Son cientos de apartamentos y miles de personas, quizás la población entera de una ciudad capital del Interior, concentradas en unas manzanas. Produce algo de pavor o agorafobia estar parado sobre Camino Carrasco y ver esa extensión de edificios que parecen paridos por la mente de un arquitecto insensible o perversamente enamorado del gregarismo de los hombres. Euskalerría 92, Euskalerría 71 y Malvín Alto componen las tres cabezas (con decenas de brazos y tentáculos) de una concepción de la vida citadina que nos pone al borde de la convivencia posible, que nos arranca esa pregunta ya hecha mil veces: ¿por qué vivimos así, amontonados, y con cientos de ventanas iguales a las propias como horizonte de existencia visual? Claro que en esta ciudad donde la vivienda es un lujo y los especuladores inmobiliarios ratas que practican la estafa, poco sentido tiene acusarnos a nosotros mismos, las víctimas del delirio económico ajeno, de vivir en esos bloques que también parecen cárceles: A1, K24, M78 y todas las combinaciones numéricas y abecedarias que podamos imaginar.

Paso por el costado de una puerta enrejada (no entiendo el sentido de la reja) y me introduzco en el complejo Malvín Alto. De los tres, es el más coqueto (tiene una pretensión de mínimo diseño y formas estilísticas) y parece el más firme en su construcción. Un mini centro comercial contiene kioscos, ciber café, una cerrajería (el mejor negocio, creo, para tantas miles de puertas), una casa de alta costura de barrio que exhibe en sus vidrieras vestidos de seda rosados y celestes, dos gimnasios a diez metros de distancia uno del otro para moldear los cuerpos. Camino parsimonioso sobre senderos serpenteantes que habilitan el respiro: árboles, pasto, plantas, bancos de reposo, pequeñísimos oasis al pie de la más pura civilización de cemento. Grupos de muchachos fuman porro, señoras toman mate, padres corren al lado de hijos que cabalgan sus primeras bicicletas, cientos llegan de trabajar a las 7 de la tarde y caminan esa ciudad dentro de la gran ciudad como si entraran en un lógica distinta (la de llegar a casa). Me adentro y llego hasta la calle paralela a Camino Carrasco, fin o principio -depende de qué lado se viva- del complejo. Un buen pedazo de campo dilata la mirada. Más allá se irgue el contemporáneo edificio de la Facultad de Ciencias, de otra estirpe, de otro valor. Y se ven, claro está, las torres coquetas o vidriadas del Malvín sur, esas que saludan al cercano mar que por estos lares se intuye pero no se ve aunque uno puede detener la mirada en este mundo: un club social y deportivo (el Malvín Alto), la señora que vende tortas fritas a 10 pesos (las más baratas de Montevideo), las calles laterales al complejo, de casas modestas, obreras. Y las estrategias de supervivencia para que los niños no sucumban al encierro y a los gigantes de cemento: esa canchita de fútbol donde los padres alientan y los niños que están aprendiendo a manejar sus cuerpos, corren de un lado al otro, entrenan, con camisetas numeradas y de cuadros conocidos (todo lo demás alrededor de la pelota es delirio, negocio, patria tonta). Padres de muchas pertenencias, creo, a juzgar por los autos de todas las marcas y colores detenidos en esas playas (de estacionamiento, claro) y por la simple razón que una ciudad en miniatura (o mejor, concentradísima en un territorio, concentrada hacia arriba) alberga muchas realidades sociales.

Sigo hacia un costado en busca de otra de las cabezas de esta civilización y llego hasta Euskalerría 71. No sé si es acertado decir que la construcción es más pobre que la de Malvín Alto pero sí definitivamente más modesta. Observo algo con extrañeza: todos esas miles de ventanas de los tres complejos que me rodean se enfrentan unas a otras, se dan la cara, se miran en espejo, mientras los orificios por donde mirar el mundo que da al mar (si es que desde uno de esos bloques de 11 pisos se puede ver), son los minúsculos ojos de los baños. Veo otra vez, como una evidencia rotunda, que en tiempos electorales de esas decenas de edificios y miles de ventanas no salen más banderas que las de la propia ropa colgada (con la ayuda de un larga vista podría detectar alguna). Euskalerría 71 tiene algo parecido a un parque, un recodo amplio, y se recuesta sobre ese campo que divide a esta ciudad del mar. No puedo hablar de la noche y sus conflictos (delincuencias, violencias o estigmas) porque sólo me limito a nombrar lo que sé, lo que veo, esta noche que ahora entra y que es acompañada por miles de luces que me dicen que los trabajadores han llegado a casa. Una forma cierta del bien en este mundo, como la imagen de ese señor con quien supongo es su nieto: el niño sentado sobre la pelota y el abuelo que azuza el fuego en un parrillero de uso común mientras arrima dos chorizos, chupa un mate y se sirve una grapa miel.

Igual hay algo que me agobia, que me oprime, esa sensación de vista constreñida, limitada, al caminar en un laberinto tupido de personas y cemento, esa voz que me señala que llegamos alto pero no lejos cuando decidimos que podíamos vivir así, en ese amontonamiento radical, en ese cuerpo a cuerpo con la intimidad del vecino; esas torres que se me vienen encima. A una cuadra, rodeo otra forma de la construcción colectiva cuando llego a la cooperativa VICMAN, también sobre Camino Carrasco y casi dándole la mano a Euskalerría 92.

No voy a impostar espíritu cooperativo ni a edulcorar ningún contrato social pero es irrebatible que esos cooperativistas pensaron la forma en la que querían vivir, las casas que deseaban habitar. El ladrillo rojo, las construcciones de tres pisos, los árboles y jardines, nada llega al lujo pero sí otorga un sosiego, una belleza aplacada, una forma al menos aparente de la convivencia digna. Es cierto que todo el perímetro que la rodea está enrejado y que las cámaras de seguridad y la gaceta privada, ponen al cooperativismo en la encrucijada del presente. Pero ése es otro cuento. Como aquel que me narró hace unos días un hombre que fue niño de la escuela VICMAN: de padres comunistas a fines de los 80 vendía rifas para que las maestras viajaran a Moscú. Esos hijos educados bajo ese dogma que ahora por momentos quieren matar al padre y en otros, lo festejan. Los hijos de la dictadura, de la recomposición democrática, los adolescentes de la destrucción liberal, los adultos del entusiasmo progresista y de la desilusión actual. ¿Quién se atreve a afirmar que los niños de los 80 no cargamos con una larga historia?

Larga o corta como esos veinte años que nombra el tango. Ahora camino unos metros y me siento sobre un murito en Euskalerría 92, en un pasado próximo. Quería llegar hasta ahí, mi comienzo. En ese murito estuve sentado con dos amigas la primera noche de mi vida en Montevideo (colado en una casa, casi a prepo por mi propia voluntad) especulando sobre toda la vida que vendría. Me acuerdo exactamente de la pregunta que era deseo: ¿no habrá de todas esas miles, de las que veo y las que no, una ventana para mí?

Pasaron los años y vi esta ciudad desde ventanas pobres y ricas, no la vi en pensiones malolientes y sin ojos, la vi desde las azoteas de los amigos, desde cubículos prestados o alquilados, la veo siempre (o me impongo verla) con el asombro de aquel canario pobre que a su modo quería comerse el mundo. Después vinieron cientos de ciudades dentro de ésta y cada tanto vuelve un eco más lejano, el niño de campo, que me pregunta siempre lo mismo: ¿acá y así querés vivir? También vinieron otras ciudades del mundo (no fueron tantas, vamos, no te hagas es gran viajero) y siempre el mismo deseo: ¿habrá alguna ventana para mí?

Y la vuelta a Montevideo y otra vez la pregunta: ¿es en esta ciudad o en otra, en el campo, en qué barrio? Pero aquel niño también es parte del pasado, de un cuento viejo, pre civilizatorio podría decir, que interpela o calma a este hombre cuando no soporta el horizonte de cemento. En todo caso lo que importa es no dejar de ver y de narrar con la fuerza de un canario inquieto y perturbado frente a la ciudad más grande del mundo.