Se discute si el refrán menciona las barbas o las bardas (los cercos) del vecino, pero sea como fuere aconseja que, si uno las ve arder, debe poner las suyas en remojo. En Cuba, donde el presidente se sigue apellidando Castro pero ya no tiene barbas, sino apenas un escaso bigote, hay bardas que van cayendo, como antes otros muros. Aquí, lejos geográficamente pero en cercana vecindad ideológica, muchos militantes sindicales y políticos sienten olor a humo.
El gobierno cubano acaba de anunciar que se propone prescindir de medio millón de empleados públicos, a partir de un diagnóstico que identificó carencias de productividad, disciplina y eficiencia. La Central de Trabajadores de Cuba (CTC), alineada con el oficialismo, asume que el Estado “no puede ni debe continuar manteniendo empresas, entidades productivas, de servicios y presupuestadas con plantillas infladas, y pérdidas que lastran la economía, resultan contraproducentes, generan malos hábitos y deforman la conducta de los trabajadores”. Aquí muchos sindicalistas del sector estatal actúan como si ese diagnóstico no fuera aplicable en Uruguay, y miran con hostilidad cualquier iniciativa de reforma del Estado. Si la CTC no fuera lo que es, probablemente la clasificarían como “neoliberal”.
Este contrapunto de realidades puede ser motivo de regocijo para las derechas y poner en aprietos a las izquierdas más apegadas a la ortodoxia de hace décadas, pero eso no basta para comprender lo que significan las actuales polémicas dentro del PIT-CNT sobre la relación con el gobierno frenteamplista.
La cuestión de fondo no es la existencia de tendencias oficialistas. En Uruguay sigue vigente una rica y sana tradición de sindicalismo con autonomía del Estado y de los partidos: aun con militantes vinculados, en su enorme mayoría, a sectores de izquierda, los trabajadores organizados han sido capaces de razonar y actuar desde su inserción social. Basta comparar nuestra realidad con la argentina para ver en qué medida eso es cierto. Y, mal que les pese a muchos “radicales”, el hecho de que en nuestro país no se considere aceptable, como en Cuba, un sindicalismo alineado con el gobierno habla de una diferencia en materia de libertades y en la comprensión, desde las izquierdas, de lo que valen las libertades.
El problema es cómo se entiende y para qué se ejerce la autonomía. Resulta natural y legítimo que los sindicatos defiendan los intereses de los trabajadores, y la acusación de “corporativismo”, tan de moda, no alude a esa función obvia sino a otra cosa.
La matriz histórica del movimiento sindical uruguayo tiene profundas raíces en una teoría y una práctica que, al definir cuál es el interés de los trabajadores, no se quedaron en el marco estrecho de sus necesidades inmediatas, sino que plantearon un horizonte de cambios sociales profundos, y buscaron amplias alianzas detrás de un programa para todo el país. Asumieron que lo bueno para todos los trabajadores tenía prioridad sobre lo bueno para algunos de ellos, y se identificaba con lo bueno para toda la sociedad. Buscaron comprender los problemas del país y defender soluciones nacionales. Se hicieron cargo de problemas ajenos, y ubicaron sus reclamos en el marco de esa visión estratégica. Eso es lo que está faltando.