A medida que la tarde del 26 de octubre se hacía noche, quedaba en evidencia la bochornosa distancia entre la “opinión pública” de las encuestas y las preferencias de la ciudadanía en las urnas. El “error” de octubre tocó una campana de alerta. Quizá, como sugiere Aníbal Corti (http://ladiaria.com.uy/UFy), vivíamos en un Uruguay irreal, construido en torno a sondeos de opinión aceptados dócilmente. Un país hiperpunitivo en temas de seguridad, descaradamente conservador en asuntos como aborto y drogas, cansado de proyectos de izquierda y seducido por un neoliberalismo 2 o 3.0, vestido de positivas y renovación. Las urnas dejaron en evidencia que no. Sin embargo, en un sistema en el que la “opinión pública” que las encuestas construyen ha cobrado ribetes cuasi divinos, los mapas políticos que éstas dibujan y los medios difunden son siempre constitutivos de la realidad política. Las encuestas legitiman proyectos, hacen y deshacen candidatos, y moldean preferencias sociopolíticas. La tensión entre ese proceso de acumulación de poder y la aspiración a más y mejor democracia es obvia. El problema no son los sondeos per se, sino su mutación de herramienta analítica a jaula de hierro. La discusión sobre porcentajes, métodos y elecciones debe dar lugar a una crítica radical del lugar del complejo mediático- encuestador (quienes pagan, elaboran y difunden los sondeos) en nuestra democracia.
Dos columnas han dado el puntapié inicial. Gabriel Delacoste señaló en Brecha (http://ladiaria.com.uy/UFz) que las aspiraciones de neutralidad de las encuestadoras son en el mejor de los casos una utopía, y en el peor, política disfrazada de ciencia. Corti, en la nota ya mencionada, llamó a hacer oídos sordos al aturdimiento que generan los sondeos dentro de la izquierda. Deberíamos ir más allá. Necesitamos una cultura de cuestionamiento radical ante las voces que dicen hablar por la “opinión pública”. Necesitamos desnaturalizar el poder simbólico acumulado por el complejo mediático-encuestador para legitimar otras maneras de entender y hacer la política.
¿Qué hacen las encuestas?
Los sondeos no sólo miden sino que también construyen activamente ese esquivo sujeto colectivo que llaman “opinión pública”. Tal ejercicio de albañilería supone siempre -tanto cuando es “acertado” como cuando es “erróneo”- una intervención política. Siguiendo a Pierre Bourdieu (http://ladiaria.com.uy/UGA), esto se desprende del análisis de tres supuestos problemáticos que lo sustentan:
Todos tenemos iguales recursos para generar una opinión. Sin embargo, existe una compleja trama de marcos conceptuales desde los cuales interpretar una pregunta. Por ejemplo, lo que para algunos aparece como una pregunta política es para otros una cuestión moral. En referencia a la regulación del cannabis, las encuestas han “medido” la opinión pública casi exclusivamente con preguntas como “¿Está de acuerdo o en desacuerdo con que se legalice la venta de marihuana?”, y los resultados han sido siempre más de 60% en desacuerdo. Pero cuando Factum preguntó si se estaba “más” de acuerdo con la compra de marihuana en “farmacias con calidad controlada por el Estado” o “a la mafia de las drogas”, 78% eligió la primera opción y sólo 5% la segunda. ¿Cómo se explica esta aparente contradicción? Los sentidos comunes morales construidos alrededor de las drogas son el oxígeno del prohibicionismo. Quienes proponen alternativas a éste, por el otro lado, han encontrado un sólido argumento en sus consecuencias inesperadas, especialmente la expansión narco. Preguntar invocando (equivocadamente) la “legalización” es para muchos inseparable del universo moral prohibicionista. Pocos pueden decantar la complejidad política detrás de la guerra contra las drogas. La segunda pregunta, en cambio, es más filtrable políticamente. Para peor, la intensidad de las preferencias que conforman la “opinión pública media” suele variar radicalmente: en otro sondeo, 51% de los encuestados dijo que quería mantener la ley para ver cómo funcionaba.
Todas las opiniones tienen el mismo peso y su proceso de formación es individualizado y atemporal. Pero la formación de opiniones es siempre intersubjetiva y temporal, algo que las “muestras representativas” de las encuestas omiten. Su carácter social, interactivo y dialógico podría, por ejemplo, explicar el pobre análisis de los “indecisos” en la elección. La incapacidad para medir la movilización del aparato del Frente Amplio y la campaña del No a la baja le costó caro a González et al.
Existe consenso sobre las problemáticas y preguntas que vale la pena hacer. Éste es el supuesto más obviamente falso, pero también más naturalizado (y el más antidemocrático). La construcción de la opinión pública es siempre una “imposición problemática”. Las empresas consultoras -contratadas por medios de comunicación, grupos políticos o empresas- suelen hacer un importante esfuerzo para que sus preguntas sean lo más neutrales que resulte posible. Enhorabuena. Lo que las encuestadoras no pueden hacer es incorporar la inabarcable polisemia detrás de una pregunta y sus respuestas, o siquiera si una pregunta significa algo para el entrevistado. Las consultoras y quienes las contratan confirman así sus propias categorías, preferencias e intereses, inscribiéndolos en el cuerpo de la “opinión pública” que han ayudado a crear. Más aun, las problemáticas son casi siempre las de unos pocos con recursos suficientes para hacer andar la máquina mediático- encuestadora. No es extraño entonces que la “opinión pública” se pronuncie asiduamente sobre “conflictividad sindical” pero casi nunca sobre redistribución de la riqueza. Si la población dice algo por medio de las encuestas, lo dice sobre temas que las elites escogen.
Magia y encuestas
Como señala Corti, despojarse de la “opinión pública” es romper el tabú de discutir, desde la izquierda y con ideas de izquierda, temas hasta hoy monopolizados por marcos conservadores. Hasta el plebiscito de octubre (pero incluso hoy) analizar el problema de la seguridad desde posturas no punitivas era visto como algo impensable, mientras que políticas anacrónicas y revanchistas se presentaban como obvias. La victoria del No dio un poco de oxígeno a quienes creemos que más cárcel y más represión no solucionan nada y son parte del problema. Pero si la crítica no se transforma en un ejercicio constante corremos el riesgo de volver a caer en la misma trampa. No siempre va a existir la posibilidad de contragolpear en las urnas y la calle. El antídoto de largo plazo es desnaturalizar -y por qué no deslegitimar- el poder del complejo mediático-encuestador.
La buena noticia es que este poder, de carácter esencialmente simbólico, depende de la connivencia de los “sondeados”. El capital del encuestador no es muy distinto al del mago en las sociedades premodernas analizadas por Marcel Mauss (http://ladiaria.com.uy/UGB). La clave está en el reconocimiento de los dominados a los dominantes. En esa relación reside el potencial para alternativas en las que la masa no hable en porcentajes, otras maneras de construir mapas políticos sean legitimadas, y la voluntad política se materialice más en la calle que en los noticieros. Proyectos como el No a la baja muestran que se puede. La solución no es matar al mago, sino arruinarle el truco más a menudo y dejar de invitarlo a todos los eventos.
Una versión previa de esta nota fue publicada en Razones y Personas.