El martes 15 de mayo, la comisión de Género del Sindicato Único de Trabajadores Tercerizados de Telegestiones de UTE (SUTTTU) llevó a cabo en el local de AUTE una actividad llamada “¿Trabajo sexual o prostitución?”, en el marco de una serie de jornadas sobre mujer y trabajo. Lo primero que me llamó la atención fue el ámbito en el que se desarrollaría la charla. Que una discusión que genera tanta rispidez en el movimiento feminista y que es invisibilizada por el movimiento sindical haya sido organizada en un sindicato y por un sindicato es algo a valorar. Cuando llegamos con una amiga, nos encontramos con una considerable cantidad de mujeres y varones jóvenes, pertenecientes a la Federación Uruguaya de Empleados de Comercio y Servicios (FUECYS), al sindicato organizador o a ninguno de estos ámbitos.

Al comenzar la discusión pusimos las sillas en ronda y se comenzaron a leer preguntas, que se habían redactado previamente de forma anónima. La invitada era Karina Núñez, conocida referente y militante trabajadora sexual. En cierto momento se explicitó que las preguntas eran anónimas para animar a las personas a “preguntar aquello que no les daba para preguntar directamente”.

Karina fue respondiendo cada una de las preguntas a partir de sus vivencias personales. Hizo énfasis en que cada persona que realiza o realizó trabajo sexual puede experimentarlo de forma diferente, que no hay una forma única de transitar por el mercado del sexo. Según ella, de la prostitución no se sale nunca; del trabajo sexual, sí. A pesar de que Karina mencionó diferentes episodios de violencia, algunos no directamente relacionados con el trabajo sexual, la discusión se intensificó cuando se comenzó a discutir el concepto de trabajo en relación con la prostitución o el meretricio.

Una de las asistentes dijo que no era posible considerar que la prostitución sea un trabajo, ya que en esta actividad lo que se vende “es el cuerpo de las mujeres y no su fuerza de trabajo”. Otra joven que se encontraba en la ronda le respondió: “¿Si su fuerza de trabajo está en la vagina?”.

¿Qué es lo que nos impide considerar que la comercialización monetaria del sexo sea un trabajo? ¿Por qué el feminismo teórico y práctico apela a que el trabajo doméstico, los cuidados y hasta el amor sean considerados formas de trabajo, aunque no se valoren socialmente de ese modo? Bibliotecas enteras estiman el valor económico del trabajo doméstico y de cuidados, el tiempo que requiere y su impacto en el denominado “mercado laboral”; sin embargo, a pesar de las demandas de las trabajadoras sexuales, es recurrente el discurso de negar el concepto de trabajo a una actividad que ciertas mujeres viven como tal.

La violencia sexual es, lamentablemente, un fenómeno común en los hogares y en las calles, un producto del sistema que sucede tanto en las familias “modelo” como en las instituciones que supuestamente deberían cuidarnos. ¿Es la violencia sexual lo que nos hace cuestionarnos tanto el trabajo sexual, o es otra cosa? Mediante este ejercicio, ¿no estamos cuestionando en sí el comportamiento de las mujeres trabajadoras sexuales? ¿No les estamos marcando, de forma solapada, que pueden vender sus vidas y sus cuerpos a ciertos trabajos precarizantes, pero que la sexualidad, su sexualidad, es “sagrada”? ¿No estamos estigmatizando a las mujeres pobres como víctimas sin opción, y negando la prostitución que realizan las mujeres de sectores más altos, cuando son VIP, pero también cuando se casan para asegurarse un bienestar económico futuro?

En un momento de la discusión, Karina comentó que lo que más duele, lo que más hiere, no es que el macho la penetre, sino que su vida sea puesta en duda por otra mujer.

¿Por qué considerar el trabajo sexual como el mal de todos los males? ¿Es la comercialización de la sexualidad lo que genera daño, o somos nosotras mismas?, como menciona Karina. Obviamente, el trabajo sexual no se produce de forma aislada; es inherente al modelo de masculinidad hegemónica y de objetivación de las mujeres en sus múltiples identidades, así como es desarrollado en el marco de un capitalismo internacional, al que le resulta redituable vender sexo. Sin embargo, esto no hace menos reales las condiciones de existencia de las mujeres trabajadoras sexuales, su ninguneado acceso a derechos y su persistente estigmatización social. Es entonces imperante que todas las mujeres nos preguntemos: ¿en qué medida el discurso que estandariza todas las vivencias de las mujeres inmersas en el mercado del sexo en su rol de víctimas nos excluye de escucharlas, de entenderlas y de acompañarlas en la lucha de sus derechos?

Más que negar el estatus de trabajo, deberíamos considerar la violencia epistemológica que significa negarle a una mujer su poder de decisión. Infantilizarla de la misma forma que realizan las instituciones patriarcales, al impedir que las mujeres abortemos, no porque nos hayan violado o no tengamos medios económicos, sino porque la maternidad no es lo que queremos para nuestra vida en ese momento.

La mayoría en algún momento aceptamos un trago por “galantería”, aceptamos beneficios que nuestra sexualidad nos otorga, realizamos transacciones con nuestra sexualidad. Porque todas fuimos socializadas de esa forma. La dicotomía “puta” y “esposa” funciona para regularnos en aquello que debemos y aquello que no podemos ni siquiera pensar en hacer. No somos ni tan santas ni tan putas, como menciona Karina; somos mujeres que, en el marco de un sistema machista, orientamos distintas estrategias para sobrevivir, algunas con estudios universitarios, sin hijos y con la ayuda de sus familias, y otras como pueden.