Uruguay es un país que se piensa a sí mismo como “país sin indios.” La imagen que predomina —y que el Estado ha contribuido a construir— es la de una sociedad conformada por gran número de ciudadanos de ascendencia europea, con valores occidentales y vocación cosmopolita. Durante décadas, las narrativas de la Nación han ido relegando a los indígenas a un papel meramente decorativo y distante, a un elemento casi exótico en la historia del país. El éxito del discurso que declara la extinción de los indígenas, promovido por los aparatos de reproducción ideológica del Estado mediante textos de educación primaria y secundaria, y de maestros y profesores influidos por libros de divulgación que pasan por científicos, es casi total. El mito que postula que Tacuabé, Vaimaca Pirú, Guyunusa y Senaqué fueron los últimos representantes de la etnia charrúa ha contribuido a darle un cierre casi poético a la narrativa de la extinción. Pero el broche de oro lo constituye el poema Tabaré, de Juan Zorrilla de San Martín, que postula una hipótesis que ha hecho carne en el inconsciente colectivo: los charrúas se extinguieron (nótese que esta expresión carece de sujeto responsable al cual atribuirle la acción) porque no eran capaces de adaptarse al mundo moderno (léase: al capitalismo y al Estado-Nación).

De la casa

Este ensayo fue publicado originalmente en el número 7 de la revista Lento (http://lento.uy), que mensualmente publica la diaria.

Incluso los mejor intencionados, aquellos que saben (sabemos) a ciencia cierta que se llevó a cabo una campaña de exterminio contra los indígenas en 1831 y 1832, han (hemos) comprado, en algún momento, la idea de que el genocidio fue completamente exitoso y que, por lo tanto, no hay más indígenas en Uruguay. Por todo esto no es de extrañar que hasta la gente más ilustrada del país se sonría socarronamente ante la mera mención del tema indígena en Uruguay, al dar por sentado que todas las etnias que lo poblaban en el pasado están extinguidas. Por ello también se explica la ausencia de legislación indígena en Uruguay (que junto a Surinam y las Guyanas es el único país sudamericano que no ha ratificado el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT); ver el texto en ladiaria.com.uy/UDH) y el casi total olvido en el que han caído los guaraníes, pueblo indígena que jugó un papel fundamental tanto en la expulsión de los portugueses de la Nova Colonia do Sacramento como en la —habitualmente atribuida a 50 familias canarias— fundación de Montevideo.

En el resto del mundo, en cambio, desde principios de los 90 se vive un clima muy diferente en relación a los temas indígenas. Con motivo de los planes de varios estados para la celebración del quinto centenario del “descubrimiento” de América, una serie de movilizaciones y protestas indígenas en distintas partes del mundo fueron tomando forma y, con el tiempo, los estados y los organismos internacionales no han tenido otro remedio que responder favorablemente a sus demandas. Ese proceso tiene un punto alto en la histórica aprobación de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en setiembre de 2007. Se trata de un tipo de legislación que pertenece al ámbito de los derechos humanos y, por lo tanto, tiene un rango jurídico especial. Este tipo de cambio de clima en los organismos internacionales y en el mundo en general tiende a ser irreversible: los logros jurídicos y sociales de los grupos otrora oprimidos quedan firmemente establecidos, primero por la ley y luego por la práctica e implementación de esas normas.

Hoy en Uruguay se vive un ambiente favorable en lo referente a la elaboración y aprobación de leyes que contemplan los derechos de grupos de la sociedad que han sido discriminados u oprimidos. Es de esperar que los progresos legislativos en materia de salud reproductiva y matrimonio igualitario sean tan irreversibles como los logros que se registran en el contexto internacional. En este clima no debería ser tan difícil entender que los derechos de los indígenas son tan importantes como los de las mujeres o los homosexuales. Con esto quiero decir que es de prever que el gobierno apoye iniciativas tales como la ratificación por parte del Estado uruguayo del Convenio 169 de la OIT, que otorga, entre otras cosas, el derecho de los indígenas a autoidentificarse como tales.

En Argentina los temas indígenas han sido difíciles de elucidar y atender. Allí se están produciendo cambios jurídicos importantes desde 1994, año en el que, de una modificación de la Constitución por parte de la Convención Nacional Constituyente, surgió un artículo (75, inciso 17) que reconoce la preexistencia de los Pueblos Originarios en relación al Estado Nacional. En años posteriores se aprueba también la ley de restitución de restos humanos (25.517, en 2001), que habilita a los pueblos indígenas a reclamar los restos de sus ancestros que se encuentran en museos y otras instituciones estatales o privadas, y el decreto presidencial 70, de 2010, que establece que el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas sea el encargado de coordinar, articular y asistir en el seguimiento y estudio del cumplimiento de las directivas dispuestas en dicha ley. Ese instituto, creado en 1985 como organismo descentralizado que prevé la participación de sujetos pertenecientes a diferentes Pueblos Originarios de todo el país, tiene como principal propósito asegurar el ejercicio de la plena ciudadanía a los integrantes de los pueblos indígenas para garantizar el cumplimiento de los derechos consagrados constitucionalmente.

Estos avances son todavía más notables debido a que, como en Uruguay, en buena parte del territorio argentino (por ejemplo, en la Patagonia y en La Pampa) la colonización estuvo basada en estrategias que son típicas de lo que algunos investigadores han llamado settler colonialism o colonialismo de colonos o pioneros (ver Lorenzo Veracini, “Introducing settler colonial studies”, en Settler Colonial Studies 1, de 2011). Es un tipo de colonialismo que no se basa en la obtención de una plusvalía importante a partir de la explotación del trabajo esclavo o semiesclavo de vastas masas de indígenas (que predominó en áreas de temprana colonización, en los Andes y Mesoamérica), sino más bien de uno que radica en el desplazamiento o en el exterminio (si el desplazamiento falla) de los habitantes nativos del territorio. Una vez que esos aborígenes han sido desplazados o exterminados, entonces los pioneros o colonos se abocan ellos mismos a la tarea de explotar el territorio conquistado.

En estos lugares en los que la base de sustentación del sistema colonial fue el desplazamiento o la eliminación de los indígenas, donde se practicaron políticas sistemáticas de exterminio (que algunos llaman “genocidio”, calificación que otros, como el juez de la Corte Suprema de Justicia argentina, Eugenio Zaffaroni, encuentra poco afortunada en lo jurídico) es muy difícil hablar del tema indígena de manera racional, pues es un asunto que pone en tela de juicio los cimientos mismos de la legitimidad de la soberanía del Estado-Nación. La usurpación del territorio y las políticas de exterminio (como la campaña que incluyó Salsipuedes en Uruguay y la Conquista del Desierto en Argentina) no son un origen que a la gente, en general, le guste recordar. Por el contrario, esos orígenes espurios se intentan poner bajo la alfombra o se los reemplaza con narrativas o mitos que, en vez de un conflicto de intereses, presentan alguna forma de concordia. En Estados Unidos —otro país de colonización de settlers— hay una serie de narrativas fundacionales que proponen una imagen mucho más amable del encuentro entre europeos e indígenas. Recuérdese, por ejemplo, la supuesta pero improbable historia de amor entre Pocahontas y John Smith o la fiesta familiar estadounidense por antonomasia, Thanksgiving o Día de Acción de Gracias, que presenta a las fuerzas en pugna deglutiendo de consuno un pavo y otros tipos de delicias comestibles.

En Uruguay, país donde también el territorio fue apropiado por medio de una campaña de exterminio de los pobladores originarios, el tema no es menos difícil de tratar. De hecho, la aparición, hace ya unos años, de grupos de personas que se autodefinían como descendientes de charrúas (muchos de los cuales ahora se autoidentifican como charrúas a secas) provocó reacciones negativas en el público en general y en los antropólogos en particular. Algunos de los ataques más virulentos y deslegitimadores a esos grupos vinieron de los dos nombres que el público identifica con la disciplina antropológica: Renzo Pi Hugarte (recientemente fallecido) y Daniel Vidart (hoy nonagenario). Estos conocidos autores, que gozan de considerable prestigio en el público general (y en las altas esferas: el presidente José Mujica se enorgullece de ser amigo del segundo nombrado), pertenecen a un modo de producción intelectual anterior al que predomina en estos días en la antropología. Su forma de ver las reemergencias indígenas es bastante diferente a la prevalente en la disciplina, como puede verse incluso en los títulos de algunos de sus trabajos (ver Vidart, “No hay indios en el Uruguay contemporáneo”, en el Anuario de antropología social y cultural en Uruguay, Vol. 10, de 2012).

Cada vez que Pi Hugarte se refería a las asociaciones de charrúas lo hacía diciendo que eran parte de una “charruamanía” —expresión bastante peyorativa de por sí, cuyo contenido negativo era acentuado por otros juicios emitidos por el antropólogo, tales como acusar de racistas a los miembros de tales asociaciones (ver “Tabaré that’s right! Renzo Pi Hugarte y los charrúas”, en ladiaria.com.uy/UDI). Vidart, por su parte, se dedica desde hace años a sostener (correctamente) la importancia de la presencia guaraní en tierras uruguayas, antes y después de que éstas se convirtieran en base territorial del Estado-Nación actual. El problema es que lo ha hecho en desmedro de la importancia de los charrúas y se ha mofado de las asociaciones repetidamente y en cuanta ocasión ha tenido.

El clima hostil en el que surgen y se desarrollan las citadas asociaciones de indígenas es bastante generalizado si tenemos en cuenta que en el ámbito de lo político y en el de la creación popular también se producen manifestaciones anticharrúas. Me refiero, por ejemplo, a un cuplé del Carnaval de 2010 de la murga Agarrate Catalina, en el que se ridiculiza a la sociedad charrúa, al presentarla, en boca de personajes ataviados como conquistadores españoles, como primitiva, salvaje y poco productiva —no tenían calendario ni hacían edificios, tenían “poca civilización”, “no tenían sacerdotes, no tenían religión / pero no tenían nada: la puta que los parió” (ladiaria.com.uy/UDD)—. Estas bromas, basadas, dicho sea de paso, en un criterio evolucionista deplorable, que ve a las sociedades como parte de una narrativa teleológica y lineal que postula una jerarquía que va de una menor a una mayor complejidad (como si esa gradación implicara algún tipo de valor per se), generó, como es habitual en ese marco festivo, las esperadas risas. El cuplé no se contenta con pegarles a los charrúas sino que se aboca a repetir, alegre e irresponsablemente, un mito que algunos se han dedicado a poner en duda: que los guaraníes se habrían comido a Juan Díaz de Solís y a algunos de sus hombres. Repetir lo que en Forgotten Conquests. Rereading New World History from the Margins (publicado por la Temple University Press en 2001) he llamado la historia oficial del descubrimiento del Río de la Plata es un flaco favor que se le hace al pasado de la etnia guaraní y al presente de aquellos ciudadanos uruguayos que hoy reclaman una identidad indígena.

En aquel momento, si bien algunas voces defendieron con inteligencia el derecho de las agrupaciones carnavalescas a ejercer su sentido del humor con los temas que mejor les parecieran (se destaca en especial una columna de Marcelo Pereira en la diaria: ladiaria.com.uy/APm), todos parecen dar poca importancia a que se digan mentiras denigrantes y se usen estereotipos evolucionistas y racistas para referirse a grupos que sufrieron históricamente una persecución brutal y de intención exterminadora. Traten los lectores de imaginar qué ocurriría si se dijeran esas cosas, aunque fuera en broma, sobre la comunidad judía uruguaya o sobre los afrodescendientes, o incluso sobre la comunidad gay, y piensen si no se está haciendo una excepción sospechosa (¿de racismo?) con esas manifestaciones en apariencia inocentes de los probablemente bienintencionados murguistas.

El otro ámbito hostil al que me refería más arriba es el político, en el que uno de los referentes más importantes del Partido Colorado, el ex presidente Julio María Sanguinetti, se despachó a gusto en más de una ocasión en contra de la sociedad charrúa, a la que calificó de primitiva y otras lindezas más. Como cualquier glosa es menos expresiva que sus dichos, acá está el párrafo inicial de la primera de sus invectivas: “No hemos heredado de ese pueblo primitivo ni una palabra de su precario idioma, ni el nombre de un poblado o una región, ni aun un recuerdo benévolo de nuestros mayores, españoles, criollos, jesuitas o militares, que invariablemente los describieron como sus enemigos, en un choque que duró más de dos siglos y los enfrentó a la sociedad hispano-criolla que sacrificadamente intentaba asentar familias y modos de producción, para incorporarse a la civilización occidental a la que pertenecemos” (“El charruismo”, El País, 19 de abril de 2009). El uso de adjetivos como “primitivo” y “precario,” así como la alusión a los recuerdos no benévolos de “nuestros mayores” (es decir, de los criollos o descendientes de europeos que eran capaces de escritura y que integraban la clase dirigente de la sociedad de aquellos tiempos), revelan una toma de partido que lo lleva a presentar, como Zorrilla de San Martín, la desaparición de los indígenas como un hecho inevitable en una narrativa que propone al progreso, entendido en términos capitalistas y occidentales, como el objetivo último de toda sociedad.

Es en ese contexto hostil que surgen y se desarrollan los grupos que se autoidentifican como indígenas en el Uruguay actual. Al principio fueron la Asociación de Descendientes de la Nación Charrúa (Adench) y la Institución de Descendientes de los Indígenas Americanos (India, con un espectro étnico más amplio) las que estuvieron involucradas, de diferente manera y con distintos grados de protagonismo, en la restitución de los restos de Vaimaca Pirú, y más recientemente el Consejo de la Nación Charrúa (Conacha), que coordina a varias (en este momento son nueve o diez) asociaciones de indígenas (como escribí en “El drama de la restitución de restos humanos y sus actores en Uruguay y Argentina: El Estado, los/las arqueólogos/as y las comunidades de Pueblos Originarios”, en El regreso de los muertos y las promesas de oro: Usos y significados de la cultura indígena, publicado por la Universidad de Catamarca en 2010). Los lectores pueden imaginarse lo difícil que debe ser reemerger en condiciones tan hostiles. Los obstáculos son varios, pero se destaca ante todo el desprestigio de lo indígena en Uruguay: salvajes, ignorantes, sucios, carentes de civilización, haraganes o atorrantes, y un largo etcétera. Este estigma es generalmente un efectivo freno a los intentos de autoidentificarse como indígenas, como me explicaba Dora Manchado (una de las últimas personas que manejan el tehuelche, lengua dada por extinta al igual que sus hablantes) hace ya cuatro años en Puerto Santa Cruz (Provincia de Santa Cruz, Argentina): “Hasta hace poco si uno decía que era indio lo trataban peor que a un perro o peor que a un chilote”[1].

También está la incredulidad y escepticismo de la gente que ha comprado las narrativas de la Nación sobre el éxito absoluto de la campaña de exterminio emprendida por el Estado a comienzos de la década de 1830. Una de las preguntas que se hacen los que dan por supuesto que los indígenas desaparecieron es: “¿Dónde anduvieron estos ‘indígenas’ todo este tiempo?”. A ellos se les debe contestar: estuvieron siempre aquí, pero estaban ocluidos por los dispositivos de invisibilización del Estado y la sociedad dominante, por el miedo al estigma de ser indio y por el temor al escarnio público; en suma, y para citar a Dora, por miedo a ser tratados peor que perros[2].

Dicho sea todo esto para recordarles a los lectores que crean que los individuos que buscan reemerger como etnia charrúa están buscando con ello, ilegítimamente, un beneficio económico de alguna índole, que han estado, están y seguirán estando (al menos por un tiempo) sujetos al escarnio y sospecha públicas de una sociedad que quiere creer que “el problema del indio” en Uruguay fue resuelto hace unos 180 años. Las reemergencias indígenas, al menos en países de settler colonialism, como Uruguay y Argentina, no son procesos fáciles ni placenteros para aquellos que se embarcan en ellas. Como bien ha sostenido la antropóloga argentina Claudia Briones, las identificaciones como indígenas o descendientes no son actos autónomos, sino que tienen costos sociológicos y emocionales (como dice Diego Escolar en el prólogo de Los dones étnicos de la Nación. Identidades huarpe y modos de producción de soberanía en Argentina, Editorial Prometeo, de 2007). De ello pueden dar testimonio los miembros de los movimientos de reemergencia huarpe, rankülche, tehuelche y otros grupos indígenas que ya se daban por extintos en el vecino país. Los trabajos de investigadores como Escolar, Axel Lazzari (“Aboriginal Recognition, Freedom, and Phantoms. The Vanishing of the Ranquel and the Return of the Rankulche in La Pampa”, en Journal of Latin American Anthropology Vol. 8, No 3, de 2003), Mariela Eva Rodríguez (su tesis doctoral De la “extinción” a la autoafirmación: Procesos de visibilización de la comunidad tehuelche Camusu Aike (Provincia de Santa Cruz, Argentina), publicada por la Georgetown University en 2010) y tantos otros registran el largo y tortuoso camino de obstáculos que la sociedad dominante, con sus valores criollos y occidentales, les interpuso antes de que lograran el reconocimiento. Estos investigadores, al igual que el estudioso uruguayo Darío Arce Asenjo (en “Comentarios sobre la ponencia de Daniel Vidart”, publicado en Anuario de Antropología Social y Cultural en Uruguay, Vol. 10, 2012), no creen que el antropólogo tenga un “indiómetro” que le permita definir quién es indígena y quién no[3].

Uno de los grandes problemas a los que se enfrentan los miembros de grupos reemergentes en el presente es el de su aspecto: visten en general como occidentales y su fenotipo no siempre es estereotipadamente indígena. Las razones para lo segundo están claras en sociedades en las que los números de indígenas fueron diezmados por la fuerza y la inmigración fue importante y sostenida. Lo primero es también fácilmente explicable: esos sujetos reemergentes no sólo viven en la sociedad occidental sino que además lo hacen en el presente. Parecería existir una expectativa de que los indígenas de hoy luzcan como nos imaginamos que lucían los de antes del contacto. Esto es algo bastante injusto, dado que a todas las otras sociedades del planeta se les permite evolucionar sin que se les cuestione su legitimidad cultural: nadie les pide a los romanos de hoy que se vistan como un gladiador o un legionario de la época imperial y a nadie se le ocurre que los franceses deban vestirse como lo hacían en tiempos de la Revolución Francesa.

Esta injusta y excesiva expectativa, por la que se espera que los indígenas permanezcan idénticos a sí mismos por toda la eternidad, es muy común en aquellos países que ya mencionamos, que como Uruguay, Argentina, Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, tomaron posesión de los territorios aborígenes mediante políticas de desplazamiento y exterminio. En el caso de Estados Unidos, Phil Deloria estudia, en un libro que se llama Indios en lugares inesperados (Indians in Unexpected Places, de 2004), el shock que causa en la sociedad dominante ver al legendario líder apache Gerónimo manejando un Cadillac y vistiendo un elegante traje. En el caso de Argentina, es muy común ver, ante casi todos los casos de reemergencia, una actitud similar en el público en general, que reacciona desfavorablemente cuando ve a sujetos que reclaman estatus indígena usando un celular o calzando Nike. Parecería que a los indígenas los bienes y artefactos de la modernidad les tuvieran que estar vedados. Esto se debe, casi seguramente, a aquello que Johannes Fabian llamó —en Time and the Other. How Anthropology Makes Its Object, publicado por la Columbia University Press en 1983, hace ya tres décadas— la negación de la contemporaneidad (denial of coevalness), que es una operación mental que consiste en relegar al indígena del presente, ése que vemos con nuestros propios ojos, al pasado, a un momento histórico anterior a la evolución de la especie (es decir, a un momento evolutivo inferior al nuestro en una escala evolucionista). Los indígenas, aunque comparten el espacio físico con nosotros, parecen tener la entrada al presente vedada. Son, en el imaginario popular, parte de un pasado remoto.

Tal vez por eso es frecuente en Argentina oír la expresión “indios truchos”, en relación a sujetos o grupos reemergentes. La negativa a aceptar cómo son los indígenas de carne y hueso en el presente se basa, según la antropóloga brasileña Alcida Ramos (en “The Hyperreal Indian”, Critique of Anthropology 14, 1994), en un constructo dominante que llama “indio hiperreal,” cuyas características nada tienen que ver con aquellos indígenas que nos encontramos en nuestra experiencia cotidiana. Esto ocurre porque la definición de quién es indígena y quién no lo es se hace desde el saber (por parte de historiadores, arqueólogos y antropólogos que creen poseer un indiómetro) y los valores occidentales, incluso en las legislaciones y disposiciones legales más proindígenas (como es el caso de la citada declaración de 2007 de la ONU).

Como bien decía Edward Said en relación a esa formación discursiva que él denominó “orientalismo”, eso es posible gracias a que existe una diferencia de poder entre los que elaboran el discurso y los que lo padecen. En el caso de las reemergencias indígenas, es la sociedad dominante la que decide cuáles son las prácticas y los rasgos que deben ser tomados como diacríticos culturales (esto es, símbolos u objetos considerados relevantes para la expresión de una identidad) que permitan la identificación de un grupo o un sujeto como indígena. Esto se debe a que los procesos de etnogénesis suponen luchas por definiciones y clasificaciones en las cuales los grupos antagonistas poseen poder desigual (diferente capital cultural y político) para imponer las denominaciones y los significados de su preferencia (como dice Diego Escolar en Los dones étnicos de la Nación, páginas 26 y 28).

Es precisamente en contra de esa tendencia de Occidente a definir o decretar las identidades de los pueblos y grupos humanos que han sido dominados o colonizados por sus estados que se elaboraron disposiciones tales como el Convenio 169 de la OIT y la ya citada declaración de la ONU. Se trata de derechos humanos relacionados con la defensa de las identidades y culturas de los sujetos subalternizados, razón por la cual los citados cuerpos legales les otorgan a los indígenas el derecho a reconocerse como tales. Por ejemplo, el artículo 33, numeral 1, de la declaración de la ONU dice:

Los pueblos indígenas tienen derecho a determinar su propia identidad o pertenencia conforme a sus costumbres y tradiciones. Ello no menoscaba el derecho de las personas indígenas a obtener la ciudadanía de los Estados en que viven (ladiaria.com.uy/UDE).

Mientras que el Convenio 169 de la OIT, de 1989, sostiene en su artículo 2:

La conciencia de su identidad indígena o tribal deberá considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos a los que se aplican las disposiciones del presente Convenio (ladiaria.com.uy/UDF)[4].

En este marco internacional que algunos califican de descolonización y otros preferimos dejar aún innominado, que se caracteriza por el avance lento pero seguro de los reclamos indígenas y por las reemergencias de grupos considerados extinguidos, y en un clima un poco menos hostil en el ámbito local, es que el colectivo agrupado en Conacha ha logrado un importante primer paso para adquirir algo de la visibilidad perdida por los indígenas en Uruguay: conseguir que se incluyeran un par de preguntas sobre la “ancestralidad” (algunos prefieren la palabra, también inexistente para el diccionario de la Real Academia Española, “ancestría”) indígena en el censo de 2011. Ésta es la primera vez que el Estado uruguayo se pregunta por estos temas y los resultados (ver ladiaria.com.uy/UDG) fueron sorprendentes: cerca de 5% de la población (para ser más precisos, 4,9%) reconoce tener algún ancestro indígena. Ese porcentaje equivale a casi 160.000 uruguayos, una suma un tanto abultada para un país de poco más de tres millones de habitantes que se imagina a sí mismo como “país sin indios”. Si tenemos en cuenta que en este momento los miembros de Conacha están en el orden de los 350 a 400 aproximadamente, según me informó Mónica Michelena, no debería sorprender a nadie, dadas las cifras del censo, que el número de militantes aumente en un futuro no muy lejano. En ese caso, es de esperar que la visibilidad de estos colectivos vaya progresivamente en aumento.

Este grupo de gente ha sido ridiculizado por los antropólogos citados más arriba y por todos aquellos a quienes les cuesta tener una visión menos homogénea de la composición étnica de Uruguay. Y aun así han perseverado en su búsqueda de reconocimiento: su intención es volverse visibles y reclamar el derecho a una identidad que los procesos históricos y los aparatos ideológicos del Estado habían vuelto impensable. Muchos de los miembros de Conacha tienen estudios terciarios, visten como ciudadanos comunes del Estado uruguayo, y han tenido acceso a la educación formal y a los beneficios que brinda un país democrático. Pero muchos otros pertenecen, por el contrario, a sectores sociales depauperados. En este último caso, y como bien afirma la antropóloga Pilar Uriarte en su informe sobre racismo para el Ministerio de Educación y Cultura (MEC), “ciertas situaciones de discriminación pueden estar vinculadas al origen social y cultural, pero no estar siendo reconocidas como tales” (“Hacia un plan nacional contra el racismo y la discriminación”, página 12). Tanto unos como otros reclaman ser reconocidos como parte de una o varias estirpes cuya sujeción y marginación sistemáticas tuvieron consecuencias de todo tipo para sus descendientes, que van desde el plano económico al psicológico, pasando por el social y cultural. Si bien la incredulidad y la sorna en relación a estas reivindicaciones todavía predominan en sectores importantes de la sociedad uruguaya, estos colectivos continúan su lucha y están hoy embarcados en una campaña para que el Estado uruguayo ratifique el ya citado Convenio 169 de la OIT, que además les asegura su participación en algunas instituciones (tales como la Comisión Nacional de Patrimonio y la Dirección Nacional del Medio Ambiente) de los estados-nación modernos.

El 9 de enero de 2013 la dirigente charrúa Mónica Michelena tuvo un primer encuentro, en un avión, con el presidente de la República, José Mujica. En esa ocasión, le pidió al mandatario que Uruguay ratifique el Convenio 169. Según escribió el periodista Sebastián Cabrera (en el suplemento Qué pasa del 6 de abril de este año), “el presidente la miró con su cara más pícara” y se produjo el siguiente diálogo:

—¿A qué organización me dijiste que pertenecías? —Al Consejo de la Nación Charrúa. —No, no, ustedes están muy equivocados. No hay charrúas en Uruguay... ¡Ustedes son todos guaraníes! ¡Todos guaraníes!

Dejando de lado el ya conocido y difícil de calificar sentido del humor del anciano que dirige los destinos del país, esa pulla, por mejor intencionada que haya sido, puede ser preámbulo de otras más agresivas y descalificadoras que vendrán, seguramente, incluso luego de obtenida la tan ansiada ratificación del convenio.

Pero no todos son nubarrones en el horizonte de los militantes por la causa charrúa: en un segundo encuentro que tuvo lugar el 2 de junio de 2013 en el consulado uruguayo en Bilbao, España, el presidente no sólo atendió seriamente las demandas que le presentó Mónica Michelena en nombre de la organización que representa sino que además la envió a hablar con el canciller Luis Almagro, quien estaba tomando mate en una sala contigua. Allí, el ministro de Relaciones Exteriores le prometió a la representante de Conacha que antes de fines de julio de 2013 el asunto entraría al Parlamento para ser debatido (ver ladiaria.com.uy/UDJ). Hasta el día de hoy eso no ha ocurrido, pero si prevalece el sentido común Uruguay se sumará a la lista de países que han ratificado el convenio.

A partir de ese momento será posible empezar a imaginar a Uruguay de una manera diferente a la que lo presenta como país monocultural. Como bien ha afirmado Pilar Uriarte en el informe para el MEC: “Contar la historia del Uruguay únicamente desde la perspectiva de un flujo migratorio representa no solamente una falsedad histórica, sino también una forma de discriminar otros grupos que también conforman nuestra población y han realizado diferentes aportes a la identidad nacional y al patrimonio cultural de nuestro país” (página 2). Es de esperar que el Estado lleve adelante las recomendaciones que ese informe hace (la ratificación del Convenio 169 y la creación de una secretaría de asuntos indígenas, página 15) y que empiece la tarea colectiva de imaginarse como país en el que coexisten distintas culturas que, tarde o temprano, tendrán que aprender a respetarse.