Un país es su gente. En el caso de Uruguay, tres millones de personas. Para las cuestiones políticas es preciso elegir representantes, pues no entran dos millones de adultos en el Palacio Legislativo y la banda presidencial se haría flecos al pasarla de hombro en hombro. Por eso se recurre a un procedimiento de aceptación bastante universal: votar, una de las cláusulas más copadas del viejo y querido contrato social.

La cosa no es tan sencilla en otros planos. Cierta sabiduría convencional indica que el público de un país se siente, en general, representado por aquellos artistas, científicos, pensadores, deportistas y etcéteras con logros destacados dentro y fuera de fronteras. Que éstos encarnen una supuesta y arquetípica uruguayidad es otro cantar, aunque ese misterio llamado nación le asigna al uruguayo más tronco, al más ignorante y al de gusto menos cultivado el pleno derecho a festejar como suyos un campeonato mundial, un premio Nobel o un Oscar. Ese tipo de logros no hace un país mejor, pero le suma unos grados centígrados de felicidad.

Por otra parte, determinar, sin que medie la voluntad de la ciudadanía ejercida en las urnas, quiénes personificarán a la nación resulta más intrascendente para el destino colectivo que elegir representantes políticos, y también más incierto. Eso no impide al director técnico de la selección de fútbol, al Sábado Show, a los Graffiti, a la Organización Miss Uruguay y a la Junta Departamental de Montevideo buscar a los mejores, aquellos a los que se asignará el diploma de tales. Es imposible saber si dan o no en el blanco, y tampoco importa mucho. De algún modo inefable, el logro personal o grupal se torna masivo, como un faro ilumina las leves ondulaciones sobre las cuales se erige.

Lo indiscutible es que el presidente de la República, en su carácter de jefe de Estado, ejerce la representación de la nación uruguaya ante el mundo. Es una de sus tareas. Es habitual que todos los setiembres asista a la Asamblea General de la ONU, por ejemplo, o a algunos partidos organizados por la FIFA. No es un privilegio. La ciudadanía lo elige para gobernar, y además para que la represente. Es incluso sano tenerlo en cuenta al votar: esa cara en la lista es la que enfocarán las cámaras y verán millones de televidentes. Las palabras que pronuncie serán reproducidas, transcriptas, traducidas y publicadas por medios de prensa de todo el planeta.

En caso de que la Selección Uruguaya de Fútbol derrote a Ghana esta tarde, el presidente José Mujica no podrá asistir a las instancias finales de la Copa del Mundo en Sudáfrica por razones de salud. Lo lógico es que en esa circunstancia lo sustituya el vicepresidente Danilo Astori. Sin embargo, al ministro Héctor Lescano se le ocurrió que podría viajar una delegación integrada por miembros de los cuatro partidos con presencia en el Parlamento y figuras del arte y el deporte. La idea, desechada en cuestión de horas, responde a buenas intenciones, pero tiene fallas. El problema no es de plata: suena razonable que el Estado corra con los gastos que requiere su representación, si bien el propio Lescano explicó que cada delegado se habría pagado el paseo de su propio bolsillo. El problema es quién ejerce esa función, y los malentendidos se originan en la dictadura y en el modo en que Uruguay salió de ella hace ya 25 años.

El régimen cívico-militar usó la pasión futbolera en un intento por consolidarse ante la ciudadanía. No le salió bien: pocos meses después del triunfo de la selección uruguaya en el “Mundialito” de 1980, fue derrotado en plebiscito un proyecto de reforma constitucional que lo habría perpetuado. Además, apeló a la exclusión perversa de quienes se le oponían. La restauración de la democracia fue posible por una acumulación de fuerzas que desactivó esas exclusiones. En un cuarto de siglo, el entonces proscripto y ahora gobernante Frente Amplio no ha logrado librarse de los escrúpulos que lo llevan a cuidarse de que lo vean aprovechando éxitos deportivos, y a creer incompleta cualquier representación del Estado que no sea “multipartidaria” y “multisectorial”. Parece que no hay Uruguay si no están el oficialismo, la oposición, los movimientos sociales, el tango, la milonga, el candombe, la murga y el rocanrol.

Mientras en política se juega a la virtualidad de la inclusión, persisten exclusiones reales, entre otras el grosero déficit de representatividad femenina en los tres poderes del Estado. Ésos son vacíos, no lo de Sudáfrica. Si no va el presidente, que vaya el vice, o un ministro. Un puñado más de voces no sumará muchos decibeles a los cánticos del millar de hinchas que hoy enronquecerán en la tribuna. Los representantes que importan, esos 23 faros que alumbran a tres millones, ya están en la cancha.