¿Es Danilo Astori depresivo o tiene alguna enfermedad grave? ¿Es Jorge Larrañaga golpeador de mujeres? ¿Qué tan dañada está la salud de José Mujica a sus 73 años? ¿Es Luis Alberto Lacalle alcohólico y mujeriego? ¿Cómo educó Juan María Bordaberry a su hijo Pedro en materia de convicciones democráticas y qué actitud tomó el candidato del Partido Colorado en los años de la restauración democrática? ¿Es Hugo de León homosexual? La vida política en Uruguay está rodeada de rumores, muchos de ellos falsos y malintencionados, que la prensa tiende simplemente a ignorar. De ser investigados, confirmados y ciertos, ninguno sería irrelevante. Todos serían publicables. La salud de los candidatos, sus convicciones democráticas, sus actividades fuera de la política e incluso su orientación sexual, no son datos menores. Sus actitudes en la vida diaria, sus influencias externas y sus valores como seres humanos nos importan a los votantes.

Ser presidente de la República no sólo tiene que ver con propuestas, proyectos e ideas. Tiene que ver con quién es la persona que va a ostentar la más alta responsabilidad política de un país.

Una foto publicada en tapa de la diaria el 29 de setiembre, del candidato blanco durmiendo durante un acto político de su hijo, generó comentarios de supuesta mala intención en algunos lectores.

Durante las elecciones internas, seguidores de Astori pusieron el grito en el cielo porque se difundió información sobre su paso por un CTI y sobre su salud en general.

Discrepo con que la información sobre la salud de Astori o la foto de Lacalle sesteando fueran periodísticamente inválidas. Todo lo contrario. Merecían una profundización.

La calidad de una democracia se garantiza con más y mejor información, no con menos. Si un candidato se duerme en un acto público, ¿no es lícito preguntarse por qué lo hace y si en el futuro se dormiría también en su despacho? ¿No es importante conocer a la perfección el historial médico, físico y mental de candidatos con un promedio de más de 60 años? A menudo los periodistas uruguayos somos involuntarios receptores de información “privilegiada” que ocultamos o escatimamos al lector. Respetamos así una tradición vernácula según la cual todo lo que las figuras públicas consideran privado se mantiene en secreto. Comentamos los rumores en corrillos y salas de espera, reímos en tertulias y charlas de boliche. Pero no los investigamos.

Allí quedan, en el simple rumor dañino, en el comentario a algún amigo de confianza o en la charla con el taxista.

Lejos estamos de la tradición sajona, que realiza severas autopsias del presente, pasado y futuro de cada candidato. De la vida pública y privada, de sus afectos y pasiones, de sus deslices y tropiezos, triunfos y derrotas, sueños y despertares. Una tradición que desglosa sus ideas sobre la familia, sobre la sexualidad, sobre el dinero, sobre las distintas instituciones de la sociedad. Conocen al detalle su estado de salud, sus torceduras de tobillo y sus problemas de insomnio. Averiguan sobre los cómo, los dónde, los quién, los con quién, los cuándo, los qué y, sobre todo, los por qué.

Aquí compramos el discurso oficial y decimos que la vida privada de las figuras de relieve debe manejarse con gran discreción.

Pero no aplicamos el mismo criterio al informar sobre los anónimos protagonistas, por ejemplo, de la crónica roja. Los medios narran, con lujo de detalle, fotos y video, crímenes pasionales, problemas de familia y de salud de aquellos que nada tienen o poco les importan.

Los Don Nadie carecen de vida privada.

No es fácil ser aspirante a la Presidencia, pero nadie es obligado a ser candidato. Postularse implica responsabilidades y costos: entre ellos, una vida menos privada.

Pero no porque eso “venda”. No porque se trate de perjudicar o beneficiar a alguien. No porque tal vez exista algún morbo especial sobre esos temas. Simplemente porque la gente tiene derecho a conocer profundamente a sus representantes y líderes.

En una democracia representativa y mediática como la que vivimos, los ciudadanos acceden a algo semejante al “ágora” de la antigua democracia ateniense mediante la prensa, la radio, la televisión e internet. Allí se procesan debates y las personas pueden conocer a quienes quieren representarlas. En sociedades complejas como las actuales, ese conocimiento debe tener la mayor profundidad posible. No sólo la faceta que cada candidato quiera mostrar, sino todas las que puedan ser relevantes. Hay que digerirle al ciudadano todos los elementos de la vida y obra de sus líderes, presentarle distintos aspectos de cada uno de ellos en toda su dimensión y complejidad. Escatimar información es simplemente empobrecer la democracia.