Hace unas semanas, en el ciclo de presidenciables de En perspectiva, Tabaré Vázquez, Fernando Filgueira y Miguel Brechner presentaron las principales ideas del Frente Amplio (FA) sobre educación. Desde una visión complementaria entre lo político, lo social-organizativo y lo tecnológico, quedó presentado un panorama promisorio aunque pedagógicamente incompleto.

La base para cambiar

No es ingenuo apostar a que el FA intente un cambio significativo en la enseñanza tras dos períodos en el gobierno. Se trata de la fuerza política que más innovaciones institucionales duraderas e igualitarias ha implementado desde el primer batllismo a la fecha. Si se pudo reformar el sistema de salud, el tributario o la informalidad del trabajo doméstico y rural, ¿por qué no podría transformarse la educación?

Es más, la última década ha sido positiva (no puede quedar lo “positivo” en manos de quienes recién “ven nacer” a un país tolerante e innovador) en muchos aspectos de la educación. El camino recorrido de 2005 a la fecha, con luces y sombras, muestra una inversión inédita, el aumento de la matriculación (sólo un necio puede argumentar que esto de por sí es malo), el incremento en la oferta edilicia (aún insuficiente en secundaria), la generalización del transporte gratuito para estudiantes, la promoción de una entidad evaluadora, innovaciones educativas (aulas comunitarias, tutorías, compromiso educativo, proyectos de tránsito estival entre primaria y secundaria) y la extensión del acceso a laptops (para alumnos y docentes) y a conectividad en los centros.

También es cierto que se ha llegado a cierta saturación del debate en torno a la supuesta “crisis de la educación”. Tiene mucho más de crisis de crecimiento y de cambio cultural, intergeneracional y social, pues van a clase en la educación pública muchos más nuevos jóvenes (y no “nuevos uruguayos”) de sectores sociales que antes no lo hacían. Son recibidos, eso sí, por un sistema ideado en el siglo XX, con tradiciones de enseñanza y una organización resistentes al cambio, y con una exposición social injustamente acusadora, pues parece que la desigualdad social (también reducida por el FA) es fruto de los resultados educativos, cuando justamente la cosa, para quien quiera un poco de realidad, es a la inversa: la educación puede ser una herramienta para disminuir las desigualdades, pero en una sociedad capitalista es lógico que los resultados educativos no sean parejos. Las pruebas PISA demostraron que los liceos públicos de igual condición socioeconómica que los privados alcanzaron resultados similares o mejores. Y también que hay más jóvenes cursando el ciclo básico que hace diez años.

Entonces, la clave está en el desafío de tener un sistema más abarcativo, que comience a reducir esa desigualdad de resultados. Para ello ya existen algunas experiencias desarrolladas en primaria (maestro comunitario, maestro más maestro, tránsito educativo junto con secundaria), que bien pueden tener reproducción innovadora para el ciclo básico. El FA ha centrado su propuesta en un largo ciclo de los tres a los 14 años, en la universalización de la asistencia y en la construcción de más centros de pequeña escala promoviendo comunidades educativas. Se cuestiona la enseñanza por asignaturas y se propone un sistema flexible basado en seis competencias. También se ha hecho mención a reformar la carrera de los docentes (que elijan centro por tres años y que no sólo asciendan por antigüedad) y a escuchar sus propuestas, brindando a cada centro capacidad de apropiarse de los proyectos. En las bases programáticas para un tercer gobierno se reconoce autocríticamente la persistencia de malestar docente como un problema a resolver.

Con los docentes

Dijo Tabaré Vázquez, en el mencionado ciclo de En perspectiva: “Son los técnicos, los docentes, los que conocen, los que tienen que decirnos cómo avanzamos en esas grandes líneas políticas para el país. Y no invertir los términos de esta ecuación”, y agregó que la reforma educativa no se podrá “llevar adelante sin la participación de los trabajadores de la educación”.

La afirmación es 100% compartible, pero falta una vuelta de tuerca que permita al FA ganarse en esta materia (como en tantos otros aspectos) la medalla de pionero de la renovación de Uruguay. Y es ahí que entra “la gente”: no puede seguir siendo nuestro país uno de los de América Latina que peor paga a sus docentes, cuya carrera todavía circula en el limbo de la formación terciaria no universitaria. Claro está que aquí, por motivos electorales, el Partido Nacional se opuso a la Universidad de la Educación; si no ya estaríamos de cara a la renovación.

Es importante tener en cuenta que la enseñanza no es simple suma de más ladrillos, nuevos programas, más computadoras o más horas de clase. Y no propongo una visión “corporativista” o meramente salarial: reformar la educación supone a la vez una reforma política y el análisis de una relación social (de las más importantes y peor pagas en América Latina todavía) entre educadores, estudiantes y sus familias. Si se aspira a una mejora en la calidad educativa, al docente se lo debe concebir como algo más que un funcionario o un mero “recurso humano” que debe cubrir tantas horas de aula y adaptarse a metas prefiguradas de los centros de organización institucional. Para eso hay que enamorar a los docentes con la propuesta. Y el amor sólo puede surgir si se tienen en cuenta los componentes didácticos que los docentes viven día a día en su dedicada tarea.

Si se anteponen las metas globales (tal porcentaje de repetición, tal de aprobación, determinada característica de los contenidos), sin que sean acompañadas por un verdadero rediseño de la función docente, que permita al mismo tiempo exigir y revisar esas metas junto con la realidad concreta del centro de enseñanza, se corre el peligro de poner la carreta delante de los bueyes, de que el organigrama importe más que la praxis educativa en red, y también es probable que se generen resistencias, ya que el multiempleo y el malestar docente son parte de un compleja realidad que debe ser modificada al mismo tiempo que se propone la reforma.

Voy a poner un ejemplo conocido: cuando el proyecto Rama implementó la enseñanza por áreas, uno de los objetivos compartibles era el que en cada centro hubiera menos profesores con más tiempo para destinar a sus alumnos. Pero eso no fue acompañado por un ida y vuelta pedagógico que tuviera en cuenta las diversas formaciones desde las que los profesores de Historia o Geografía llegaban a dar la materia “Ciencias Sociales”. Esto provocó múltiples resistencias que, más allá de lo político, partían del desconocimiento de los docentes sobre cómo encarar un programa nuevo, con saberes y problemas diferentes de los de su especialidad y sin instancias reales para reformar en colectivo sus prácticas. Si me van a poner a dar Geografía, lo ideal es que disponga de la oportunidad de analizar mis clases y mi propuesta con un docente de esa materia, intercambiar recursos, proyectar actividades y promover una reflexión sobre esa enseñanza novedosa. Quien crea que esta exigencia de un tiempo pedagógico para reflexionar y enriquecer la praxis docente es innecesaria está mirando a la educación como quien mira una fábrica y pide productividad en función de las horas trabajadas. Y la escuela y el liceo, a no ser que todavía tengamos una mentalidad industrial, no son fábricas.

El ADN pedagógico

Lo antedicho no supone descartar los criterios de gestión y participación; la idea fuerza que intento transmitir es que, cualquiera sea el proyecto de cambio, debe realizarse en diálogo real con la experiencia didáctica y dándole a ésta un carácter permanente y profesional, como garantía de calidad, renovación y posibilidad de exigir resultados.

El ADN debe buscarse en las escuelas de práctica de magisterio y en la formación en didáctica del profesorado, dos pilares que no aparecen como líneas centrales de los cambios propuestos. Y es ahí donde creo que debería estar la llave de la modificación genética ideada. A nivel global, estimo que se puede apuntar a un cambio de fondo si se diseña una participación laboral que suponga una extensión permanente de la formación didáctica y en colectivo de los docentes. Convertir a todos los centros en comunidades de práctica, donde haya referentes didácticos y clases compartidas y comentadas entre varios docentes (¡como se hace en Finlandia!), con tiempo para discutir y mejorar las prácticas, y también para tareas extra aula como la planificación y participación en proyectos de evaluación y de relación con la sociedad.

De esta forma, no sería utópico pensar en que los docentes tuvieran tiempo para encarar buenas clases, ensayar y repensar nuevas prácticas y, a la vez, involucrarse en las metas propuestas desde un ida y vuelta profesional y fundado en la experiencia. La tan anhelada capacidad de medir y exigir resultados puede ser mucho más concreta y real: con qué asiduidad el profesor trabaja, participa en las visitas didácticas y en los foros de discusión, redactó artículos sobre los proyectos del centro, generó innovaciones educativas para revisar los criterios de evaluación, realiza cursos de posgrado.

Todos estos elementos deberían formar una grilla de evaluación de la práctica docente, a partir de la cual se generen el escalafón y los ascensos de grado, para que lo salarial se relacione con la medida en que el compromiso y la formación continua de cada profesional dan garantías de una mejor enseñanza, vinculada con el medio y el proyecto de cambio.

Voy con otro ejemplo: se propone como derecho y se exige a la hora de la enseñanza apostar a la inclusión educativa, a partir de las necesidades educativas especiales de los estudiantes (dislexia, TGA, etcétera), pero no se prevén aún instancias para que los docentes que tienen formación específica en la materia puedan trabajar conjuntamente con quienes no la tienen y con psicólogos. Si el centro educativo fuera realmente de práctica docente en red, sería cosa de todas las semanas tener un espacio para intercambiar propuestas e información relevante, a fin de mejorar cómo se enseña, se motiva y se evalúa a esos estudiantes, sin tener que caer en la obligación de hacer pruebas “más fáciles” porque “tienen tolerancia”. El recién creado Departamento Integral puede ser un punto de partida en este sentido, si se multiplica la coordinación entre especialistas en todos los centros. El mismo ejemplo puede pensarse para casos de dificultades socioafectivas y el trabajo conjunto con psicólogos y trabajadores sociales. Y para la inclusión socioeconómica sería muy positivo integrar en la discusión de prácticas a los educadores sociales y comunitarios que, desde las diversas experiencias de educación popular, tienen enormes aportes para realizar al momento de entender cómo encarar la enseñanza con sectores recientemente incorporados al sistema formal.

El cuarto elemento

Para todo esto, tres cosas son fundamentales: una redefinición del cargo docente (las 20 horas de aula en un centro más otras 20 de trabajo didáctico en red), una apuesta salarial que profesionalice de veras y que vuelva atractiva la carrera para más sectores de la sociedad (prestigiando la docencia y pulsando la exigencia más allá de la vocación de servicio) y una incorporación didáctica del Plan Ceibal, que potencie la capacidad instalada de conexión y formación educativa, para que foros, proyectos de evaluación e instancias socioeducativas se desarrollen de modo fecundo entre el liceo y la virtualidad.

Apostar a esto lleva tiempo y recursos; sobre ello iremos en próximas columnas. La propuesta de transformación educativa no debe pasar sólo por los ejes político, social y tecnológico, que ya están sobre la mesa, sino también por el pedagógico. En este último hay que poner el acento para construir una nueva educación entre todos, partiendo de la riqueza acumulada por Uruguay.