Un sistema agrícola más inclusivo, sostenible y justo podría generar una mayor y mejor alimentación. También podría evitar la generación de problemáticas sociales como falta de agua de calidad, cambios de uso del suelo y problemas de salud.

No es novedad que la región de América Latina y el Caribe es desigual. 90% de las explotaciones agrícolas accede a sólo 23% de las tierras agrícolas. Casi la mitad de la población rural es pobre (48,6%) o extremadamente pobre (22%). Por no hablar de los recursos naturales. Cada año, el sistema agrícola utiliza 73% del total del agua dulce. Millones de hectáreas de tierra degradadas y más de la mitad de los suelos utilizados por esta actividad tienen algún grado de erosión por un mal manejo. También se debería nombrar la pérdida de biodiversidad, la destrucción de hábitats y la sobreexplotación, debido a la expansión de la frontera agrícola.

Basándose en esta visión y buscando hacer frente a esta problemática, la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) presentó su informe Hacia una agricultura sostenible y resiliente en América Latina y el Caribe. Análisis de siete trayectorias de transformación exitosas. Como versa su nombre, se analizaron siete experiencias con la intención de cubrir territorios y sectores diversos.

Uno de los países seleccionados fue Uruguay. Entre diciembre de 2016 y junio de 2020 se aplicó el Programa de Fortalecimiento de Gestión Ambientalmente Adecuada de Plaguicidas. Tuvo como objetivo incorporar alternativas al uso de plaguicidas. Tomó como principales herramientas “el desarrollo de nuevas tecnologías, una mayor trazabilidad y una mejora de las capacidades, con énfasis en la comunicación y en acuerdos con los actores involucrados”.

Según se muestra en el informe, los resultados indican que “la adopción de buenas prácticas agrícolas y el menor uso de plaguicidas se traduce en beneficios económicos, técnicos y ambientales”.

Entre la tradición y el cuidado ambiental

El crecimiento del sector agrícola uruguayo en los últimos 20 años provocó un aumento de la presión sobre los recursos naturales y el uso de plaguicidas en los cultivos. “El proceso fue identificado como un importante factor de degradación ambiental, con repercusiones en la salud de la población rural y en las oportunidades para los exportadores”, se expresa en la investigación.

También se desarrolló un monitoreo de restos de plaguicidas en cuencas hidrográficas. En los resultados se demostró la presencia de residuos químicos en la red hidrológica y la fauna.

Una de las principales barreras que se resaltó en el informe fue la “naturalización del uso de plaguicidas de los productores”. Factores como que sea “costumbre extendida por décadas” y que sea concebida como “una solución que simplifica el trabajo” pueden tener que ver con esta percepción. Agregó que: “Si bien observan que estos [los plaguicidas] ya no funcionan como antes, cuesta identificar el problema de fondo y visualizar alternativas”. La resistencia al cambio no sólo vino por parte de los agricultores, también se hizo presente en el personal técnico del Estado.

Las buenas prácticas agrícolas y las alternativas a los plaguicidas no resultaron más caras, ni menos efectivas. Sin embargo, se detectó una “carga inicial de trabajo mayor debido a la curva de aprendizaje”, que podría generar “retrasos”. El interés de los agricultores por adaptarse a este tipo de prácticas giraba en torno al propósito de “cumplir con estándares más exigentes de los mercados internacionales”. Se señaló como un factor disuasivo que, en regiones como América Latina y el Caribe, “aún no se reconocen los alimentos producidos de esta forma [basados en prácticas menos dañinas]”.

A nivel de Estado los plaguicidas se encuentran en la intersección de tres “competencias sectoriales”: agricultura, medioambiente y salud. Se observó que, a pesar de los avances en el posicionamiento del tema, la articulación sigue siendo un “desafío”.

Un cambio urgente

La iniciativa de la FAO demostró que la implementación de buenas prácticas agrícolas era efectiva para la agricultura intensiva y extensiva. También que es posible reducir hasta 70% el uso de herbicidas y 12% el total de químicos utilizados en un ciclo de producción de soja. La reducción de las aplicaciones, además, genera beneficios sanitarios, por “su efecto favorable en la salud de los trabajadores rurales y de los consumidores, así como en términos del impacto ambiental”. Se trabajó con una lógica de “propuesta de alternativas” y “no de reemplazo o eliminación”.

Contribuyó a reducir los fenómenos de fitotoxicidad –toxicidad causada por un compuesto– sobre el crecimiento de los cultivos, que pueden ser causados por pesticidas, trazas metálicas, salinidad, entre otros productos. Los agricultores la observaban con “más frecuencia” en sus predios, antes de la aplicación de las “buenas prácticas agrícolas”. Este proceso permitió alargar la vida de los suelos.

En la investigación, también se determinó que “los agricultores en Uruguay perciben una presión cada vez mayor por parte de la sociedad respecto al impacto ambiental y sanitario de su actividad”. Además, la aplicación de las medidas promovidas por la iniciativa “permitió contribuir a mejorar su imagen”.