Para la mayoría de la izquierda, la historia de las últimas décadas es algo así: durante la posguerra, la regla era la “primacía de la política”; los gobiernos democráticos, particularmente en Europa, configuraban activamente los resultados económicos como respuesta a las necesidades de sus ciudadanos. A finales del siglo XX, este orden de posguerra comenzó a decaer y hoy los mercados dominan la política, con lo cual los gobiernos democráticos son incapaces de influir en los resultados económicos y responder a las necesidades de los ciudadanos. En su lugar, quedan a cargo los capitales y las empresas “golondrinas”.

Thomas Piketty, por ejemplo, ha sostenido de manera influyente que el capital sigue sus propias leyes, que no pueden ser contrarrestadas por los gobiernos democráticos. De modo similar, Wolfgang Streeck afirma que el capitalismo inevitablemente subvierte la democracia; es, en sus propias palabras, una fantasía “utópica” creer que ambos pueden reconciliarse. Claus Offe está de acuerdo, y afirma que hoy “los mercados marcan la agenda política” y “los ciudadanos han perdido su capacidad de influir en el gobierno”.

Pero supongamos que esto es incorrecto. Supongamos que la democracia está ahora tan “a cargo” como lo estuvo durante la posguerra. Supongamos que nuestro orden económico actual no fue el resultado de la dinámica ineluctable del capitalismo o los mercados, sino más bien la consecuencia de decisiones políticas deliberadas tomadas por gobiernos democráticos. Y supongamos que los impulsores y beneficiarios más importantes de estas decisiones no fueron las empresas golondrinas, sino personas como los lectores.

Un nuevo y provocativo libro

Esa versión alternativa es la que surge de un nuevo y provocativo libro de dos conocidos e influyentes economistas políticos, Torben Iversen y David Soskice: Democracy and Prosperity: Reinventing Capitalism Through a Turbulent Century [Democracia y prosperidad. Reinventar el capitalismo a través de un siglo turbulento] (Princeton UP, Princeton, 2019). Según ellos, la historia de las últimas décadas es más o menos así.

La aparición de nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones a finales del siglo XX hizo posible, mas no inevitable, un nuevo orden económico. Para que el capitalismo se transformase, fueron necesarias reformas masivas. Por ejemplo, en comparación con las economías industriales fordistas, las economías basadas en el conocimiento requieren innovación y tomas de riesgos constantes, así como trabajadores con gran formación y flexibilidad. Y estas, a su vez, requieren políticas gubernamentales que fomenten la competencia, promuevan nuevos productos financieros y amplíen la educación superior.

Estas reformas implican cambios regulatorios e institucionales masivos, por lo que sólo los estados con altos niveles de capacidad y legitimidad pueden llevarlas a cabo, con lo cual la transición a economías basadas en el conocimiento ocurrió antes y llegó más lejos en las democracias avanzadas. Los países de ingresos medios, con estados débiles y, a menudo, no democráticos, son generalmente incapaces de implementar tales reformas. Y las dictaduras como la Unión Soviética, “que podría decirse que en los años 70 y 80 tenían la experiencia en computación científica centralizada como para evolucionar hacia una economía del conocimiento”, también tienen dificultades para hacerlo, ya que las reformas necesarias requerirían que los líderes cedieran control político y económico.

Iversen y Soskice argumentan que la transformación del capitalismo en el siglo XX fue el resultado de decisiones tomadas por gobiernos democráticamente elegidos. Pero van más allá. No sólo rechazan la idea, hoy cada vez más de moda en la izquierda, de que el capitalismo y la democracia son incompatibles. Argumentan incluso que son mutuamente dependientes, ya que sin estados fuertes y legítimos el capitalismo no podría reinventarse constantemente.

Y la democracia no es simplemente el “comité ejecutivo”, como diría Lenin, de empresas golondrinas: la mayoría de los analistas exageran enormemente su poder, según Iversen y Soskice. A diferencia de las empresas cuya actividad involucra baja calificación, que pueden moverse geográficamente con facilidad, las empresas basadas en el conocimiento dependen de entornos regulatorios, financieros y educativos particulares, así como de trabajadores con buena formación que son difíciles de trasladar, especialmente a otros países. Este arraigo geográfico significa que aunque las empresas basadas en el conocimiento “pueden ser poderosas en el mercado, tienen poco poder estructural, y la competencia [las] hace políticamente débiles”.

Cambio transformador

Entonces, ¿dónde nos deja todo esto? Hay motivo para abrigar esperanzas, ya que la democracia tiene el poder de efectuar un cambio transformador. Y dado que son principalmente los votantes, particularmente los “ganadores” de la economía, y las coaliciones entre ellos, y no las empresas, quienes determinan qué hacen los gobiernos, el requisito previo para tal cambio es aumentar el apoyo de ellos y de las coaliciones a favor de la redistribución.

La clave aquí es la movilidad social. La movilidad une los intereses de los miembros de diferentes clases: que quienes están en el extremo inferior puedan tener expectativas de ascenso para ellos o sus hijos, y los que están en el extremo superior no puedan estar seguros de que ellos o sus hijos no descenderán en la escala. En un mundo de alta movilidad, la “brecha de intereses” entre las clases disminuye y los mensajes de que “todos estamos en el mismo barco” o de “cooperación entre clases” tienen más sentido. Por el contrario, cuando hay poca movilidad social, las antiguas clases medias y bajas se vuelven susceptibles a los populistas que “atacan los símbolos de la nueva economía, una economía de la que ellas y sus hijos sienten” que han sido excluidos de forma permanente.

El populismo prospera, en otras palabras, allí donde la democracia no brinda oportunidades para todos. Iversen y Soskice presentan datos muy interesantes sobre la diferencia entre las actitudes populistas y el voto a los populistas, y muestran que “donde hay pocas barreras a la buena educación y a la capacitación, los valores populistas son mucho menos predominantes”. (También argumentan que existe una fuerte tendencia a que las personas menos capacitadas voten a los populistas, incluso haciendo control de variables). Y ampliar las oportunidades significa, sobre todo, ampliar el acceso y mejorar la calidad de la educación, ya que la educación determina si los “perdedores” y sus hijos tendrán la oportunidad de convertirse en “ganadores” mediante la adquisición de nuevas capacidades.

Muchas personas de izquierda seguramente estarán en desacuerdo con algunos aspectos del análisis de Iversen y Soskice. Pero los debates sobre cómo se desarrolla el capitalismo y las condiciones bajo las cuales la democracia puede influir en los resultados económicos para beneficiar a la mayoría de los ciudadanos son absolutamente cruciales para que la izquierda prospere y el populismo sea contrarrestado. Ojalá la democracia y la prosperidad ayuden a impulsar este debate.

Sheri Berman es profesora de Ciencia Política. Una versión más extensa de esta columna fue publicada originalmente en Nueva Sociedad. Traducción: Carlos Díaz Rocca. Fuente: IPS. ladiaria.com.uy/UUz