El trabajo surgió a impulsos del Ministerio de Desarrollo Social (Mides), del Ministerio del Interior (MI), fundamentalmente de programas como Infamilia, y del Inju, así como de los funcionarios técnicos de las Mesas de Convivencia de Seguridad Ciudadana. La investigación contó con el financiamiento del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en el marco del Proyecto de Fortalecimiento Institucional del MI. Fraiman explicó que cuando comenzaron el trabajo, la inseguridad aparecía como tema recurrente y el joven “latero” o “pastabasero” (en otras palabras, el “joven pobre delincuente”) aparecía como sujeto de todas las culpas.

Para su estudio y trabajo de campo, los investigadores eligieron las zonas de Malvín y Malvín Norte, un barrio que tiene una identidad solamente nominal y permite rastrear todas las clases sociales de Uruguay. “Malvín tiene una identidad juvenil y de clase media, relacionada a la playa a los clubes de básquetbol; por eso nos pareció ideal para abordar la problemática de los jóvenes y el delito”, dijo Fraiman. “Además, allí no hay una segregación social a priori, es un lugar a pocos minutos del centro”, agregó Rossal.

El estudio consistió en indagar en los espacios públicos, las plazas, las playas, las calles, los bares, el entorno de los liceos. Las hipótesis iniciales se vinculaban con una reproblematización del tema: “Para empezar lo entendemos como una asociación discursiva. Nosotros no creemos que haya que pensar las cosas de esa manera, que haya que igualar al joven que consume pasta base con un delincuente. De hecho no hay nada en nuestras investigaciones que nos lleve a realizar esa comparación. Por otro lado, hay muchos trabajos en la región que desligan la violencia estructural, la desigualdad de la violencia delictiva, como si se tratara de alguna cuestión casi cultural”, dijo Fraiman.

En ese sentido, agregó que “si uno construye mal un problema evidentemente las soluciones van a ser malas”, y, por otro lado, hay que tener cuidado cuando uno genera “un sujeto colectivo” y lo caracteriza como un problema. “Yo puedo creer que los jóvenes lateros uruguayos tienen problemas, pero creer que son un problema me habilita a una búsqueda de solución para una población particular y ahí vienen todos los esencialismos, las represiones y los fascismos. Uno escucha a ciertos vecinos conservadores y dicen que habría que matarlos a todos, cualquier bestialidad”, agregó.

Rossal explicó que “confundir la desigualdad en capital cultural con una cultura supuestamente otra equivale a habilitar la reproducción de la desigualdad. Lo mismo pasa cuando se habla de cultura juvenil y se cree que los profesores no son comprendidos porque están frente a otra cultura: eso exculpa la incapacidad de transmitir conocimientos que son necesarios para la vida de nuestra sociedad”.

Para Fraiman, durante años, la desacreditación del marxismo como teoría social llevó a que se dejara de lado la relación entre violencia y desigualdad estructural. “En el libro intentamos ver cómo se conforma esa asociación discursiva y en ese sentido vemos múltiples violencias, incluso violencias que resultan de efectos no deseados de políticas públicas, como ciertos efectos de políticas de descentralización de la Intendencia Municipal de Montevideo que han intentado generar una ciudadanía más concreta, un ciudadano de carne y hueso, y ese ciudadano ha sido el vecino”.

A su entender, la identidad del “vecino” conlleva un problema que no es menor: su extensión es menor a la de ciudadano porque excluye a los que no son propietarios. “Uno escucha en los barrios que los que no pagan la luz ni los impuestos no son vecinos, en definitiva, lo mismo que los jóvenes. De modo que en algún aspecto el concepto del vecino termina siendo reaccionario”.

Rossal dijo que efectivamente “hay chorros y dificultades de convivencia en relación con el delito menor, que siendo cotidiano es muy molesto y lleva a asociaciones complicadas a la hora de hacer una política de seguridad y convivencia buena, reflexionada y participativa, y resulta que tenés grupos humanos que terminan reproduciendo los discursos más horrendos acerca de la seguridad”.

También encontraron liceos con servicios 222 que pretendían dejar afuera a gente que había sido echada y deambulaba por las inmediaciones, y desde otro punto de vista uno diría que a esa población hay que reclutarla. “En eso influyen mucho los cargos directivos en cada liceo, no hay un patrón semejante en los liceos. En unos hay un cuidado en la matrícula, se fijan de dónde vienen los gurises, porque antes el liceo de Malvín tenía sólo población de Malvín y ahora tiene de La Cruz de Carrasco. Uno se encuentra todo tipo de discursos que no hacen más que reproducir la desigualdad”.

Rossal advirtió que hay una falencia en cuanto a la voz de los jóvenes. “En los liceos no hay un espacio que recoja esas voces, los derechos de los jóvenes no sólo son avasallados sino que además son transformados en una alteridad radical, en ‘estos chiquilines, que no entienden nada’. Y cuando uno habla con los chiquilines ve que son gente más razonable y parecida a nosotros de lo que pareciera ser en boca de algunos de los profesores”, dijo.

“Si creemos que el consumidor de pasta base tiene una trayectoria obligada hacia la delincuencia estamos absolutamente equivocados. Sí podemos decir que el consumo abusivo de pasta base podría llevarnos a la marginalidad”, concluyeron los antropólogos.