De riachuelo a arroyo
En un plano realizado por Domingo Petrarca en 1719 el arroyo se menciona como “Riachuelo de Agua Dulze” y “Río Dulze” en otro plano de 1724. En 1727 un documento lo nombra por primera vez como “Arroyo de los Migueletes”, como se denominaba en España a los cuerpos de voluntarios improvisados para la guerra. En el caso del curso de agua montevideano, el nombre que conserva hasta hoy hace referencia a uno de los migueletes de la armada española que luchaban contra los portugueses desde sus orillas.
A medida que avanza General Flores, el centro de la capital se desdibuja. A ambos lados de la avenida se abren paso barrios de casas bajas. Cada vez hay menos edificios. Por la avenida Pedro de Mendoza hacia el norte, el cemento empieza a cederle espacio a la tierra. Casas con jardines cuidados, algunas con pequeñas huertas y quintas. Las extensiones dedicadas a la plantación de frutales son cada vez más grandes, igualmente prolijas. Los surcos de tierra carpida, la poda en serie y las ramas desnudas forman hileras perfectas, de ésas que al terminar generan un efecto de movimiento cuadro a cuadro. El paisaje se completa con inusuales vistas de la ciudad a lo lejos.
Se trata del área rural que recorre el arroyo y va desde su nacimiento en la cuchilla Pereira hasta el camino Carlos A López, atravesando los barrios Manga, Ferrocarril, Colón y Pueblo Abayubá. “Es una zona de grandes valores paisajísticos, por su topografía, vegetación y vistas sobre la ciudad, especialmente apta para usos turísticos y recreativos”, describe el Plan de Saneamiento de Montevideo. Justo en el límite departamental entre Montevideo y Canelones, el arroyo nace en las inmediaciones del cruce entre Pedro de Mendoza y camino Uruguay.
Tierra de nadie
A medida que el Miguelete se interna en la ciudad, el contexto rural va cediendo espacio a los asentamientos establecidos en sus márgenes, de manera casi ininterrumpida, desde Instrucciones hasta bulevar Batlle y Ordóñez.
Caminando unos 500 metros desde Instrucciones por bulevar Aparicio Saravia, un puente indica el cruce del curso de agua. Un hombre traslada una carretilla con leña que acaba de juntar en la ribera. La madera servirá de combustible para un fuego que calentará algo para reparar motores, según intenta detallar su confuso discurso, obstaculizado por su evidente desconfianza y por un cigarro armado que permanece pegada en su labio inferior durante el breve intercambio.
La sensación de inseguridad y alerta crece inevitablemente. El Miguelete atraviesa el barrio 40 Semanas y desde abajo del puente emerge la primera pipa de pasta base, el primer pastero o latero que, dosis en mano, brinda algunas indicaciones sobre el contexto: “En el arroyo hay de todo, pedazos de autos, caballos muertos, cirujas y pasteros”, dice con ojos que no ven.
A unos cien metros, un infinito paredón rojo y algunas chimeneas delatan la cercanía del Cementerio del Norte. El arroyo bordea el límite oeste del camposanto, que además está atravesado por uno de sus principales afluentes, la cañada Casavalle. Al ingresar por el portón que da a Aparicio Saravia, la sensación de inseguridad cede y llega casi a las antípodas, a bordo de un simpático camioncito de locomoción interna del cementerio, conducido por Julio Figueredo, capataz general del lugar y funcionario desde hace 33 años.
Figueredo atraviesa el lugar como si se tratase de su barrio. Frena el vehículo, activa una palanca que baja y sube la plataforma delantera donde traslada a los cronistas de la diaria y devela con orgullo la información que ha ido obteniendo durante su extensa estadía en el lugar. Al llegar al muro perimetral, vuelve a detener su vehículo, baja la plataforma y dice: “En 1977, cuando yo empecé a trabajar acá, estos terrenos eran mucho más bajos. Cuando el arroyo crecía se desbordaba y el agua entraba arrastrando todo lo que encontraba a su paso. Después, estas tierras se rellenaron con los escombros de la cárcel de Punta Carretas y se construyó el muro”.
Figueredo se despide cerca del portón que da hacia José María Silva, asegurando que el puente sobre esa avenida ofrecerá vistas hacia ambos lados del arroyo. Atrás queda el cementerio; adelante, la realidad devastadora.
La sensación de inseguridad y alerta se vuelve a instalar. Vuelven las pipas de pasta base, los lateros. Las orillas están chorreadas de residuos sólidos, el panorama parece el fin del mundo de una película de ciencia-ficción futurista. Sin embargo, el agua del arroyo no está estancada ni turbia, corre y se puede ver el fondo.
Volver al pasado
La siguiente escala marca un cambio significativo. El bulevar Batlle y Ordóñez inaugura un Miguelete que parece menos tierra de nadie y más de todos, con riberas parquizadas, madres que pasean coches con bebés, abuelos que juegan con sus nietos.
Leonel Brites tiene 63 años, vive en el barrio desde que nació, es pintor de letras y mientras se toma un recreo entre su trabajo y la clase de natación de su hijo adolescente confiesa que uno de los momentos más particulares del arroyo son los días de mucha lluvia. “Se pone feroz, ruge”, asegura, y se entrega a recordar los años mozos del Miguelete: “Yo aprendí a nadar acá hace 50 años, he visto su evolución en todo este tiempo. Ahora nos alegramos porque volvieron las garzas, es una buena señal”.
El escenario es el parque lineal que fue inaugurado en 2008 y constituye un verdadero pivote del arroyo. Las obras realizadas por la Intendencia de Montevideo sobre la margen derecha incluyeron el traslado y realejo de las 300 familias que conformaban el asentamiento 25 de Agosto, la construcción de caminería y ciclovías, la plantación de diferentes especies de árboles, la instalación de luminarias, bancos, juegos infantiles y hasta una cancha de bochas propuesta por los vecinos en el Presupuesto Participativo.
Las cinco hectáreas de parque están ubicadas en el tramo central del Miguelete en su trayecto urbano. El Plan de Saneamiento de Montevideo ubica allí la zona de Aires Puros, que “por sus características topográficas presenta una de las mejores vistas a lo largo del recorrido”.
Años mozos
Mucho más atrás en el tiempo, el gobernador Bruno Mauricio Zabala acordó la concesión gratuita de tierras, ganado y herramientas a los futuros habitantes de 37 chacras ubicadas sobre la costa del arroyo a la altura del Prado. Sucedió en agosto de 1727 y el capitán Pedro Millán se encargó de repartir los lotes, especialmente elegidos por la buena labranza y el fácil regadío de sus tierras.
Una operación similar se repitió el 18 de enero de 1730, cuando se entregaron 84 terrenos más. En pocos años la ciudad experimentó las consecuencias de la exitosa estrategia para poblar la zona, que se convirtió en la proveedora de frutas, granos, verduras, legumbres y otros cultivos demandados por la creciente población de la ciudad.
El tramo final del arroyo, que va desde Agraciada hasta su desembocadura en la bahía, fue un paseo obligado de la aristocracia montevideana. Muchos tenían allí sus casas de veraneo. Allí aprendían a nadar, tomaban refrescantes baños en verano, paseaban en bote, pescaban, practicaban toda clase de deportes acuáticos y hacían picnic bajo los sauces de sus orillas.
Aun hoy quedan rastros del esplendor vegetal que rodea al Miguelete a la altura del Prado, que nació como un jardín exótico y extravagante, construido por el francés José de Buschental para conquistar a su amada esposa, María da Gloria Sorocaba, nieta del emperador de Brasil. Cuenta la historia que recién tras la muerte de Buschental, en 1870, la princesa imperial conoció su pequeño edén.
Antes de mezclarse con el Río de la Plata, en la margen izquierda del arroyo, más exactamente en la intersección de la rambla Sudamericana y la calle República Francesa, hacia 1787 se levantó una construcción conocida como Caserío de los Negros, donde miles de esclavos provenientes de África y Brasil eran sometidos a la cuarentena.
Hacia 1837, en la misma zona y también sobre la margen izquierda del arroyo, el inmigrante italiano que le dio nombre al barrio de Capurro construyó una quinta y morada familiar bautizada La Meca, con un amplio frente sobre la bahía.
Hoy el arroyo abandona la ciudad en medio de un oxidado paisaje industrial. Tras los paredones de una fábrica textil en desuso asoma un depósito de autos abandonados y el aspecto espacial de la refinería de ANCAP corona el final del recorrido.