Todos los 2 de febrero, cuando se celebra el Día de Iemanjá, los bañistas de la playa Ramírez se mezclan con cientos de fieles y devotos de la madre de los oceános y protectora de los navegantes, según reza el culto afroumbandista. En una de las bajadas a la playa, próxima a la zona de los Lagartos, una mujer y dos hombres improvisan un terreiro, un templo o congal, según explica Verónica, del templo de Esteban Salles. A eso de las 14.30 el cielo está encapotado de nubes que amenazan estropear la celebración, y la arena pega fuerte en la cara. El agua, en cambio, está particularmente calma, con esa calma que antecede a las tormentas. Por todos lados se ven barcos celestes y blancos -los colores de la diosa del mar- que esperan recostados en la arena o los muros a ser llenados con las ofrendas que reciba en su día para luego ser enviados al mar. Verónica explica que para los creyentes es un día “para pedir sus deseos, ofrendar y también para agradecer”.
Una de las actividades que comenzarán a realizar una vez instalado el templo se llama Caboclo y tiene que ver con la llegada de entidades de bahianos y africanos negros que murieron siendo jóvenes esclavos y llegan para traer alegría y diversión y dar la caridad a las personas. La caridad -cuenta Verónica- es una suerte de pase o santiguado en el que la gente pregunta por sus problemas, por lo que siente y por lo que quiere. Según los afroumbandistas, éste es el año de la diosa del mar, que simboliza a la madre y está vinculada al cuidado, el cariño y la protección. También al agua en movimiento, por eso ellos creen que en 2010 habrá más inundaciones y eso dicen a quien lo quiera escuchar.
En Uruguay, 0,6% de la población (unos 18.000 uruguayos) se identifica con el culto afroumbandista, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) relativos a la preferencia religiosa. El 60% se concentra en Montevideo. El culto ha sido vinculado a las clases más bajas de la población.
Rodeado de cañas que delimitan el terreno, hay un representante del templo Bará que literalmente se sentó a marcar territorio y esperar que lleguen los suyos mientras se come una milanesa. Al parecer hay mucha competencia por obtener los lugares en la arena.
El borde del agua está sucio y tiene un tono verdoso que lo hace parecer atestado de cianobacterias. Pero en realidad se trata del material esponjoso verde que se utiliza para dar porte a las flores, que está desintegrado y hecho una pasta en la orilla. También hay sandías, uvas, claveles, rosas, restos de velas y hasta una desdichada gallina muerta. A las tres de la tarde, con el calor, la gente, especialmente los niños, igual se mete al agua.
Este año la Federación Afroumbandista hizo hincapié en que las ofrendas no deben convertirse en basura al día siguiente, pero todavía se hace difícil visualizar a las mães y los pais con escobas después de la festividad.
Una pareja de veteranos se acerca con espléndidos ramos de rosas rojas. Hay otro terreiro delimitado por caños: parece que el toldo está en camino. Allí un grupo toca el tambor y las maracas y canta algo indescifrable. La que sostiene y hace sonar la campanita tiene tatuado en el brazo “Lilián y Julio”. Este templo se llama Centro de Luz y allí ya empezaron a santiguar a todo el que se acerque y quiera unos pases. Una mujer se encarga de tocarles la frente y hablarles mientras los sostiene de la nuca. Hay una alfombra roja repleta de ajos por la que los fieles desfilarán hasta el mar con sus ofrendas próximos a la medianoche. Al lado está Ulises de Oxalá repleto de pulseras, colgantes y anillos. Él es un babalorixá, alguien que ha formado a mães y pais -o hijos de la religión- y tiene cuatro templos, incluido uno en Punta del Este, dice con aire satisfecho. Sobre su mesa hay una botella de Johnnie Walker que le trajo una pareja a modo de agradecimiento. Para él éste es “un día de gloria”, de “carga de energía” y de “sacar para afuera lo que uno sabe”. Unos minutos de charla y el babalorixá no para de contar las enfermedades que sanó cuando los médicos ya no podían hacer nada. Me voy lo antes que puedo y desde lejos lo veo santiguando a una mujer: “corta, saca, quebra”, dice a toda voz mientras la toma de los brazos y se los sacude con fuerza. No sé si los pases son a voluntad, o si hay un arancel fijo, pero la mujer saca de su cartera unos billetes de 20 pesos y se los da a una hija de la religión. Una argentina que anda por allí curiosea, igual que yo, sorprendida de que el rito exceda al gueto. “Yo en Buenos Aires no bailo tango”, me dice como para establecer una comparación.
En el Primer Santuario Amanecer realizan los pases en distintas etapas. Una persona les pasa algo por el cuerpo, otra les besa la mano, los vuelven a frotar, les dan una estampita y tienen que meter el dedo en un pote de miel o mermelada.
Es de esperar que en el correr de la tarde y la noche lleguen a la playa miles de personas. Los comerciantes lo saben y se han instalado en los alrededores rodeando el Parque Rodó con toda clase de objetos alusivos y no tanto. Los vendedores vienen del Cerrito de la Victoria, de Puntas de Manga, Colón y otros barrios. Ofrecen jabones perfumados a 30 pesos, velas, estrellitas de cartón con caracoles, cerámicas con la imagen de Cristo, tortas fritas, flores de plástico y naturales, bolsos, sombreros, bijou, bolas de fraile, agua caliente, collares, broches, amatistas, botellas pintadas con la imagen de Iemanjá, pollitos de peluche, merengues a tres por diez, chorizos, chalinas, estatuas que pueden costar 35 o 1.500 pesos, según el tamaño, peines y perfumes truchos, tortugas salvavidas inflables y amansalocos. Hay de todo en la viña de la diosa que tiene su día y su feria, que cada año es un poco más extensa.