En horas de la tarde de ayer la consigna de todos los clientes era retirarse de la relojería con la tarjeta personal de Arturo. Allí figura el número de celular, lo que le permitirá continuar trabajando cada vez que lo desee; cuando quiera desconectarse del mundo simplemente apagará el teléfono, y que los clientes le dejen un mensaje. A partir de ahora su vida será sin horarios que cumplir y sin entregas a corto plazo.

“¡Esto es como La Biblia!, exclamó una de las primeras clientas que llegó ayer mientras la diaria visitaba la relojería. Seguidamente aclaró a todos los presentes: "Yo justo iba a traer un reloj de mi madre, todo de oro, hasta los tornillitos de oro. Yo a cualquiera no le voy a dar el reloj, se lo voy a llevar a Arturo, punto, chau y a otra cosa; si no me lo guardo roto".

Mientras la señora hablaba e invocaba recuerdos de la relojería del barrio, Arturo buscaba el reloj; según la descripción dada era de metal, chico, de dama, con armazón rectangular, a nombre de Silva. Miró sus apuntes, buscó en dos libretitas escritas a mano, pero no dio con la pieza. Le pidió que pasara hoy de mañana, pensó que por la mudanza que está emprendiendo se había llevado el reloj a su casa. Quedó pensativo por un rato, pero no le dio mucho tiempo para seguir pensando porque inmediatamente entró otro cliente. La mujer se fue agradeciendo la buena disposición de Arturo y antes le dejó sus datos por si aparecía en el correr de la tarde. Con un pie en la calle le deseó buena suerte y reconoció: "Es una alegría y un honor haberlo conocido". Minutos después llegó a la relojería un hombre alto que se presentó como Silva. Preguntó si su esposa ya había retirado el reloj, el cual podía estar a nombre de Silva o de María Rosa. En ese momento Arturo comprendió que el reloj estaba a nombre de María Rosa, no de Silva. Tomó nota de esos datos pero no volvió a buscar; se comprometió a entregar el reloj en la presente jornada. El cliente también se mostró afectuoso y agradecido; le recordó que se conocían desde hacía 50 años, puesto que habían sido vecinos en el barrio Pocitos.

Tardes de filosofía

Este intercambio con los clientes es lo que justamente Arturo más valora y va a extrañar desde ahora.

"Me da mucha cosa cerrar porque mis clientes, más que clientes, son amigos. Uno, estando tanto tiempo en el barrio, los conoce, vienen a charlar, hablamos un poco de música -porque saben que escucho siempre el SODRE-, hablamos de política, poco porque no me gusta hablar de política, en fin, de la vida. Hacemos un poco de filosofía", dijo con su tono de voz suave y pausado.

Consultado por su oficio y sobre qué es lo más lindo que éste le da, también hizo referencia a los clientes, más específicamente, el cariño que éstos le dan. Aunque sabe que el cariño es privilegio exclusivo y no algo de lo que gozan todos los comerciantes.

De distintas formas le han manifestado su aprecio. Ayer la jornada fue bien variada. Una señora se puso a llorar al enterarse de la noticia, otra lo besuqueó, tanto que Arturo reconoció que su esposa se hubiera puesto celosa. Pero también hubo de los otros clientes, de los que le recriminaban que iba a cerrar y que ya no hay nadie que sepa arreglar bien los relojes. Con comentarios como: "Si es lo que usted quiere...”; "nos abandona"; “¿a quién le vamos a confiar nuestros relojes?, ¿Eh? ¡Un mago únicamente puede contestar esa pregunta!”, le recriminaban y le hacían sentir un poco de culpa.

Algo de verdad hay en los reclamos que le hicieron sus clientes. Como tantos otros oficios, la tarea de arreglar relojes está en extinción. Los buenos relojes, también, puesto que cada vez son de peor calidad y más descartables. El paso del tiempo y el cambio en los hábitos de las personas derivó en el cierre de la relojería que tal como exclamó una de las últimas clientas que entró: “¿Cómo que cierra?, ¡si es toda una institución!”.

Pequeñas mañas

En la década del 40 se formó como relojero. Aprendió el oficio mirando y practicando; trabajando gratis pagando derecho de piso. Cuando terminó la etapa de instrucción empezó a trabajar como relojero en Campos, “una antigua tienda de gran prestigio”, contó. Con los años se independizó, aunque no fue tarea fácil porque su jefe no lo dejaba renunciar, para retenerlo le subía el sueldo.

Hace algunos años Arturo empezó a trabajar menos horas, cierra para la hora de la siesta y espera a sus clientes hasta las 18.00, mientras que antes lo hacía hasta las 19.00. La mayoría cae a última hora, “justo cuando yo me quiero ir”. Igualmente los recibe con amabilidad.

También dejó de reparar relojes grandes, esos antiguos de madera, muchas veces hechos a mano, por lo que son piezas únicas. “Con los relojes de pared ya no puedo, se precisa mucha fuerza para arreglarlos”. Ya sea para desarmarlo o para reparar las anchas cuerdas de acero.

Únicamente trabaja con relojes chicos: pulseras, de sobremesa, despertadores. En su taller recibe relojes de los buenos y de los otros. “Al principio rechazaba los chinos, pero después ya no. ¿Qué iba a hacer?”, dijo insinuando que se hubiera quedado sin trabajo. “Ahora, hay que reconocer que los chinos se han superado. Tienen categoría A, B y C. La A es excelente”, agregó. Al conversar con él es fácil percibir que le cuesta disimular su enojo cuando los clientes llegan con un reloj al que se le metió agua. “Hay relojes y relojes, hay dueños y dueños. Algunos los cuidan mucho pero a veces me los traen re llenos de agua y dicen ‘ah me duché con él’. Le digo: ‘¿pero usted no se saca la ropa para bañarse?’. ‘Sí’, me responden, ‘pero qué tiene que ver, el reloj no’. Yo me pregunto ‘¿qué hace la persona? ¡enjabonar el reloj!’”. Sin duda eso lo indigna, lo contó con mucha seriedad y asombro por los descuidos de las personas puesto que para él se trata de un prenda de vestir, tan importante como cualquier otra. Aunque contó que sin siquiera llegar a su casa, se quita el reloj y lo deja “por ahí”. También reconoció tener un reloj chino colgado en una casita en la playa. Tiene forma de timón, se lo dejó un cliente hace 12 años y a los siete de estar inutilizado decidió llevárselo del taller. “Todo el timón parece de maderas pero es de plástico; a los años me lo llevé y dije que cuando lo quiera se lo devolveré”, dijo riéndose.

Éste no fue ni el primero ni el último cliente que dejó un reloj durante años. “Si los conozco: sé dónde viven, los llamo y los vienen a buscar, pero la gente se olvida, incluso de los relojes de valor”.

Para Arturo los relojes son especiales, son una compañía; le gusta escuchar cómo corren suavemente las agujas en los ratos de silencio, mientras lee un buen libro, por ejemplo. También disfruta al escuchar las campanadas que dan los relojes antiguos anunciando el paso del tiempo y recordando que el tiempo no para.