En las zonas rurales de América Latina y el Caribe se produce alimento para 800 millones de personas, pero la inseguridad alimentaria moderada o grave aumentó 6,5 puntos porcentuales en comparación con 2019. Más allá de los porcentajes, 44 millones de personas tienen hambre crónica y no acceden de forma regular a alimentos inocuos y nutritivos que permitan el pleno goce de su vida.
El informe La perspectiva de la agricultura y el desarrollo rural en las Américas: una mirada sobre América Latina y el Caribe 2021-2022 registró un cambio en los hábitos alimentarios de las poblaciones más vulnerables, como la reducción en el número de comidas o calorías y el consumo de alimentos de menor calidad nutricional. Lo realizó la Comisión Económica para América y el Caribe (Cepal), la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) y el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA).
Según expresa el trabajo, la pandemia de covid-19 hizo que “muchos tomadores de decisiones se replanteen si el modelo de crecimiento focalizado exclusivamente en variables económicas ha sido suficiente para aumentar y mantener el bienestar de sus ciudadanos”. Y se suma: “La respuesta parece ser que no, ya que el crecimiento basado en objetivos económicos y no en la interiorización de externalidades negativas sociales y ambientales nos ha llevado al punto en que hoy nos encontramos”.
Repensar los sistemas agroalimentarios se vuelve un imperativo. En la región, los procesos de producción del sector son responsables del 46% de las emisiones de gases de efecto invernadero y agentes críticos de la pérdida de biodiversidad. Además, el 86% de sus trabajadores son informales. Por esta razón, el informe observa como necesaria la implementación de políticas públicas diferenciadas que contemplen la “heterogeneidad del mundo rural y de la agricultura” donde se encuentran “territorios rezagados en múltiples dimensiones de desarrollo” y “otros territorios que generan miles de millones de dólares en exportación de alimentos”.
El 30% de los alimentos son desperdiciados
El estudio plantea que, para lograr sistemas alimentarios amigables con el ambiente, resilientes e inclusivos se deben contemplar “tres motores de cambio”: el tecnológico, el climático y la alimentación. A su vez, se debe tener en cuenta la menor presencia de jóvenes en las zonas rurales, el estancamiento en la reducción de la pobreza rural en la región y las tensiones internacionales en cuanto al comercio.
“Abordar la pérdida de biodiversidad y la protección de los ecosistemas, en conjunto con la transición agroecológica, es un elemento esencial del enfoque integral necesario para guiar la transformación de los sistemas alimentarios hacia una mayor resiliencia”, subraya. También se indica que “sin una acción y política global inmediata y coordinada” el cambio climático seguirá “obstaculizando el crecimiento económico” y “la vulnerabilidad ambiental del planeta seguirá aumentando”. Los principales impactos son la reducción de la producción y las pérdidas poscosecha.
Una problemática puede ser analizada desde varios enfoques. Las organizaciones alertan que las acciones de respuesta están centradas en el “eslabón productivo primario”. Sin embargo, evidencian que es necesario pensar en toda la cadena de valor para garantizar la seguridad alimentaria “bajo un clima cambiante” y que al mismo tiempo “reduzca la intensidad de las emisiones”. “Debería incluir esfuerzos para reducir el desperdicio y la pérdida de alimentos, que a nivel global se aproxima al 30% de los alimentos producidos”, añade.
Es necesario cuidar la base del sistema; el suelo es finito y frágil, además se prevé que el 21% se volverá más árido en los próximos años. Cumple un rol fundamental en el “secuestro” de carbono, reciclaje de materiales y filtración del agua, procesos que permiten regular el clima. “Brinda una gran cantidad de servicios ecosistémicos y sienta las bases para la producción y la transformación sostenible de los sistemas agroalimentarios”, suma el informe. Sus funciones esenciales pueden verse afectadas por el manejo y la cantidad y calidad de los “insumos” que absorbe.
Se recomienda a los estados tomar una serie de acciones para garantizar su protección. Señalan que es de vital importancia el diseño y fortalecimiento de políticas públicas para “atender la irregularidad de la tenencia de la tierra en áreas rurales” y “generar mayores incentivos para la inversión en suelos sanos que brinden beneficios a largo plazo”. Para que sea efectivo, se deben actualizar las leyes y regulaciones sobre los suelos basados en “evidencia científica reciente”; el informe resalta que existen en la región “vacíos jurídicos”.
La “información satelital georreferenciada” y “herramientas digitales” facilitan el acceso a datos en tiempo real y pueden contribuir a la toma de decisiones. “Los mapas de carbono orgánicos del suelo y los mapas digitales de suelos permiten comprender el estado del suelo, monitorear sus condiciones y la evolución de las áreas degradadas o desertificadas”, se explica. Cruzando las variables climáticas y socioeconómicas se pueden definir las “zonas prioritarias” para la “preparación de planes integrales para la agricultura regenerativa”.
Crisis económica, social y ambiental
El informe deja claro que la desigualdad económica y la falta de políticas de protección social son “las principales causas del hambre y malnutrición en la región”. La crisis climática va a provocar el incremento de sequías, inundaciones, huracanes, pérdidas en la producción agrícola y de energía. La situación actual produce que la capacidad de la “mayoría de los países” para responder ante la crisis se vea “gravemente disminuida”. ¿Se puede romper con este círculo?
Se plantean “posibles soluciones para reducir el hambre”, como “establecer un fondo de hambre cero”, “ampliar la infraestructura y la tecnología de la cadena de frío sostenible” e “incentivar la innovación agroalimentaria, con el fin de disminuir pérdidas y los desperdicios de alimentos”.
Para garantizar el acceso a los alimentos nutritivos se propone que los “programas de protección social sean más sensibles a la nutrición” y “poner en marcha una alianza para la nutrición de la mano de obra para llegar a los trabajadores del sistema alimentario”. También se incentiva la generación de debates en torno a “la coherencia de las políticas del entorno alimentario para lograr niños más sanos”, considerando programas “integrales” de alimentación escolar.
“En el medio rural las desigualdades no sólo se reflejan en la malnutrición, sino también en otras dimensiones, como el acceso a conectividad y la accesibilidad y servicios básicos. No asegurar un abastecimiento mínimo de estos requerimientos limitará el desarrollo social y económico de las zonas rurales”, evidencia el informe. Para aumentar la inclusión se debe tener en cuenta la pesca artesanal y la agricultura familiar, que equivalen al 80% de las unidades productivas.
Se promueve reducir la huella ambiental, integrando los ecosistemas y la biodiversidad, para mejorar la salud del suelo y realizar un uso “eficiente” del agua. A su vez se pone el foco en crear “plataformas de información y coordinación sobre energías limpias”, “invertir en la reducción de riesgos de desastres” y “mejorar los sistemas de información relacionados con el riego”.
El cooperativismo
En Uruguay las cooperativas agropecuarias producen 90% de la leche, 34% de la miel y 30% del trigo. Junto con Argentina y Brasil son los países con mayor cantidad de este tipo de asociaciones. “Las empresas cooperativas agrarias han facilitado la integración de la población a los procesos asociativos, promoviendo su participación en actividades que generan ingresos y contribuyen a la seguridad alimentaria de pequeños agricultores, pescadores, ganaderos, silvicultores y otros productores”, expresa el trabajo. A su vez, ayudan a mejorar las condiciones de vida de sus integrantes.
Se describen como agentes que cuentan con la capacidad colectiva de distribuir equitativamente sus beneficios, generando ingresos y “arraigo a las zonas rurales, a la sostenibilidad de recursos y a la consolidación de los sistemas agroalimentarios”. Pero deben ser acompañados por políticas de inclusión social que creen oportunidades, “revaloricen el cooperativismo” y promuevan la inclusión de “jóvenes y mujeres del campo”.
Dos caras de la “agricultura digital”
“Los beneficios de las tecnologías digitales no se limitan sólo a los procesos de producción, transformación, comercialización, distribución y consumo de los productos agrícolas, sino que también prometen mejorar el modo en que se diseñan y ejecutan políticas y programas gubernamentales agropecuarios”, se indica en el informe. En la pandemia, este tipo de tecnologías aumentó su uso, pero según detallan los expertos también existe “un vacío” legal en la materia.
Grandes beneficios para unos pueden traer problemas para otros. Se explica que las tecnologías digitales “podrían incrementar las desigualdades dentro de la comunidad rural” y “acelerar la exclusión de quienes no logren incorporarlas”. Su aplicación trae cambios en los “roles de los actores” y “sus modos de relacionamiento”, que podrían generar “conflictos y exclusión” a quienes no tienen posibilidades de adaptarse. Un punto clave es que, si bien la digitalización aumentaría la “productividad de la mano de obra”, la automatización de las tareas generaría el “desplazamiento y exclusión de trabajadores”.
Se indica que “el proceso de digitalización de la agricultura es inevitable; la incógnita es cuán dinámico e inclusivo será”.
¿Y el gobierno?
Responder a la “heterogeneidad” del medio rural y agrícola, focalizar la protección social de los trabajadores que están en la informalidad y mantener programas de alimentación para niños, niñas, adultos mayores y otras personas en situación de vulnerabilidad privilegiando la compra pública de alimentos a pequeños productores son algunas de las medidas que contempla el informe.
Los gobiernos también deberían “generar mecanismos” para fortalecer el diálogo con las organizaciones sociales y crear espacios de gobernanza “multiactorales”. Se promueve escuchar a los habitantes de sectores rurales en el diseño de estrategias de conectividad, para tener conocimiento de su situación y sus necesidades. Sobre este último punto hay tres factores que son señalados reiteradamente: “el centralismo que prima en la región al momento de la toma de decisiones”, “la extrapolación de soluciones urbanas al entorno rural” y “una perspectiva que considera la conectividad un asunto técnico antes que un tópico relativo al desarrollo y un problema social”.