¿Dónde están las lombrices en el patio del jardín 239 de Atlántida?, se preguntaron los niños y niñas del centro educativo. Luego de observar con detenimiento los rincones del lugar, detectaron la presencia de una “araña quietita en un tronco”, “casas de hormigas”, una “abeja en el piso”, “flores”. A partir de su interrogante, descubrieron que las lombrices “viven abajo de la tierra porque es su casa” y eligen “los lugares con plantas” porque “la tierra es más blanda, suave y pueden hacer túneles y moverse”. Entender de forma sencilla el comportamiento de las lombrices funcionó como una primera semilla para indagar sobre los procesos ecológicos del entorno. Esta actividad, de varias jornadas, se desarrolló en el marco de un taller basado en la Enseñanza de la Ecología en el Patio de la Escuela (EEPE). Es un proyecto pedagógico y didáctico que busca llevar a los territorios la educación en ciencias naturales, aunque su proceso puede incluir las ciencias sociales y otras disciplinas. Todo el trabajo se desarrolla junto con actores claves de la comunidad; en el caso del jardín 239, que tuvo lugar en 2020, fue fruto del esfuerzo de las maestras Bettina Curbelo y Luciana Larroca.
“La ecología está en todos lados; es el estudio de las interacciones de los seres vivos entre sí y con su entorno. El aspecto social seguro va a desembocar en una interacción con otra especie o con su entorno”, dice Emanuel Machín a la diaria. Él es biólogo y fue uno de los encargados de difundir la EEPE en Uruguay, aunque ha realizado más de 80 talleres en diferentes países. Si bien el método nació del intercambio de un grupo de ecólogos, educadores norteamericanos y estudiantes latinoamericanos, en las últimas décadas se extendió por nuestro continente.
Cuestión de formas
Las actividades buscan seguir una metodología científica basada en el ciclo de indagación y tiene por objetivo invitar “al investigador que tenemos dentro a hacerse preguntas concretas sobre el entorno o sobre el tema que despierta interés”, según cuenta Machín. Funciona como una herramienta fundamental para muchos docentes porque, según cuenta, por un lado las interrogantes se pueden contestar “de primera mano, en poco tiempo”, pero además les permiten “bajar a tierra una idea, una curiosidad”. “Tener una pregunta de este tipo genera fortaleza, tener claro lo que se mide, lo que se compara. Es lo que se hace en la ciencia en general. A los docentes les ha venido como anillo al dedo porque empiezan un proceso tangible con los estudiantes. Todos se sienten motivados porque se dan cuenta de que las cosas salen”, aseguró.
Entonces, el ciclo de indagación comienza por una pregunta que debe estar estimulada por la observación. Luego, se diseña y aplica la mejor forma de poder recolectar los datos y analizar la información que se consiguió para responder a la pregunta. Finalmente, se reflexiona sobre el proceso y las implicancias que tienen los resultados. “Uno reflexiona sobre los datos encontrados, trata de explicar por qué se dio así, con un gran ‘podría ser’ antes que nada, porque cambia, todo cambia. Así termina el ciclo común y puede salir una nueva pregunta investigable a partir de uno de los puntos de reflexión. También funciona si querés darle más solidez a algo que te llamó la atención”, explicó.
Si bien la EEPE utiliza este método para acercar la ciencia en las instituciones educativas, existen pautas específicas vinculadas a la producción de conocimiento académico. Por ejemplo, Machín relató que un grupo de estudiantes de Química Farmacéutica en El Salvador está haciendo su tesis basándose en el ciclo de indagación. “Es un método tan potente como cualquier otro, como el método hipotético-deductivo”, afirmó. A su vez, el trabajo con la comunidad tampoco se limita a los centros de enseñanza formales; tienen pasos particulares de indagación dirigidos a actores sociales vinculados a parques nacionales, áreas protegidas o personas en el territorio interesadas.
“En la indagación comunitaria participan todos los que quieren. En La Paloma en 2020 lo hicimos y fue fantástico. Había diferentes miradas: carpinteros, pescadores, agrónomos, productores. Todas esas miradas confluyen en una investigación. ¡Es increíble cuando sabe la gente!”, apuntó. El 2 y 3 de abril se realizarán talleres similares en el parque Punta Yeguas, en Montevideo. Resaltó que en el oeste de la capital hay diversos “emprendimientos comunitarios” y “organizaciones de personas muy grandes con distintos focos” que van a enriquecer el intercambio. Dijo que esta primera instancia de talleres “puede ser el inicio para trabajar con ellos”.
Además de realizar actividades, también incentivan otras formas de acercar el conocimiento mediante la “indagación inducida”. “Es un complemento a la cartelería clásica. Por ejemplo, en vez de poner el nombre de un árbol, das un paso más y los carteles te hacen preguntas. Es un ciclo de indagación por medio de carteles. El visitante primero hace la observación, después le llega la pregunta y él mismo, en pocos minutos, puede responderla. Te motiva más, estás mirando de otro lado, de otra forma. Nadie te está diciendo ‘este es el tala’ o ‘este es el butiá’. Reflexionás. Además, en los últimos carteles suelen preguntarte: ¿Y en tu barrio qué pasa? ¿En tu comunidad cómo es? Te llevás un poquito”, comentó.
Problemólogos y solucionólogos
Machín recordó una tira de Quino en la que Mafalda mantiene una conversación con un globo terráqueo. “No te preocupes, en este mismo momento hay miles de tipos estudiando todos tus problemas: superpoblación, hambre, contaminación, racismo, armamentismo, violencia... ¡Todos!”, plantea la niña. Ella se aleja y comenta: “Sí, ya sé, hay más problemólogos que solucionólogos, pero ¿qué vamos a hacerle?”.
Machín explicó que el método puede desarrollar el rol de problemólogo y definió que es “clave” para “buscar información básica”. Sin embargo, se puede sumar un capítulo más al ciclo de indagación y convertirlo en aplicable. “¿Qué aplico para buscar una solución para revertir un problema que estoy teniendo? Hay una acción antrópica, una indagación, y veo que puedo incidir para generar un cambio. Aplico el cambio, hago una nueva indagación para ver si está funcionando. A eso le llamamos monitoreo”, describió. Un caso típico en la educación formal es utilizar el ciclo de indagación aplicable para mejorar el sistema de huertas.
Desde su experiencia, una persona luego de aprender ciencia de esta forma “va a empezar a cuestionar, criticar y tomar decisiones. Es increíble cómo los chicos lo adoptan enseguida. Para nosotros, los más grandes que ya estamos deformados, es difícil volver atrás. Con los chicos te das cuenta de la forma en que se paran después de usar el ciclo. Los docentes resaltan muchísimo la hora de la exposición, siempre fue una gran dificultad que los niños y adolescentes se pongan enfrente a defender su trabajo. El ciclo lo permite, porque lo hicieron ellos, lo quieren defender, lo quieren contar”.
Destacó que es una experiencia distinta porque “el trabajo paralelo con los docentes es fundamental”. “La educación clásica es un docente por un lado enseñando, y los estudiantes tienen que acatar lo que el docente dijo. En esta forma de trabajar, tanto el docente como el estudiante están aprendiendo”, relató. A raíz de uno de sus talleres en Argentina, una maestra de la provincia de Neuquén que trabajaba junto a comunidades mapuches se comunicó con él. “Me llamó emocionada y me decía que no sabía que los niños sabían tanto, que nunca se lo había imaginado”, cuenta. “Es que no les generamos un escenario para saber esto, el ciclo de indagación genera un escenario para hacernos preguntas”, apuntó.
Conocer para proteger
“A la EEPE no le gusta mucho el término 'educación ambiental'. ¿Cuánto hace que existe la educación ambiental? Más o menos, 50 años ¿Qué ha logrado? Creo que la forma en que se lleva adelante muchas veces genera ecofobia”, comenta Machín, que agrega que generalmente la educación ambiental se centra en educar sobre cómo está el ambiente. De hecho, trae al presente el recuerdo de ir a las escuelas a dar talleres mostrando fotos de pingüinos empetrolados o plástico en los océanos. “Los niños se van a frustrar, sin dudas. Ellos no pueden hacer absolutamente nada. La educación ambiental depende de cómo se trate, pero me gusta mucho más la ciencia para trabajar”, admitió.
Un texto que logró cambiar su perspectiva sobre la temática fue Más allá de la ecofobia: poniendo el corazón en la educación natural, escrito por David Sobel, un educador medioambiental y académico estadounidense de la Universidad de Antioch. “Si queremos que los niños florezcan, que estén verdaderamente capacitados, debemos permitirles amar la tierra antes de pedirles que la salven”, afirma en el trabajo.
Desde la visión de Sobel, el paradigma tradicional de la educación ambiental es “honorable y justificado”. “Si los niños son conscientes de los problemas que acarrea la existencia de pocos recursos para una gran población, serán adultos que comerán Rainforest Crunch, votarán candidatos ambientalistas y comprarán autos de bajo gasto energético. Aprenderán que reciclando sus historietas y cartones de leche ayudarán a salvar el planeta. Temo que esté ocurriendo justo lo contrario. En un entusiasmo por hacerlos conscientes y responsables de los problemas del mundo, los estamos arrancando de sus raíces”, comenta. Uno de sus temores es que la currícula ambiental esté disociando a los niños y niñas del mundo natural en lugar de vincularlos con este. “Si la naturaleza está siendo maltratada, no querrán acercarse a ella”, asegura.
Otra problemática es que los pequeños están más conectados a través de medios electrónicos con “animales salvajes y ecosistemas del mundo”, pero no con la naturaleza que los rodea. “Frente a esta disociación, los niños tratan de lograr una integración, relacionando el mundo lejano con el cotidiano. Una madre recientemente ayudó a su hija de ocho años en su proyecto de ciencias. La niña trabajó esforzadamente en su escritorio por más de una hora y luego irrumpió triunfante en la cocina con un hermoso afiche para pegar en el almacén frente a su casa. Alrededor de un atractivo dibujo de un elefante se leía una valiente demanda concebida con toda seriedad: ‘Salve a los elefantes, no use jabón Marfil’. Salvar especies en peligro es tan popular en estos días como las selvas tropicales, por eso un reciente proyecto escolar sobre la vida silvestre de África motivó a la niña a esta acción protectora. La relación equivocada entre la matanza de elefantes por sus colmillos de marfil y los ingredientes del ‘jabón Marfil’ ilustra el deseo infantil de mejorar las cosas. ¿Pero no tendría más sentido para esta niña sentirse protectora de las ratas almizcleras en el estanque al otro lado de la calle?”, se cuestiona Sobel en su obra.
Machín retoma el tema diciendo que si se agobia a los niños “prematuramente” con “problemas del mundo adulto”, podemos “quitarles la energía”. Comenta que algunas imágenes de lo que sucede en el mundo pueden causarles pesadillas porque su “sentido del espacio, del tiempo y de sí mismos está en formación”. En este sentido, remarca la necesidad de que los niños y niñas tengan la oportunidad de vincularse con la naturaleza, “aprender a amarla, sentirse cómodos con ella, antes de empezar a preguntarle cómo podemos sanar sus heridas”. Recomienda que se construya ese vínculo, por lo menos, desde los tres a siete años, para luego comenzar una etapa de “exploración” de la naturaleza.
“La empatía no termina cuando comienza la exploración. Al contrario, las actividades que alientan el desarrollo de la empatía deben continuar a lo largo de los años de escuela media. La exploración del mundo natural comienza en la primera infancia y continúa en la adolescencia como placer y fuente de energía para la acción social”, señala. Sobel explica que durante la adolescencia se debe poner atención en “problemas locales” para que los estudiantes “puedan ver una diferencia real”.
Machín es enfático: “es difícil romper paradigmas, romper con el método hipotético-deductivo; pero el ciclo de indagación es una buena forma de acercar a mucha más gente a la ciencia”.