Las cosas no siempre salen como queremos. Cuando se trata de trabajo, hay quienes desearían hacerlo en una actividad diferente, quienes quisieran trabajar más –o menos– horas y quienes preferirían hacerlo con mayor flexibilidad. Más allá de eso, para ciertos grupos de personas las dificultades son otras por su condición: algunas de ellas son la discriminación por su identidad de género o color de piel, el aspecto físico y las trabas al transporte para los discapacitados. En busca de difundir estos caminos con más cantidad de obstáculos, la Secretaría de Empleabilidad de la Intendencia de Montevideo (IM) eligió designar a mayo como el Mes del Trabajo y lo presentó el viernes en el Mercado Agrícola con una mesa de intercambio entre personas que, por diferentes razones, se han encontrado con estas dificultades.

Mónica Gómez nació en Artigas en una familia de siete hermanos. Empezó a trabajar a los ocho años plantando frutillas y más tarde se formó en comercio y comunicación. Hoy trabaja en el Correo Uruguayo. A lo largo de su búsqueda en el mercado laboral y a pesar de su formación, siempre se enfrentó a la discriminación. “Las mujeres afrodescendientes estamos destinadas a hacer el trabajo doméstico, entonces cuando voy a buscar trabajo siempre me preguntan si vengo a limpiar, aun teniendo formación”, contó, dando cuenta de su estrategia frente a eso: “A veces tenés que ceder y, una vez adentro, probar que podés estar en otro lugar”.

Natalia Matos tiene 36 años, es oriunda de Melo y a los 15 años dejó el liceo, después de vivir episodios que define como “de mucha crueldad”. A esa misma edad también empezó a travestirse. “A los 15 años me invitaron a una fiesta, sabiendo que me gustaban los hombres, y me dijeron para vestirme. Desde entonces no di vuelta atrás”, contó. Por más que muchas en su misma situación, más aun en una ciudad del interior, se hubieran escondido, ella decidió no hacerlo. “Seguí yendo a los lugares que frecuentaba antes de vestirme de mujer. Sé que era bastante inconsciente de lo que estaba haciendo, y las agresiones llegaron enseguida, de todos lados. Por suerte también había gente que veía que yo no cambiaba por ser ‘él’ o ‘ella’ y que me saludaba con amabilidad. También me di cuenta de que lo que estaba haciendo no era un delito, sino parte de mi elección. Fue entonces que decidí tener la fuerza de decir: nadie tiene el derecho a decirme qué hacer”, recordó.

Quizá uno de los momentos más difíciles de su vida fue cuando lo blanqueó en su casa. “Me acuerdo del día en que mi mamá se enteró. Lo primero que le pregunté es si quería que me fuera de mi casa, y me dijo que no, que era su hijo y que lo iba a ser siempre”, relató. Emocionada, sostuvo que el apoyo de su madre fue un salvavidas: “Lo tuve siempre, incondicionalmente, y esa es la principal razón por la que hoy en día estoy acá”. Porque también reconoce que, una vez tomada la decisión de travestirse, todos los caminos conducían al mismo lugar: la noche. “Mi identidad estaba vinculada directamente con eso. Tenía 16 años. Fue entonces que arranqué con la prostitución. Nadie me obligó”, agregó.

Dos años después intentó retomar el liceo, pero los mismos episodios de agresiones –esta vez peores– volvieron a alejarla del sistema educativo. Trabajó durante años como prostituta y además estuvo privada de libertad. Al día de hoy, está de vuelta en el liceo, terminando cuarto año. Ella dice que lo logró porque muchas personas le dijeron: “Creo en vos”. También reconoce que algunas medidas legales sirvieron para enfrentarse a aquellos que no estaban de acuerdo con su elección. “Tener un documento de identidad que se corresponda con mi elección es un reconocimiento y también me ayuda a pararme de otra manera frente a quienes no quieren reconocerlo así”, afirmó. Por otro lado, en vistas a la aprobación integral de la ley para personas trans, también encuentra esperanza. “Cuando una persona normal tiene 500 oportunidades en su vida, pasa por muchos trabajos, puede elegir, nosotras sólo pedimos una: poder acceder a un empleo. Somos más que capaces, sólo falta que nos den la oportunidad y que haya personas que estén disponibles para capacitarnos en lo que no sabemos”, expresó.

A Juan Carlos Álvarez la poliomielitis le dio vuelta la vida cuando tenía dos años. Pasó seis años internado en el Centro Hospitalario Pereira Rossell, donde luego vivió ocho años. Desechó el liceo porque “caminar 25 cuadras, peludo, con un bastón, no daba”. Su discapacidad lo encontraba con miradas limitantes: “Éramos unos pobrecitos. La gente nos daba [a él y su mamá] monedas, porque la discapacidad era un sinónimo de pobreza, de no poder. Se decía que era una persona que perdió la gracia de Dios”, recordó, con la firme convicción de que en su vida está ayudando a deconstruir ese estigma.

No obstante, no ha sido fácil. Se ha encontrado con muchas trabas en relación con el ingreso al mercado laboral. Aun queriendo trabajar, el hecho de no poder estudiar –“algo básico”– y las dificultades a las que se enfrentaba para encontrar un medio de transporte accesible le han hecho el camino más empinado, por eso agradece las cuotas que existen para los colectivos de minorías. “No deberíamos tener leyes para poder conseguir un derecho como es el trabajo, pero la realidad es bastante distinta, hay trabas”, afirmó.

Fue su osadía la que lo llevó al Hipódromo de Maroñas, donde hoy trabaja como encargado del Control General de Pago. “Pregunté cómo se hacía para entrar acá. Me mandaron al centro, a una oficina. Cuando llegué pedí para hablar con el gerente. No sé de dónde saqué el coraje, porque yo estaba desgarbado y peludo. Le dije que necesitaba trabajar y quería que me dieran una oportunidad”, relató.

Andrés Ledesma proviene de Salto, de una familia “extremadamente humilde”. Trabaja desde los 12 años, en su momento vendiendo diarios, y contó que se encontró con esa oportunidad al necesitar dinero para cubrir sus necesidades “de adolescente”: “unos pesos para las meriendas”. Lo recuerda como una etapa difícil, porque “uno se empieza a dar cuenta de que no tiene las mismas posibilidades que otros”. Además, en su caso, trabajaba a la par de su madre –ambos eran sostenes de la familia–.

Josbel Calderón es cubano, tiene 36 años y llegó a Uruguay junto a su pareja hace un año. Es contador público y en Cuba ejerció siempre en actividades relacionadas con su profesión, pero al llegar a Montevideo se encontró con la falta de empleo. En este sentido, agradeció el apoyo del Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional (Inefop): mediante un curso de orientación laboral al que concurrió en la Casa de la Mujer de la Unión pudo tener más claro cómo manejarse en el mercado de trabajo local. A pesar de su formación, se tuvo que hacer dos currículums: uno en el que constaba con su experiencia real y otro “inferior”. Este último fue el que lo llevó a conseguir trabajo, hoy, en la heladería Chelatto.

Mónica dos Santos tiene 43 años. Es hija de artesanos que le inculcaron que estudiara, además de tener un oficio del arte manual. A pesar de que dice que no le gusta mucho estudiar, terminó su carrera como licenciada en Registros Médicos y reconoce que “entre los afrodescendientes no es común que podamos tener la vara tan alta como a mí me la pusieron mis padres”. Su primer trabajo, como vendedora en el Emporio de los Sándwiches, fue “buena”, según contó, porque la capacitación que recibió allí le “abrió muchas puertas al futuro”, pero también fue su primer encuentro con el racismo en el ámbito laboral. En la entrevista de selección le preguntaron si reaccionaría ante alguien que le dijera algo relacionado con su color de piel, “si tendría algún problema”. En ese entonces, ella respondió que “no tenía ningún problema, que el problema lo tenía la persona que se lo dijera, en todo caso” y años después su jefe le confesó que fue por eso que la contrató. Más allá del resultado favorable para Dos Santos, reflexiona que “esa situación, esa pregunta, no habría sucedido si tuviera otro color de piel”.