Introducir cambios en la estructura institucional de la educación parece ser, muchas veces, la estrategia escogida por el sistema político para corregir el rumbo y procurar mejores resultados en materia educativa. En la Ley General de Educación de 2008, el volumen de modificaciones institucionales que se previeron es grande. Uno de estos cambios consiste en la creación, como ente autónomo, del Instituto Universitario de Educación (IUDE), organismo que “formará maestros, maestros técnicos, educadores sociales, profesores, y otorgará otras titulaciones que la educación nacional requiera” (art 84).

El ministro de Educación y Cultura ha señalado la prioridad del Poder Ejecutivo de que este año se apruebe la ley de creación de la nueva institución. El aspecto más destacado de esta innovación es el valor de dotar de carácter universitario a la formación de docentes.

La discusión de la ley de creación del IUDE abrirá un debate que supone la oportunidad de introducir cambios en la estructura responsable de ofrecer la formación profesional de los docentes de los diferentes tramos del sistema educativo. Esta oportunidad podrá ser aprovechada (o no) para introducir modificaciones sustantivas. Para que esto suceda debería haber un debate serio y profundo que no se reduzca al cambio de una nomenclatura y de la arquitectura institucional. Proponemos pensar la dimensión universitaria de una formación profesional más allá de los aspectos estrictamente institucionales y concebirla como una forma específica de vinculación con el conocimiento. Se trata más de cambiar las prácticas y las dinámicas institucionales que las estructuras y sus nombres.

El tema de por sí es amplio. Sin pretender abarcarlo completamente, elegimos algunos aspectos a los que sería interesante prestar atención y no siempre están presentes.

Cuando se habla de formación docente se habla de -al menos- tres cosas diferentes. La formación de maestros, la de profesores de enseñanza secundaria y la de maestros técnicos tienen tradiciones, historias e identidades profesionales divergentes en muchos aspectos. Uno de los grandes esfuerzos de integrar estas tradiciones fue el de la última dictadura cívico-militar que estableció, por ejemplo, algunas unificaciones curriculares, buscando homogeneidad tras una política única (de la que resulta redundante aclarar su naturaleza autoritaria). Si bien se requiere una estrategia general y común, toda empresa que procure introducir cambios debiera considerar esta diversidad, procurar reconocer especificidades profesionales, aprovechar fortalezas y atender debilidades. La tradición pedagógica del magisterio, la centralidad de la formación disciplinaria en el profesorado, o la articulación entre la práctica profesional y la enseñanza en la tradición técnica debieran ser fortalezas a ser potenciadas.

La formación docente en nuestro país ha tenido un origen fuertemente ligado a las instituciones para las que forma profesionales (la enseñanza primaria, secundaria y técnica). Su desarrollo, por lo tanto, transcurrió fuera de la Universidad. Los títulos habilitantes para ejercer la docencia no son universitarios y las instituciones que imparten la formación no tuvieron las características de una universidad, entre otras cosas, porque no han desarrollado institucionalmente la investigación y la extensión. Creer que el carácter universitario va a solucionar todos los problemas de la formación docente es erróneo. Y hacer hincapié en aspectos no sustantivos -aunque relevantes- como el status social de los profesionales de la educación también lo es. Las vías para desarrollar la formación que reciben los docentes y jerarquizar la opción profesional de estas carreras debiera incluir un abanico amplio de acciones, donde se asuman con precisión las debilidades actuales que se quieren modificar y se elijan los medios más apropiados para superarlas. Lo que es claro, es que una universidad no soluciona per se todos los problemas de la formación docente que trascienden su carácter no universitario.

Parece haber relativo acuerdo en que la vida universitaria supone investigación y extensión junto con enseñanza, mecanismos de cogobierno, criterios académicos para el acceso a cargos docentes y para la evaluación de las distintas actividades. Estos aspectos requieren precisión en su concreción, ya que suponen, en muchos casos, fuertes innovaciones a la realidad actual en términos generales, más allá de la existencia de prácticas puntuales. A modo de ejemplo, las políticas de desarrollo institucional de la investigación suponen un entramado de decisiones y recursos que deben estar adecuadamente orientados y requieren necesariamente mecanismos finos de evaluación académica. Estas condiciones no se crean de un día para otro. Una clave posible es la cooperación institucional, por ejemplo, con la Universidad de la República, así como con la futura UTEC.

Se tratará de una universidad peculiar, ya que estará dirigida a un campo profesional específico (respecto a esto hay modelos muy diversos en el mundo). Por lo tanto, toda propuesta debería resolver la articulación con los ámbitos académicos de producción de conocimiento en las disciplinas que estos docentes enseñarán. Hay una idea terriblemente equivocada de que las disciplinas académicas, en los ámbitos de formación docente y de educación básica, requieren un tratamiento extremadamente diferente a los saberes producidos en los ámbitos universitarios y de investigación. Esto provoca problemas que van desde errores conceptuales en las aulas, a problemas de actualización de los docentes respecto de lo que están enseñando. Pero tan grave como esto es el riesgo de escolarización de una formación basada en una relación instrumental con el conocimiento, de cuya producción se es completamente ajeno. Omar Gil (ver la diaria del 28/01/2011) ha señalado, para la enseñanza de la matemática en nuestro país, la necesidad de vincular los ámbitos de producción matemática con los de enseñanza en el sistema educativo. Y ha señalado que esto no requiere esperar cambios institucionales. Agregamos que, incluso la generación de una nueva institucionalidad, representa el riesgo de profundizar esta fractura y perder la riqueza que puede aportar la complementación con quienes ven en el conocimiento algo inacabado, en proceso, que se centra más en las preguntas que en las respuestas.

La otra articulación extremadamente relevante es la que tienen los ámbitos de formación docente con el propio sistema educativo y las realidades de la educación en las cuales ejercerán su profesión los docentes. No es trivial ni mecánica esta relación. ¿Cómo debería ejercerse la autonomía del nuevo ente autónomo y atender las necesidades sociales de formación de docentes? En nuestras sociedades los sistemas educativos cumplen una función social y parece difícil pensar en profesionales de la educación faltos de sintonía con los requerimientos del Estado en la materia. Esto ocurre en otras áreas de formación profesional cuya demanda está fuertemente vinculada y regulada por el Estado, como la salud o la seguridad, casos en que esta tensión recibe diversas soluciones institucionales.

Si bien los cambios en la estructura institucional pueden solucionar diversos problemas actuales, representan una oportunidad de transformar aspectos que más bien responden a dinámicas o prácticas institucionales. Se trata de una discusión de envergadura, que afecta a toda la sociedad y que en buena medida condiciona la posibilidad de establecer un proyecto educativo nacional con un horizonte medianamente definido y que asegure resultados.