A ciertos lugares que nunca visitó, uno va con imaginarios previos. Una milonga joven, alternativa, descontracturada, lejos de la ornamentación o la sacrosanta pose compadrita, me habían dicho. Sin el firulete ni el cabeceo, sin mujeres que en el fondo esperan ansiosas o angustiadas a los hombres que proponen y disponen.
Una casa de altos antigua, con luces tenues, pista de dimensiones respetables y piso de madera, balcones donde salir a fumar, copa de vino barata, la milonga a las 23:30 está en todo su esplendor. Es la Cardapio, que se hace cada tanto y va rotando de lugar. Copa en mano, busco un asiento y trato de sumergirme en uno de los ritmos musicales que me extraen de mí mismo, más cuando una pareja es llevada por esa música que deseo sea una de las formas que nos delineen: un desgarro del alma reconvertido por arte de gesto en estética sublime. Siempre a uno le sucede lo mismo: tengo que aprender a bailar, se dice o recrimina aunque también puede entregarse a la más pura contemplación. El tango también son (o eran) sus poses, sus tacos, los zapatos lustrosos de los varones, una sensualidad cierta que estiliza los cuerpos, una tensión sexual tramitada por una distancia arrogante entre los bailarines, aunque una mano se deslice en la espalda del otro o le tome el cuello como si fuera el más perfecto preámbulo de una cama amorosa, el deseo no practicado, cierta forma de un exquisito goce histérico, unos Eros antipragmático.
Comparto un largo asiento con unos muchachos orgullosos de su posmodernidad, esos que podrían haber sido parte de la troupe estética de David Bowie: tres mujeres en plataformas, plumajes sintéticos, extraños peinados ya no tan nuevos, ropas intervenidas, piercings, culos redondos y perfectos, cinturas minúsculas envueltas en calzas brillantes. Una de ellas, una rubia infartante pero demasiado sabedora de su exuberancia (eso siempre resta), le acaricia la espalda a un muchacho que ahora pienso será su novio y al que dos minutos antes lo juné como una de mis posibles presas, aunque en verdad no me emocione tanto un muchacho con las uñas pintadas de negro. Pero tenía estilo el muchacho contemporáneo: un pañuelo al cuello de seda rojo, un saco de terciopelo negro que no se sacó un minuto aunque le sudara la espalda, una gorra a tono, una prestancia un tanto impostada pero atractiva. En fin, cuando una mujer le acaricia la espalda al hombre que te gusta, sólo te queda perder la mirada en la pista.
Hay algo de esta propuesta no acartonada que me seduce y hay algo que no. Es cierto, no hay por qué acicalarse hasta las medias en red ni tener la camisa perfecta por dentro del pantalón para tirarse unos pasos. Acá la propuesta es otra: vestite como quieras, abandoná si querés los tacos, con championes también se puede hacer un ocho. Pero a veces la desacralización también abandona la belleza. No sé si me dan ataques conservadores; yo más bien los llamaría clásicos o canónicos: el mejor tango bailado que he visto siempre fue sobre tacos y zapatos. No me atrae esa hippie que acaba de dejar el morral y ese muchacho en championes Adidas que aparte de divertirse parecen profesar que ya ninguna danza es sagrada. Tampoco me convencen esas mujeres de las milongas clásicas que revelan una soledad inmensa pero disfrazada tras kilos de revoque y poses circunspectas. No sé si hay un justo medio, pero sí me conmueve esa pareja que acaba de salir a la pista y realiza una ceremonia en cada paso, una entrega que va más allá del divertimento, que busca extraerse del mundo mientras cada compás les marca la siguiente figura. De pronto, dos hombres salen a bailar entre sí y me alteran, no por la belleza gestual lograda o alguna sensualidad incipiente, sino porque están jugando a los dos hombres cancheros, a la mímica del gay friendly, casi como un chiste de Tinelli.
He escuchado que también en Montevideo existen las milongas queer y me tengo prometido ir a ver a ese bailarín que he visto en otros lados, que baila el tango con otros hombres como un hombre más, elegante, ceremonioso, entregado a la música y al cuerpo que lleva o por el que es llevado. Me vienen a la cabeza otro tiempo y otro arte.
Aquel tiempo que no sé si es cierto o parte de la leyenda tanguera: cuando los hombres bailaban entre sí e inventaron los pasos. ¿Cuándo esa preciosa mujer en minifalda vino a expropiarnos a ese viril compadrito? Y el arte, a veces más duro y más trágico que una sola pista de baile: aquella escena de la película Happy Together de Wong-kar-wai, en la que dos orientales de China resolvían todo el amor y el desamor del mundo (el de ellos) en un sur bonaerense tanguero y melancólico. No importa si es entre hombres o mujeres o todas las combinaciones posibles, importa que algo sea tomado en serio, importa la construcción exacta del amor (aunque idílica o imposible) que se me asemeja a esa pareja que ahora baila con la convicción del acercamiento y la distancia y el juego perpetuo entre esos dos estados, y siempre rodeado de un erotismo que cuando muere inaugura la despedida o el principio del fin. ¨Hay que darle tiempo, el tango siempre llega¨, dice una amiga que sabe de poesía y vida y de la simbiosis entre ambas, y es cierto: llega solo el muy bastardo e inocula o realza el alma cuando uno se da cuenta que ¨frente a frente hemos quedado¨. Llega solo y por varias vías y a mí me habitó realmente en Buenos Aires, pero no en una milonga sino en un bar viejo y clausurado, clandestino, Lo de Roberto, situado en el corazón de Almagro y lleno de bohemios, viejos que cantaban a capela, pasajeros en trance, turistas curiosos, rotos y descosidos, peronistas a ultranza, desconfiados de la vida, una muchacha que cantaba con esa desgarradura que es sólo porteña y que entregaba tarjetas con un eslogan que rezaba ¨mi tango es rock¨. Y era cierto. Ahora en la milonga se da un corte y una quebrada y aparece un ¨mago desilusionista¨ que ameniza el entreacto entre el baile y la orquesta que se viene. Hace chistes, trucos pensadamente fallidos, instaura una kermese. Todo de una inocencia inteligente, sana, que los bailarines aplauden sentados en el piso como si estuvieran en un campamento hippie. Nada de eso le hace mal a nadie, pero me altera un poco esa disociación consciente y buscada que luego se refuerza cuando toca la orquesta. Dos músicos virtuosos y una cantante y bandoneonista porteña de voz potente, que sin embargo atenta un poco contra su propio arte, su propia belleza, cuando se excusa o explica que el tango triste y desgarrador que va a cantar no tiene mucho que ver con la vida, o que mejor dejar en el arte todo ese desasosiego, porque la vida y sus virtudes. Arruinado el tango, su hermosa voz, mi experiencia estética. Después viene una polca y un poco de murga mientras me voy y dejo 50 pesos en la gorra de la escalera. Yo no le tengo miedo a las heridas del tango. Y parece que los hippies, tampoco.