Un amigo mío solía decir que el problema de los politólogos es que siempre ponen la carreta delante de los bueyes. Claro que hablo de un historiador, y cuando decía esto no apuntaba necesariamente a los que salen en la tele mostrando gráficas y porcentajes, sino a los que cometen el atrevimiento de meterse con la historia.

Según él, los politólogos, en vez de analizar los restos del pasado y tratar de construir, a partir de ellos, un relato plausible de qué sucedió, cuáles fueron las opciones que los sujetos percibieron, por qué optaron por ellas y qué cosas nunca pudieron haber hecho porque no estaban dentro del universo de lo que su sociedad podía concebir, primero construyen un modelo teórico de cómo deberían funcionar las cosas y luego explican normativamente el comportamiento de las personas, los grupos y las instituciones, en función de qué tanto se acerquen o se alejen de ese modelo.

En este enfoque, el objeto de estudio no son los “sujetos históricos” -personas y grupos complejos, plagados de contradicciones, que actúan con información incompleta y condicionados por múltiples factores-, sino más bien los “agentes sociales”, algo así como abstracciones simplificadoras de esas contradicciones, que actúan en la sociedad trayendo a ella los intereses y las necesidades que, a priori, se asume que deberían defender.

Por ejemplo, el movimiento sindical sería por definición un agente social dedicado a defender los intereses de los trabajadores: ante un caso histórico en el que el agente no parece comportarse de acuerdo con lo previsto -pongamos por caso el sindicalismo peronista, siempre denostado en Uruguay, con sus cúpulas burocráticas y corruptas, y sus masas ansiosas de prebendas- estaríamos ante una anomalía, explicada por fallas de la sociedad (exacerbado peso del caudillismo político, escasa extensión de la cultura y la educación entre los más pobres, atraso generalizado) cuya presencia no lleva a cuestionar el modelo teórico. De ahí, para mi amigo, el nulo aporte de estas reflexiones para comprender el pasado.

¿Qué pasa con el presente? Convengamos que mi amigo exagera y está preso de ciertos prejuicios típicos de las luchas de poder en el campo académico. La politología es una disciplina muy compleja y es claro que la caricatura de los párrafos anteriores sólo puede dar cuenta -repito, exageradamente- de una entre tantas de las formas en que los cientistas políticos encaran lo social. Sin embargo, y aunque mi amigo no apuntara a ellos, parece dar cuenta de la mayoría de los politólogos que en los últimos meses salieron en la tele mostrando gráficas y porcentajes.

Según un cable de la agencia Efe, reproducido en estos días por varios medios internacionales, la directora del área cualitativa de la empresa Cifra, Mariana Pomiés, argumentó de la siguiente manera acerca de los equivocadísimos pronósticos de la mayoría de las encuestadoras con respecto a los resultados de las elecciones nacionales: “Pensamos que Uruguay era más moderno”, dijo, y que la campaña “fresca y joven” de Luis Lacalle Pou recabaría muchos más votos que los que obtuvo. Más allá de la preocupante imagen que estas declaraciones arrojan acerca de cómo las empresas consultoras de opinión pública completan los huecos que la estadística no alcanza a cubrir -¿es verdad que apelan a un “este botija me parece fresco, ponele un par de puntitos más”?-, cabe detenerse en que, a juicio de Pomiés, el origen del error no habría sido tanto de la disciplina como de la sociedad, todavía terca en adaptarse a lo que un modelo de país moderno debería ser: si acertamos, el país es moderno y predecible, vamos por el buen camino; si no, algo anda mal con el país.

Me interesa detenerme en otra cuestión, propia de la epistemología. Me refiero a la pretensión, por parte de esta clase de politología, de constituir un saber científico, neutral y objetivo, capaz de predecir el futuro con un elevadísimo grado de certeza (siempre y cuando el electorado se comporte como Dios manda, claro está).

El lector me dirá: bueno, ésa no es la idea de los politólogos, que suelen advertir acerca de la relatividad de sus proyecciones; la culpa es de los medios de comunicación, que adelantan el reloj, los ponen en un pedestal griego y los presentan como los dioses laicos de la democracia. Pero aquí es que tenemos que ver, además del engranaje, toda la maquinaria: el sentido social de la ciencia -en este caso de la ciencia política- no se determina por lo que sus propios cultores crean al respecto, sino por el rol que una sociedad les adjudica, en este caso un rol completamente sesgado por la imagen que los canales de televisión han construido durante los últimos 30 años.

Es complejo el entramado que forman la disciplina científica, la actividad empresarial con fines de lucro dedicada a la prestación de servicios en el campo de las investigaciones de mercado, y los medios masivos de comunicación orientados por la búsqueda del rating y usualmente presos de un sentido común social conservador. Tal entramado debe ser puesto en cuestión como “indicador natural” de los asuntos más relevantes de nuestra democracia. Ninguno de sus tres eslabones es un vidrio transparente para ver la realidad: ni siquiera la ciencia, pues, como este caso lo prueba, está condicionada por intereses económicos y políticos y también por postulados epistemológicos, a veces revisados menos de lo aconsejable. No se trata de hacer la gran Darwin Desbocatti y reírse de las pretensiones científicas de las disciplinas que no pueden establecer leyes acerca del comportamiento de su objeto de estudio, sino de dudar de la objetividad de la ciencia en general (por ejemplo, cualquier historia de la medicina sirve para entender cómo ninguna ciencia puede escapar a los prejuicios de su tiempo, y qué efectos terribles tiene eso muchas veces) y de no subordinar una actividad tan rica, compleja y contradictoria como la política al afán disciplinante de las estadísticas.

En algún momento de los últimos 30 años tomamos un rumbo extraño, que luego no cuestionamos. Empezamos a pensar que lo más importante de las elecciones no era saber cómo se redistribuirían las tortas -de la economía, de la justicia, de los derechos- en el curso de un hipotético gobierno de equis partido y candidato, y redujimos nuestras expectativas a saber quién iba a ganar. Los politólogos tienen mucho para decir con respecto a lo primero, aunque lamentablemente esta parte de la ciencia tiene poco espacio en los medios.

Con respecto a lo segundo, también. No les exijamos disculpas cuando se equivocan. Le pasa a todo el mundo. Pero tampoco seamos nabos.