Se afirma que la vida útil promedio de una bolsa de plástico es de 15 minutos, tiempo más que suficiente para trasladar las compras del comercio a la casa. Es posible que ese tiempo se extienda en países como el nuestro, en los que la bolsa del supermercado pasa a ser la bolsa de residuos de la casa, y la vida útil aumente hasta varias horas. Aun en ese caso el tiempo del servicio prestado es ridículamente menor a los 150 años que se estima que le llevará al planeta librarse de ellas. El problema es grave, ya que como afirma el Programa Ambiental de Naciones Unidas, más de ocho millones de toneladas de plásticos terminan en el océano cada año, lo que significa 80% de los residuos que los inteligentísimos Homo sapiens arrojamos a los mares.
Si bien se han hecho estudios sobre el impacto del plástico en el ambiente desde mediados del siglo pasado, el tema comenzó a tomar fuerza hace pocos años. Siguiendo esta tendencia mundial, en Uruguay tuvo lugar en 2014 el Primer Simposio sobre la Presencia de Plásticos en los Ecosistemas Acuáticos de Uruguay, organizado por el grupo Investigadores del Plástico en los Ecosistemas Acuáticos. A cuatro años de aquel primer encuentro se desarrolló, en el marco del V Congreso Uruguayo de Zoología, en la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, la segunda edición del simposio, coordinada por Emanuel Machín y Javier Lenzi. Desde playas rochenses hasta gaviotas montevideanas, desde tortugas marinas hasta peces de charcos, nuestros investigadores no piensan dejar que el plástico pase inadvertido.
Una lágrima cayó en la arena
La primera ponencia, titulada “Efectos de la urbanización y el turismo sobre la acumulación de residuos plásticos en playas de La Paloma, Rocha”, fue presentada por Eugenia Fros y Lucía Andrioli, de la Licenciatura en Gestión Ambiental del Centro Universitario Regional del Este. Daba cuenta de una investigación en la que se propusieron “evaluar la acumulación de residuos plásticos en tres playas de la costa rochense con diferente grado de urbanización, afluencia de turismo y características morfodinámicas”.
Fros y Andrioli contaron que hicieron su trabajo en tres playas de la Paloma: La Balconada (muy urbanizada, con mucho turismo y con arena media), La Mula (menos urbanizada, turismo más familiar y con arena fina) y La Serena (menos urbanizada aun, turismo más tranquilo y con arena gruesa) realizando muestreos en la arena en temporada alta (mayo) y baja (octubre). Las investigadoras confesaron que al analizar los datos se sorprendieron: la playa que registró la mayor abundancia de plástico –que apareció en todos los sitios estudiados, tanto en baja como en alta temporada– fue La Mula, que no era ni la más urbanizada ni la que tenía un turismo más intensivo.
A su vez, encontraron que de acuerdo al grosor de la arena, los plásticos que predominaban también variaban: mientras que en La Balconada encontraron más macroplásticos (tamaños que van de 20,1 a 100 mm) y megaplásticos (más de 101 mm) y más que nada fragmentos, en La Mula con su arena fina fueron más abundantes los microplásticos (de 0,5 a 5 mm) y pellets. Las investigadoras afirmaron que “en las playas con arena más compacta encontramos más plásticos”, al tiempo que vieron que “los plásticos encontrados no estarían directamente relacionados ni con la urbanización ni con el turismo”. Dada la cantidad de plástico vertido a los océanos, podría no resultar llamativo que su presencia no variara demasiado de acuerdo con la urbanización de las playas. Aun partiendo de esta idea, la siguiente disertación fue más inquietante.
No disminuye con la distancia
Florencia Rossi, del Centro Universitario Regional del Este, presentó “Macroplásticos en la isla Rey Jorge, Antártida: un mal común en zonas remotas”. Con semejante título y dentro de este simposio, la cosa estaba clara: aun en el continente blanco, el último en ser habitado por el ser humano y en el que sólo puede haber bases científicas, los plásticos también dicen presente. El grupo de investigación en el que trabajó Rossi hizo cuatro muestreos en cinco playas y costas rocosas de la isla Rey Jorge, donde se encuentra la Base Científica Antártica Artigas (BCAA), en los meses de enero y abril de 2017 y 2018.
Nuestros investigadores antárticos encontraron 92.354 gramos de plástico en 672.100 metros cuadrados y contabilizaron 2.749 ítems. ¡Casi 3.000 piezas de plástico en cuatro muestreos de cinco puntos costeros del continente más puro del planeta! En 2017 la mayor cantidad de plástico, medido en peso, se registró en las proximidades de nuestra BCAA (24.564 gramos) y en 2018 en la localidad de Half Three Points (33.526 gramos). ¿Quiere decir eso que nuestra base es la responsable de esa cantidad de plásticos encontrados? Como sucedió en las playas de La Paloma, la respuesta parece apuntar más a la circulación del plástico en los océanos que a una fuente puntual. Rossi explicó que “es difícil saber de dónde vienen, si de las bases, de los barcos o de la circulación de las aguas”.
Obstruyendo tortugas
Las dos conferencias anteriores hablaban de la presencia del plástico en costas y playas, pero la siguiente dio un paso más y le puso rostro al drama. Y no fue un rostro cualquiera, sino el de la carismática tortuga verde. El encargado de hacerlo fue Daniel González-Paredes, quien trabaja en la ONG Karumbé y es investigador de la James Cook University de Australia, al presentar “Plásticos vs. tortugas: efectos de la contaminación plástica sobre las tortugas marinas en aguas uruguayas”.
Daniel contó que la presencia en Uruguay de las tortugas verdes (Chelonia mydas) se da en el verano, cuando individuos juveniles de ambos sexos llegan aprovechando las corrientes cálidas que vienen desde Brasil. Más allá del calorcito, estas tortugas vienen porque “Uruguay se considera una importante área de alimentación por su abundancia en algas y organismos gelatinosos”. El problema es que tanta voracidad, en un mar contaminado con plásticos, tiene su precio: mientras que antes la principal amenaza para la vida de las tortugas era la captura incidental en redes –las tortugas son reptiles que deben salir a la superficie para respirar–, el investigador dijo que “se estima que en Uruguay la ingesta de plástico supera en mortandad a la captura incidental”.
En la temporada 2017-2018 Karumbé registró 86 varamientos de tortugas verdes, algunas vivas y otras muertas; 96% había ingerido plástico. Daniel saca de su bolso unas pequeñas bolsas transparentes que hace circular entre los presentes. Dentro de cada una hay plásticos que fueron encontrados en los aparatos digestivos de tortugas. Además de provocar obstrucciones, ocupan espacio y quitan capacidad para ingerir alimentos. En ambos casos, la ingesta plástica puede terminar en tragedia: de las 42 tortugas verdes que fueron atendidas en el centro de rehabilitación de La Coronilla, sólo 38% lograron recuperarse. “La magnitud real del problema aún es desconocida. ¿Cuál es la proporción de tortugas que ingieren plásticos?”, se pregunta González-Paredes. “Cuando mostramos los resultados de autopsias de tortugas que aparecen en nuestra costa en otros lados donde hay tortugas verdes, vemos que lo que sucede aquí es alarmante”, confiesa el experto. ¿Tendrá que ver con su condición de juveniles, que las hace más vulnerables al plástico, a cierta inexperiencia al elegir qué comer? ¿Incide en algo la acumulación de residuos plásticos por la convergencia subtropical de las corrientes de Brasil y de las islas Malvinas? Como dicen los investigadores, “un mejor entendimiento sobre la amenaza que representa la ingesta de plástico para las tortugas marinas es esencial para diseñar estrategias de mitigación y planes de conservación efectivos”. Y para eso, no hay más remedio que seguir investigando.
Desprotegidas
Cuando llegó el turno de la ponencia “Contaminación por plásticos en el Área Protegida Isla de Flores”, a cargo del biólogo Daniel Hernández, ya era claro que la presencia del plástico en el mar superaba cualquier tipo de protección que pueda darse a una isla. Hernández y sus colegas Emanuel Machín y Javier Lenzi recolectaron datos entre agosto y octubre de 2017 en una zona de anidación de la gaviota cocinera (Larus dominicanus) en la Isla de Flores, que integra el Sistema Nacional de Áreas Protegidas. Su objetivo era “dimensionar la presencia de plástico en el ecosistema de la isla a nivel paisajístico y biológico”. Para lo primero hicieron un relevamiento fotográfico de un sector de la isla. Tras analizar 54 fotos, de los 323 ítems humanos encontrados, 302 eran plásticos (otros fueron metales, telas, vidrio y madera), destacándose el plástico rígido, las tapas de envases, las botellas y las bolsas, la mayor parte provenientes de productos de uso cotidiano como embalajes, envoltorios o recipientes.
Para ver qué pasaba a nivel biológico, analizaron 263 egagrópilas, es decir, vómitos de gaviota, para determinar cuánto plástico aparecía en ellos. Hernández aclaró que la colonia de unas 5.000 parejas de gaviotas cocineras que nidifica allí “no come el plástico que vimos en el ambiente de la isla, sino que se alimenta en los basureros de las ciudades”. Como cabía esperar, el plástico fue el ítem más frecuente en los bolos de las gaviotas: aparece en más de 32% (le siguieron los restos de carnes rojas y los de pollo). Los plásticos más encontrados fueron restos de bolsas o film, tapitas plásticas y envoltorios (también encontraron espuma plast, tripa de chacinados y hasta chicle). Para los autores, los resultados “sugieren una importante contaminación por plásticos, tanto en la dieta de la gaviota cocinera como en el paisaje, con un potencial efecto negativo para otras especies que habitan esta área protegida”.
La gota que derramó el charco
Para cerrar el encuentro, Emanuel Machín escogió contar los asombrosos resultados que encontró con su colega Daniel García al analizar el contenido estomacal de dos especies de peces anuales que viven en charcos temporales de las proximidades de Villa Soriano. Titulada “De nada sirve vivir poco, el plástico igual te alcanza”, la exposición de Machín demostró que el plástico aparece aun donde menos se lo espera. Para entender el problema, el científico contó que estos peces anuales, las Austrolebias bellottii y las Austrolebias nigripinni, viven en charcos que no sólo desaparecen durante el año, sino que además no están conectados con cursos de agua. Al analizar el contenido estomacal de 1.200 ejemplares de ambas especies, observaron la presencia de microplásticos menores a cuatro milímetros. ¿Cómo llegaron esos plásticos a los charcos temporales? Los investigadores no lo saben, pero tienen sus sospechas: “El registro de hebras plásticas podría estar relacionado con los pequeños basurales clandestinos que registramos en las márgenes de los caminos y por los desechos plásticos que generan las actividades productivas agropecuarias. Podría ser que los residuos que llegan con las escorrentías son depositados en los charcos y quedan disponibles para el tiempo siguiente”, afirman en el resumen de su trabajo.
¿Qué tienen en común playas oceánicas, islas antárticas, tortugas marinas, gaviotas cocineras y peces anuales? Que en todas ellas nuestros investigadores han encontrado plástico. Todo indica que con el volumen mundial que termina en los océanos, cada vez los encontraremos en más sitios y dentro de más seres vivos, nosotros incluidos. Lejos de sumirse en la desesperación, dado que muchos de estos plásticos encontrados provienen de elementos de uso cotidiano, como bolsas y tapitas de envases, uno también es responsable y puede empezar a cambiar ciertos hábitos para mitigar parte del problema. Que la dolorosa agonía de una tortuga a punto de morir por una obstrucción intestinal se nos presente cada vez que pensemos que no hay nada que podamos hacer al respecto.