque si soy una víctima de violencia y vuelvo al médico, cada mes, con una infección de transmisión sexual recurrente o tengo tres embarazos no planeados y el proveedor de salud no me pregunta si tengo control sobre el uso de anticonceptivos o de cuándo voy a tener relaciones sexuales, no va a poder ayudarme.
¿Qué prejuicios o mitos son más comunes en el personal de salud?
Que este no es un problema de salud pública sino un problema privado, de la familia, o de la Policía. Decir “no es mi responsabilidad”. También buscar alguna manera de culpabilizar a la víctima. Esto se ve de diferentes formas: en caso de violación, se alude a la ropa que vestía o al hecho de que estuviera fuera de su casa tarde en la noche; si la mujer sufrió violencia física de pareja, preguntarle qué hizo que pudo haber provocado que eso ocurriera. Sacar la responsabilidad de quien ejerce la violencia y ponerla en quien la sufre es un mito muy común, desafortunadamente.
No mencionamos la palabra “machismo”. ¿Se pronuncia fácilmente en algunos ámbitos o se la camufla?
Sin duda; la principal raíz de la violencia contra las mujeres son las relaciones desiguales de género, se llame machismo o como se lo quiera llamar. Hay otros factores de riesgo. Estamos examinando, por ejemplo, la relación con la exposición a la violencia en una edad temprana, sea como víctima directa de maltrato o como testigo de violencia entre sus padres o en contra de su mamá. Encontramos una asociación muy fuerte: en los hombres existe la tendencia a que se conviertan en agresores, mientras las mujeres que de niñas pasaron por esa situación tienden a convertirse en víctimas al llegar a la edad adulta. El alcohol es otro factor de riesgo; cuando les preguntás a las mujeres cuál fue el factor desencadenador de la violencia de pareja, muchas veces mencionan el alcohol. No quiere decir que el alcohol cause la violencia, pero desinhibe de tal manera que la promueve. Pero la raíz de eso son las relaciones desiguales de género, no tengas duda. La violencia contra la mujer no es sólo una manifestación de las desigualdades sino una manera de mantener las relaciones desiguales entre hombres y mujeres.