“La soberanía alimentaria es el derecho de cada nación a mantener y desarrollar su propia capacidad para producir los alimentos básicos de los pueblos, respetando la diversidad productiva y cultural. Tenemos derecho a producir nuestros propios alimentos en nuestro propio territorio. La soberanía alimentaria es una precondición para la seguridad alimentaria genuina”. La cita corresponde a un extracto de la declaración que hizo La Vía Campesina –movimiento internacional que nuclea organizaciones de campesinos, pequeños y medianos productores, mujeres rurales, comunidades indígenas, trabajadores agrícolas, jóvenes y jornaleros sin tierra– durante la Cumbre Mundial de la Alimentación en 1996. De esta forma, nacía el concepto de soberanía alimentaria.

Denunciaron que cualquier discusión que ignore la contribución de quienes son protagonistas en la producción de alimentos fracasará en la “erradicación de la pobreza y el hambre en las áreas rurales y urbanas”. Rechazaron las condiciones económicas y políticas que amenazan “tanto a la naturaleza como a la gente, con el único fin de generar ganancias para unas cuantas personas”. Pusieron sobre la mesa que a los campesinos y pequeños productores “se les niega el acceso y control de la tierra, el agua, las semillas y los recursos naturales”. Pero el emblemático discurso no terminó aquí. Los campesinos plantearon que la respuesta se encontraba en “desafiar colectivamente estas condiciones”.

Siete fueron los principios señalados por La Vía Campesina para conseguir la soberanía alimentaria. El primero es el acceso de todos los seres humanos a alimentos “sanos, nutritivos y culturalmente apropiados en cantidad y calidad suficientes para llevar una vida sana con completa dignidad humana”. El segundo es una “auténtica reforma agraria” que garantice la tenencia y control de la tierra para quienes la trabajan sin “discriminación basada en género, religión, raza, clase social o ideología”. El tercero corresponde al “cuidado y uso sostenible de los recursos naturales”, dejando de lado “la dependencia en los químicos, los monocultivos de exportación y modelos de producción intensivos industrializados”. El cuarto es el fomento de la “producción para el consumo doméstico y la autosuficiencia alimentaria”, así como un sistema donde los precios de los alimentos reflejen su “verdadero costo de producción” para que la comercialización no tenga como base “la explotación económica de la gente más vulnerable”. El quinto es la “regulación y establecimiento de impuestos al capital especulativo”. El sexto es la “paz social”. Finalmente, el séptimo es la participación de los campesinos y pequeños productores en la formulación de políticas agrarias en todos los niveles.

Casi tres décadas pasaron de la declaración, pero aún sigue vigente en los reclamos de La Vía Campesina. Actualmente, el movimiento observa que la agroecología es el camino para llegar a la soberanía alimentaria. En Uruguay se presentó el Plan Nacional de Agroecología este año; hace foco en la soberanía alimentaria, la producción familiar, la protección de ecosistemas y el fomento de mercados de cercanía. Pero ¿cómo se observa el vínculo entre soberanía alimentaria y la agroecología en nuestro país?

Tierra para las que la trabajan

Stefani Plada nació en Montevideo, pero es nieta e hija de agricultores. “Mi padre hizo un quiebre grande con la tierra. Su devenir terminó siendo otro, el trabajar en la industria. A mí me tocó nacer en la ciudad, pero hay una experiencia que me antecedió, que tiene que ver con producir el alimento y vivir con la tierra”, cuenta a la diaria. Ella integra la Colectiva Punta Negra, un grupo de cinco mujeres que en febrero de 2021 pudo acceder a un fraccionamiento del Instituto Nacional de Colonización (INC) en la Colonia Victoriano Suárez, ubicada en Maldonado. “Ninguna heredó tierras y vimos en esta política pública una ayuda”, agrega. El predio tiene una superficie de ocho hectáreas y su proyecto es con base agroecológica.

Estudió la licenciatura en Trabajo Social en la Facultad de Ciencias Sociales y también formó parte del Programa de Huertas en Centros Educativos de la Facultad de Agronomía. “Se me dificultaba el acceso a la vivienda, como grado 1 de la Universidad no podía tener una garantía de alquiler y empecé a tener otras estrategias”, recuerda. De esta forma terminó viviendo en la localidad de Punta Negra y dejando atrás la capital. “En mi búsqueda, me encontré con que producir mi propio alimento es una posibilidad de ser más libre”, dice Plada. Si bien la norma ha sido el desplazamiento de personas desde el campo a la ciudad, percibe que existe una “ola inversa” que busca acceder, a través de distintas formas, a la tierra. Pero su camino no fue fácil; comenta que los tiempos del INC son “muy lentos”, hasta el punto de que su colectiva llegó a pensar que les iban a negar la propuesta. Enseguida describe la felicidad de cuando se enteraron de que su predicción era incorrecta.

Hace poco más de un año que están en su predio. Durante el proceso entendieron que el acceso a la tierra era un primer paso y que el desafío está en permanecer en ella. “Somos todas mujeres en etapa reproductiva, también hacemos comunidad en cuanto a la crianza. Nos mueve tener que salir a trabajar afuera para invertir adentro. Una de las ventajas de la agroecología es la contención. El proceso de transición es difícil, es difícil llegar a vivir de la tierra. La responsabilidad institucional tiene que existir en esta etapa, tienen que estar dadas las condiciones para permanecer, de lo contrario terminás desistiendo. Y se entiende que desistas si no tenés cómo mantenerlo”, plantea. Señala que la típica frase “no es fácil vivir en el campo” es cierta. “Te dan la tierra, pero tenés que tener un montón de capital para resolver, de primera mano, las condiciones básicas para vivir. También para poner en marcha el sistema productivo tenés que invertir mucho dinero”, afirma, y suma que “todo recae sobre nuestros cuerpos, es un desgaste muy grande trabajar con pala de dientes y azada en esta escala”.

Ellas, además, forman parte de los Jóvenes por la Soberanía Alimentaria de la Red de Semillas Nativas y Criollas. “La centralidad de la soberanía alimentaria radica en tener tu propia semilla: producirla, conservarla, intercambiarla, compartirla. Si por cada producción tenés que comprar la semilla, te implica un costo. Ni que hablar de que hay una cuestión ética de que la semilla no se vende. Para nosotras es importante el valor cultural que envuelve a la semilla criolla, las dinámicas que le dan origen y la sustentan en el tiempo. Ese valor del intercambio es lo que a nosotras nos ha movilizado para ser hoy una colectiva que accede a tierras públicas, con ese propósito de la soberanía alimentaria”, resalta.

Asegura que la agroecología también implica la conservación de la biodiversidad. “La tendencia que se impone en los sistemas productivos tiene que ver con concentrar capital, tierra, privatizar y homogeneizar. Nosotras estamos en un camino que tiene que ver con compensar, con ver cómo distribuimos la riqueza que tenemos, cómo la socializamos y cómo podemos diversificar, más que homogeneizar”, apunta. Plada finaliza con las siguientes interrogantes: “¿Hacemos una agricultura para comer o para vender? ¿Cuál es el propósito de nuestro hacer?”.

Según el informe Género en el INC: resultados de las políticas de acceso a la tierra y procesos institucionales, elaborado por el instituto en abril de 2021, las mujeres titulares de unidades de producción familiares en arrendamiento representaban 32% del total de titularidades y 23% de la tierra adjudicada en este régimen. Allí se afirma que “las mujeres acceden a la tierra en una menor proporción, explotan menor superficie y lo hacen de forma más precaria que los varones”. En 2014, el instituto definió “implementar la titularidad conjunta en los casos de adjudicación de fracciones en arrendamiento”. Según se plasma en el informe, la decisión se fundamentó en “la necesidad de generar estructuras institucionales y jurídicas eficaces para proteger y fortalecer el acceso, uso, tenencia y control equitativo de la tierra que se adjudica en arrendamiento”, considerando que “solamente 11% de las parcelas tienen como adjudicatarias a mujeres”.

Definirlo para entenderlo

Marta Chiappe es integrante del departamento de Ciencias Sociales de la Facultad de Agronomía de la Universidad de la República. En diálogo con la diaria señala que el término “soberanía alimentaria” “no se difundió demasiado” en nuestro país. “La soberanía alimentaria proviene de grupos más vulnerables. En Uruguay, la producción mayoritariamente está concentrada en productores de mayor escala o productores de exportación, pienso que por esto no se ha trabajado tanto. El concepto está más trabajado en poblaciones con un sector campesino más fuerte, de mayor movilización. Logró permear más en países donde la producción de alimentos está dirigida al mercado interno”, desarrolla.

La agrónoma explica que “se puede producir suficiente alimento para toda la población, pero si todos esos alimentos, o la mayor parte, se exportan y no alimentan, entonces no tiene sentido, no hay soberanía”. “Como en todas las sociedades, hay diferentes intereses a nivel de estratos y grupos sociales. Hay grupos de poder con capacidad de incidir, de tomar decisiones. Quién decide de qué alimentarse, cómo alimentarse, va a depender del poder que tenga cada grupo social”, describe. En este contexto, apunta que la agroecología pretende “sistemas alimentarios más justos, con producción de alimentos de calidad, y también trabaja sobre la distribución y el acceso de los alimentos”. Considera que la articulación de organizaciones a nivel nacional es importante para trabajar la temática e incluso resalta la importancia de sumar una visión regional para comprenderla a cabalidad.

Chiappe piensa que con la implementación del Plan Nacional de Agroecología se puede llegar a tener una “mayor difusión y apropiación” del término “soberanía alimentaria”. No obstante, a su vez, advierte que puede haber “muchas interpretaciones”, al igual que con el concepto de “sustentabilidad”. Por esta razón, comenta que es necesario difundir su significado y hacernos preguntas: “Hay diferentes formas de apropiarse de los alimentos. ¿Nos queremos alimentar de productores que producen monocultivos o nos queremos alimentar de producción más diversa? Es necesario bajarlo a tierra y desmenuzarlo, definir cada componente del concepto. ¿Calidad de los alimentos qué quiere decir? ¿Cómo se accede a los alimentos? ¿Seguimos priorizando alimentos importados o de producción local? ¿Vamos a priorizar mercados locales de pequeña escala, de cercanía, o de grandes superficies?”.

Alimentos que no alimentan

Adriana Cauci es licenciada en Nutrición e integra el Observatorio del Derecho a la Alimentación. Resalta a la diaria que, desde su disciplina, generalmente se aborda el concepto de “seguridad alimentaria”, pero considera que “tiene ciertas debilidades”. “No nos permite pensar el sistema agroalimentario en todas sus dimensiones, se centraliza en el individuo. Si bien el concepto de seguridad alimentaria involucra la disponibilidad de alimentos, la utilización de estos y el consumo, se centraliza en el acceso económico. Posiciona al alimento como un bien de consumo”, describe. En contraste, la soberanía alimentaria posiciona al alimento desde otro lugar: “desde el derecho a la alimentación, como consumo humano”.

“No podemos valorar la alimentación solamente en términos de calidad y cantidad de nutrientes. Es necesario ver qué hay detrás del alimento, que tiene que ver con todo el sistema agroalimentario, en definitiva, y con cómo se comercializa y se da su distribución”, apunta la licenciada en Nutrición. Sin embargo, alerta sobre el “aumento del consumo de ultraprocesados”, a los que define como “alimentos industrializados, donde los ingredientes en su mayoría no son alimentos, sino que son aditivos o ingredientes químicos que se introducen para conseguir determinadas características”. “Los ultraprocesados tienen una lógica industrial por la que se busca vender más productos. Son industrias alimentarias, muchas de ellas multinacionales, y se encargan no solamente del producto en sí mismo, sino de toda la cadena agroindustrial”, agrega.

Habla de una “irracionalidad” de su sistema, sustentado en la “economía basada en petróleo”. Por ejemplo, Cauci aporta: “La soja y el maíz que se producen en Uruguay como monocultivos son exportados, se terminan confeccionando en insumos para los ultraprocesados, además de la alimentación animal. Son procesados en la industria alimentaria de otros países y luego viajan nuevamente a nuestro país para que se consuman a nivel de mercado. No solamente habla de una calidad nutricional inadecuada de estos productos, sino también de una irracionalidad del uso de combustibles que implica todo ese recorrido”.

Entiende que es necesario pensar las políticas alimentarias desde una visión integral, brindándole más espacio dentro del debate a la soberanía alimentaria. También plantea que es fundamental otorgarle más presupuesto al Plan Nacional de Agroecología –en la actualidad se cuenta con una partida anual de 36.600 dólares para llevarlo adelante–, ya que puede “dar respuestas a estas problemáticas”.

En la diversidad está la esperanza

Lucía Delbene, bióloga e integrante del colectivo ecofeminista Dafnias, pone sobre la mesa el concepto de “cuerpo-territorio”. “Es una categoría que pone en el centro la conexión y la no división entre tu cuerpo y lo que está afuera. Lo que está afuera afecta tu cuerpo y tu accionar afecta lo que está afuera. Es un continuo, están en constante diálogo. El feminismo ha tomado esa bandera, porque tener igualdad de género en un mundo ambientalmente destruido no tendría sentido, ni siquiera sería alcanzable”, dice a _la diaria _. Concibe que el concepto de soberanía alimentaria tiene “un potencial de cambio” y afirma que es de vital importancia “no dejar que lo deformen”. A su vez, destaca que es necesario romper “con ese discurso de que no hay alternativas a lo que ya tenemos” y, de esta forma, resalta el rol de la agroecología. “Es un modelo que está permitiendo que la gente vuelva al campo, permite que subsista la pequeña producción. Además, es social y ecológicamente más justo y protege la salud: pone en el centro la vida, la vida de las personas y el ambiente. Va en contra del discurso dominante, que muchas veces se tiñe de verde, de sustentable, pero no lo es. Considero que la agroecología está dando la disputa, es una herramienta territorial de construcción para un tipo de producción que pone en el centro la vida”.

Delbene finaliza: “En los escenarios que tenemos por delante, hablando de cambio climático, cuanta más diversidad tengamos de producciones, ecosistemas, biodiversidad, más fuertes vamos a estar. Es una máxima biológica: los ambientes más heterogéneos son los más resilientes. En la diversidad está la esperanza. Cualquier modelo económico-social que tienda a homogeneizar personas, modos de vida, producciones, es dilapidarnos a nosotros mismos”.