Me subo al primer “100” que pasa y me siento al fondo en el asiento de los bobos (a veces me gusta asumirlo). Sube ese hombre extraño con su guitarra, portador de esos rostros que perturban: seguro que fue un accidente violento, un incendio incontrolable, agua hirviendo o ácido que carcome la piel lo que le dejó la cara así, deformada, con los ojos hundidos y la piel en retazos. Ese hombre sale a la calle con su rostro descubierto y sin embargo no se amilana y canta con tono acertado esa canción de Joaquín Sabina que habla de un “boulevard de los sueños rotos” y, creo, de alguna esperanza en la rotura, en el daño. No es compasión o misericordia lo que uno siente frente a rostros verdaderamente dañados sino otra cosa más egoísta o interna, una especie de adquisición momentánea de la conciencia sobre los propios defectos nimios (las piernas flacas o los tobillos gordos, la panza exuberante, esos hombros que quisiera, el culo demasiado algo o poco, qué sé yo), todo eso que uno, sin ser un Adonis, siente o piensa cuando se mira en el espejo de un cuerpo amputado o enfermo. Quizá anote esto porque voy en busca de 8 de Octubre con una percepción previa, diurna, de un ruido insoportable y de un deambular humano que nos devuelve otra cara arruinada de esta ciudad, la de una avenida flechada a dos manos pero con una única dirección, la de comprar, vender, consumir.

Me bajo dos paradas más allá de Pan de Azúcar. Hay algo que cambia sensiblemente luego de esa calle. Pareciera que a las casas, al fin, el comercio las dejara ser y respirar, expresarse. Bajo justo en la cuadra de la plaza de deportes Atilio Narancio y con gratitud festejo que más allá de las rejas, un grupo de niños aún juega a la pelota a las diez de la noche, una pareja se besa, unas señoras conversan y unas muchachas atraviesan ese espacio arbolado. De frente, por la vereda, veo venir a un negro inmenso en short, musculosa exagerada y paso lento, seguro de su corporalidad y sus pectorales de gimnasio. Llego a la esquina y doy la vuelta porque no me daría la noche toda para recorrer la inmensidad de la avenida. Me cruzo otra vez con el hombre del boulevard de los sueños rotos, que va en busca de la próxima parada, de los próximos pesos.

Tengo ganas de sentarme en un bar a las 22.30 sobre 8 de Octubre y desde una ventana fisgonear una esquina, un pedazo del mundo, éste que nos tocó en suerte. El bar París podría ser. Me acuerdo de una película argentina, aunque no de su nombre ni de su actor o actriz, que vivía soñando con irse de su país, que visitaba un día sí y otro también el aeropuerto y veía a los aviones que despegaban hacia un destino soñado, París. Finalmente encontraba en su ciudad, como treta del destino o broma macabra, un bar con igual nombre. No, no vivimos en París, ni los porteños ni nosotros, aunque todos nos jactemos de ese algo que ni siquiera conocemos. No me detengo en el bar porque otras cosas me distraen: los ómnibus van hacia afuera -o a la periferia o como lo quieras llamar- cargados de gente, obreros fatigados con sus rostros contra los vidrios o, los que van parados, con las caras apoyadas en sus propios brazos como preámbulos de almohadas. Y en las veredas, lo mismo. No es el inicio de la jornada sino su fin, pero igual se manifiesta eso tan montevideano que no cambia nunca: el obrero espera lo que tenga que esperar para volver a casa, mientras otros siguen trabajando para asistir a los cansados. Las muchachas de los carritos de choripán y sus caras de sacrificio, los lavadores improvisados de taxis (una manguera y un balde), los mozos que atienden, también es cierto, a la clase lejos de París pero cerca del nuevo impulso uruguayo en instalaciones que quieren ser más cool o coquetas, de sillones y brillos contemporáneos. En la puerta de uno de esos bares una mujer minúscula, flaca, cincuentona, una mujer que podría ser la moza del bar o la empleada del carrito de chorizos o una madre abnegada, lo que sea, me sonríe y me guiña un ojo en una invitación sexual rápida. Le digo que no desviando o bajando la mirada. No tengo nada contra las putas y tampoco creo que el comercio sexual se pueda abolir por una especie de conciencia colectiva o de eslogan (“sin clientes no hay trata”), pero, si pudiera convertirme en un filántropo nocturno, le daría a esa puta desgarbada, sin intercambio alguno, los 1.000 pesos que supongo que hoy necesita para volver a casa. Por la vereda de enfrente, una muchacha acompañada de dos varones, que acaba de revolver un contenedor, lleva colgado de un brazo a un bebote desnudo; por suerte, de goma.

Sigo y veo lo destrozado y lo que se oculta tras todo lo que nos quieren vender y queremos comprar. Veo que las farolas y los tachos prolijos de basura son rotos o arrancados de la noche al día (en este momento hay un hombre harapiento que lucha contra uno) y que, tras todas esas marquesinas espantosas, agobiantes, chirriantes de patético gusto que se extienden por decenas de cuadras, se esconden fachadas de casas trabajadas, de diversos estilos arquitectónicos, casas de dos plantas o a lo sumo tres que no hace mucho tiempo supieron engalanar esa avenida. No sé cuándo fue que entramos en esta locura, en esta fealdad, pero sé que el abandono de la belleza arquitectónica y el consumo desenfrenado y su publicidad pervierten a cualquier ciudad. Y que toda avenida conoce sus tramos, sus cortes. Justo al llegar a Luis Alberto de Herrera se abre gigantesca una porción de cielo, aunque un cartel enorme del ahora candidato presidencial blanco y nieto del hombre que nombra la avenida arruina todo respiro. Lo mismo la horda de hinchas de Peñarol que espera en la esquina y, supongo, está por tomarse un ómnibus para acompañar a su cuadro al eterno y repetido campeonato de no sé qué gloria continental. Vinos, cánticos de machos cabríos, esa arenga monocorde del “coger, aplastar, la vuelta vamo'a dar”. Y bueno, hay que aceptar las institucionalidades del Uruguay, a ésa y al Hospital Militar, que unas cuadras más allá atiende a toda esa fuerza inútil, aunque nadie cuestione que un milico merezca atención médica.

Pensándolo bien, el primero en merecerla sería ese pobre miliquito desgarbado (tanto como la prostituta) que monta guardia con cachiporra y arma en la sede de Salud Mental del hospital. ¿Qué locura mayor que un jovenzuelo pobre, inculto y armado cuidando toda la noche la sede de la sanidad mental de los milicos? Y más allá la sede de Nacional, el otro cuadro (los otros putos), callada y sorda por esta noche (gracias a Dios); y a unos pasos, el símbolo máximo de otra salud y de otra bandera: el hospital oncológico, el signo de este hombre que seguro será presidente y que se autoproclama cuidador de todos (de la puta, de los putos de todos los cuadros, de todas las instituciones, del cuerpo social sano y productivo, de esa paz ficticia como la cura del cáncer).

Camino unas cuadras más y paso por la belleza despejada y sin mucha propaganda de la educación de elite (la Universidad Católica y el Crandon) que no necesitan para existir ningún aspaviento; están ahí sabedoras de un poder claro, manifiesto. Pienso en la elite pero inmediatamente me saca de foco un muchacho que viene de frente y sacude los brazos y se bambolea mientras me grita “amistá”. Por si acaso (soy mortal, qué va a ser) me sumo a una extensa cola de un 24 horas.

Llego a la Plaza de la Bandera y por suerte ninguna flamea en su centro y menos la de la patria. Alivio de luto, podría cantar ahora el hombre de rostro destrozado. Me fumo un cigarro y pienso que un paseo por una avenida siempre es arruinado por el ruido, las marquesinas, la publicidad política. Ahora no veo banderas pero, maldita sea, una negra grandota me dice desde un cartel que quiere ver presidente a Lacalle Pou, y pienso que él no debe haber visto a esa negra más que en una cocina o en una visita guiada por la afro orientalidad. A los costados, dos carteles más, con Raúl Sendic y Tabaré Vázquez abrazados, eternos sonrientes, me dicen que me encierre hasta el último día de noviembre. Definitivamente, no me gusta la calle de este octubre.