El mismo fin de semana en que una fan de Taylor Swift en Brasil y un peón ganadero en Paraguay fallecían por complicaciones debidas a un golpe de calor, se informaba que el planeta Tierra experimentó por primera vez en dos días seguidos cómo será la vida si cruzamos la barrera de los dos grados de temperatura en comparación con el período preindustrial.
Son esos dos grados la frontera que el Acuerdo de París, firmado en 2015, busca que la humanidad no cruce. Ya sabemos lo que pasará si esto no se consigue: olas de calor más prolongadas y severas, como las que azotaron a Paraguay, Brasil y Argentina en setiembre de 2023, inundaciones como las de Pakistán en 2022, y mayores dificultades en el acceso a agua en contextos de sequía, como lo que le sucedió a Uruguay a principios de año.
Ya sabemos también qué hay que hacer: mitigar (es decir, abandonar los combustibles fósiles, reducir la deforestación y los cambios de uso del suelo, etcétera), adaptarnos (invertir en infraestructura que proteja a la sociedad de fenómenos extremos) y compensar los daños y pérdidas que la crisis climática ya crea en nuestras economías y poblaciones.
El gran dilema es cómo lo logramos y quién paga por ello. Para eso es que países firmantes de la Convención sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas se reúnen por 28º año en un evento llamado Conferencia de las Partes (COP28), o de manera más coloquial, la Conferencia del Clima. Comenzó el 30 de noviembre e irá hasta el 12 de diciembre en Dubái, en Emiratos Árabes Unidos.
¿Cómo afecta nuestro día a día lo que se decide allí? ¿Qué papel desempeñan Uruguay y la región en las negociaciones? Algunos apuntes para entender la COP28.
Adaptarse en la ebullición
Con el multilateralismo a capa caída y una situación geopolítica delicada, sumado al hecho de que la inacción ante el cambio climático sigue imperando, es fácil pensar que estas reuniones son inútiles.
Tampoco ayuda que la COP28 suceda en Emiratos Árabes Unidos (cada año la Organización de las Naciones Unidas [ONU] asigna la conferencia a una región y son los países quienes deciden la sede) y tenga como presidente al sultán Ahmed al Jabel. El sultán también es el CEO de la petrolera estatal, lo que configura tal vez uno de los conflictos de interés más obvios de la historia de las conferencias. A eso hay que sumar el argumento sencillo de todas las emisiones que producirán las más de 70.000 personas que ya viajaron o viajarán a Dubái –incluyéndome– en estos días para asistir a la conferencia.
Aun con toda esta evidencia en contra, es posible argüir en favor de la COP28, en primer lugar, por el solo hecho de que exista un instrumento por el cual 195 países deban discutir y decidir por consenso acuerdos sobre el clima.
Y aunque los compromisos asumidos nos llevarían a un mundo con un aumento de 2,5 °C, todavía por encima del objetivo del Acuerdo de París, hace una década nuestra trayectoria nos llevaba hacia un aumento de 4 °C.
Las conferencias son el lugar de implementación del Acuerdo de París, con directrices que luego terminan bajando a las políticas nacionales que cada país adopta como prioridad.
La adaptación tiene muchas caras y la mayoría son cotidianas: ¿cómo será trabajar de repartidor en una ciudad cada vez más caliente? ¿Cómo evitamos que nuestros calefones se quemen ante la baja de la calidad del agua que deja de ser potable ante una crisis hídrica? ¿Cómo creamos un sistema de alertas que ayuden a reducir las muertes evitables ante una tormenta?
Todo esto tiene costos. Costos que deberían asumir los países desarrollados por su responsabilidad histórica ante la crisis. Y son costos que deben ser pagados con fondos, no con préstamos que deben pagar –otra vez– los países del Sur, que es lo que sucede hoy, de acuerdo con un informe de Oxfam titulado “Informe paralelo sobre financiación climática 2023” que analiza cómo los 100.000 millones de dólares comprometidos por los países de altos ingresos por año en los Acuerdos de Copenhague no se concretaron.
El karma de vivir al Sur
¿Qué se negocia entonces en la COP28?
La respuesta corta es dinero.
La respuesta larga es que en cada conferencia se tratan varios temas al mismo tiempo, pero en general suelen estar marcados por uno o dos que sobresalen. La última COP, celebrada en Egipto, por ejemplo, se vio marcada por una inédita victoria del llamado Sur Global (G77 + China) en forzar la mano de Estados Unidos y la Unión Europea para que terminen aceptando un fondo que compense por los daños y pérdidas que la crisis climática ya está creando.
Fue una victoria corta, para algunos, pírrica. En el primer día de las negociaciones de la COP28, la presidencia de Emiratos Árabes Unidos logró que se aprobaran los arreglos para decidir quiénes aportan y los criterios para decidir quiénes lo recibirán. Los países desarrollados quedaron “invitados” y no obligados a aportar, con algunos compromisos asumidos, por ejemplo, por la Unión Europea. Para peor, el fondo será gestionado por el Banco Mundial, un organismo con clara influencia de Estados Unidos y críticas demasiado recientes por no considerar el impacto de varios proyectos que financió.
Lo que empezó siendo un reclamo por compensar y asumir responsabilidades históricas terminó siendo un “fondo dañado y perdido”, según la organización latinoamericana Ruta del Clima. De acuerdo con la organización, “en la COP28 ha prevalecido la agenda del Norte Global de evitar rendir cuentas por el sufrimiento de millones”, decisión que “enmascara una postura colonial y poco ética” por la cual “los elementos mínimos de la dignidad humana” pueden ser “transaccionales en las negociaciones de la convención”.
Para peor, la letra pequeña agregada sobre el final por los países desarrollados en 2022 redujo a sólo “los países particularmente vulnerables” los posibles beneficiarios (la lista de cuáles serían esos países sigue sin estar clarificada). Negociar qué significa ser “particularmente vulnerable” puede romper el bloque que logró que se cree el fondo en 2022. América Latina juega además en desventaja debido a que, a diferencia de África, no negocia como un bloque unificado los intereses de la región.
Volver al fondo algo voluntario y no atado a la responsabilidad en las emisiones parece haber sido la solución salomónica que dejó satisfechos tanto a los países desarrollados como a India y China, que escaparon hasta ahora de cualquier obligación como contaminantes, debido a que no son considerados países desarrollados de acuerdo a los estándares creados en 1992.
El otro aspecto crucial es el llamado Balance Mundial, una especie de examen obligatorio de “cómo estamos” en relación con los objetivos del Acuerdo de París que se realizará por primera vez en la COP28.
Incluso este examen no está exento de la división entre el Norte y el Sur. De acuerdo con la periodista especializada Taís Gadea Lara, los países en vías de desarrollo esperan que el resultado del examen sirva para recomendar cómo mejorar las políticas y medidas adoptadas, mientras que algunos países desarrollados, que ya avizoran los resultados deficientes en su cancha, buscan que sólo sirvan de “guía”.
Las conferencias no son ajenas a las cercanías o disputas geopolíticas. En Egipto, Estados Unidos buscó romper el consenso sobre daños y pérdidas ofreciendo fondos específicos a los países africanos. La Unión Europea intentó que los fondos estuvieran sujetos a mayores compromisos de mitigación por parte de los países beneficiados, un requerimiento que luego trasladó a las nuevas cláusulas ambientales del Acuerdo Comercial con el Mercosur.
Y, por supuesto, se suma la delicada situación por el conflicto de Palestina e Israel, que no sólo tensa las relaciones entre estados sino dentro del movimiento climático en un contexto de mayor criminalización de la protesta.
Mientras activistas contra los combustibles fósiles son arrestados irregularmente en Inglaterra y se montan campañas de descrédito en Argentina, la organización de Fridays for Future en Alemania se distancia del movimiento global debido a las críticas de Greta Thunberg a Israel. En los pasillos de la Conferencia en Dubái aparecen revistas con las palabras “¡Alto el fuego ya!” impresas en la portada. Se trata nada menos que de la portada del informe diario de la principal red de organizaciones ambientales.
El caso de Uruguay
En el caso de Uruguay, aunque el país no suele destacarse por sí solo en las negociaciones, no significa que no tenga influencia. La imagen de “buen ejemplo” por la reducción de emisiones de metano de la ganadería es utilizada muchas veces para absolver a toda la región de sus responsabilidades o defender determinados modelos productivos.
En una entrevista realizada durante la COP27, el ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, Fernando Mattos, se refirió a que “el riesgo que empieza a surgir es un neoproteccionismo basado en temas ambientales”, al tiempo que defendía a la agricultura y la ganadería como “la única actividad productiva que captura carbono”. Fue en un evento del Instituto Interamericano de Cooperación de Agricultura donde el gobierno uruguayo presentó hallazgos de un trabajo llevado adelante por investigadores de la Universidad de la República sobre la captura de carbono en pasturas naturales del país.
Sin embargo, pronto estos hallazgos fueron utilizados por sus pares de Paraguay y Brasil para minimizar la deforestación en la Amazonia y el Chaco. Mattos también defendió allí la necesidad de apostar a “más herramientas biotecnológicas” para “evitar crisis alimentarias”. El discurso del ministro tiene ecos en la narrativa de los productores agrícolas, que ahora defienden el uso de agroquímicos como el glifosato con argumentos climáticos como que contribuye a la “agricultura regenerativa” o que su uso contribuye “a reducir la huella de carbono”.
En la COP28 también se debe votar cómo funcionará el nuevo mercado regulado de carbono. Hasta ahora, los mercados de carbono se encuentran regidos no por los estados, sino por organizaciones privadas como Verra. Estos mercados, llamados “voluntarios”, en teoría funcionan con una lógica de que el que contamina paga y el que cuida cobra. Sin embargo, numerosas investigaciones documentaron cómo en varios proyectos se falseaban datos, se violaban derechos de comunidades locales o cómo se terminaba impactando en la biodiversidad y recursos naturales. Por ejemplo, un juez este año debió cancelar los créditos de carbono de un proyecto en Colombia. La razón: se habían vendido en el mercado de carbono los bosques de un pueblo indígena sin que estos supieran.
Similar podría ser la situación de la papelera UPM en Fray Bentos. La planta de celulosa fue uno de los primeros proyectos en Uruguay en recibir dinero de los mercados de carbono voluntarios hace más de una década, pese a las sanciones locales por contaminación. Las reglas del mercado regulado buscan evitar situaciones similares en las que, en nombre de la lucha contra el cambio climático, se termine apoyando proyectos contaminantes o que no necesiten de ese dinero para existir.
El hecho de que América Latina no negocie en forma conjunta también juega en contra. Uruguay, por ejemplo, hace bloque con Argentina y Brasil en lo que se conoce como el grupo ABU. Un bloque al que se le suma Paraguay cuando se trata de agricultura.
El bloque había adelantado como prioridad la regulación de los mercados de carbono, en especial los mercados bilaterales, que les permitiría negociar directo con estados como Singapur la venta del carbono de los bosques y proyectos de energía renovable.
Primeros días: barreras arancelarias verdes
Ya en la conferencia, Uruguay compartió la posición de Argentina y de Brasil exigiendo una nueva meta de financiamiento para el cambio climático que esté “balanceado entre mitigación y adaptación” y “refleje los principios de responsabilidades comunes pero diferenciadas”. En otras palabras, que los países desarrollados pongan el dinero primero. Consultado vía pedido de acceso a información pública al respecto, el Ministerio del Ambiente también considera que Uruguay “otorga una relevancia a una producción agropecuaria cada vez más sostenible” y que “contemple a los ecosistemas naturales, la biodiversidad y el suelo”.
En el segundo día de la convención, Uruguay se sumó a Brasil firmando la “Declaración de Agricultura Sostenible” impulsada por Emiratos Árabes Unidos. Este acuerdo no es vinculante ni parte de las negociaciones reales, sino que es más una declaración de intenciones voluntaria. Aun así, reconoce el impacto de la agricultura en el cambio climático al mismo tiempo que aboga por “medidas de no discriminación” en los tratados de libre comercio, en lo que puede leerse como un modo diplomático de criticar las leyes antideforestación promovidas por la Unión Europea.
El documento no fue firmado por Argentina ni Paraguay. En el caso argentino, la cancillería del gobierno saliente de Alberto Fernández llegó con una carta consensuada con productores del agronegocio en la que rechaza “las medidas coercitivas” que “disfrazan en nombre del cambio climático” el proteccionismo en el comercio. La disputa de la Unión Europea con el Mercosur debido a las cláusulas ambientales en el tratado de libre comercio incluso amenazó con inmiscuirse en la agenda oficial del evento: con el apoyo de China e India, Brasil instó a la ONU a “considerar la preocupación” sobre estas “barreras arancelarias verdes”.
Para la diputada Martina Casás (Frente Amplio), el bloque debería ampliar más la mirada a temas como la crisis hídrica. “Cómo cuidamos el agua o cómo una regulación de una actividad productiva acá afecta a otro país. Si prohibís un monocultivo en Uruguay puede empeorar en Paraguay o Argentina”.
La diputada considera que, además de pedir ayuda internacional, en las Conferencias del Clima Uruguay y sus vecinos deben también considerar que tienen algo en común: “Mientras nosotros no nos vemos como región, esos países planifican su futuro con nosotros en su presupuesto”.
Maximiliano Manzoni, desde la COP28 en Dubái.