Señores ministros José Balcaldi y William Corujo:
No los conozco personalmente. Sé que integran el Tribunal de Apelaciones en lo Penal de Segundo Turno, ya que he leído dos sentencias redactadas por ustedes este año, la Nº 156 y Nº 259, del 4 de junio y el 10 de septiembre, respectivamente.
La primera absolvió a un hombre de 75 años, Javier Moya, del delito de explotación sexual de una niña de 15 años. La segunda, también absolutoria, se refirió al caso de un hombre de 27 años procesado por el mismo delito, pero esta vez por mantener relaciones sexuales con una niña de 12 años.
Los criterios con los cuales justificaron sus decisiones son variados, todos ellos basados en una lógica donde prima el interés de los inculpados. En términos generales, llegaron a la conclusión de que ellos son las verdaderas víctimas de abuso y engaño por parte de personas de 15 y 12 años.
Las fojas leídas no dejan lugar a dudas: ustedes fallan a favor de los explotadores, de los hombres que disfrutan de tener sexo con niñas, de aquellos que invocan como justificación el consentimiento de las víctimas entre engaños y regalos de todo tipo, incluyendo la provisión de alimentos (por si quedaba en duda la situación de vulnerabilidad en la que se encuentran las niñas explotadas).
Resulta abrumador identificar hasta qué punto naturalizan las condiciones más intolerables de violencia sexista. Quiebran lanzas por la injusticia, la justifican, la engalanan con latinazgos y citas de sapientes juristas y literatos.
Ustedes, señores ministros, indolentes ante la obstinada misoginia que mata y cosifica a niñas y mujeres, tienen una enorme responsabilidad. Se convierten en cómplices velados de las condiciones que hacen posible la impunidad, el caldo de cultivo para la explotación sexual de niñas y adolescentes.
Mientras estos varones arrebatan la inocencia, al usar y disfrutar los pequeños cuerpos, ustedes revocan los fallos que condenan sus actos, y redactan sentencias que buscan resarcir presuntos agravios a los inculpados. Las decisiones que adoptan forman parte de una violencia instauradora que, de la mano de la eficacia simbólica del Derecho, va dejando un rastro difícil de disolver.
A partir de un golpe de tinta corre la bochornosa comprobación de que en estos casos ustedes no defienden la ley ni velan por su cumplimiento. Interpretan maliciosamente la normativa nacional, al tiempo que ilustran sus textos con referencias de derecho comparado, sentencias de otras latitudes que naturalizan prácticas de explotación sexual durante la niñez.
Hace diez años, ante la urgente necesidad de implementar acciones concretas en el combate contra la explotación sexual de la niñez y la adolescencia en todas sus formas, se promulgó en nuestro país la ley 17.815, y por decreto presidencial se creó el Comité Nacional para la Erradicación de la Explotación Sexual Comercial y No Comercial de la Niñez y la Adolescencia.
Ese comité busca crear conciencia en la población sobre la normativa existente y los impactos sociales, sicológicos y jurídicos de su incumplimiento. Mientras tanto, los criterios hermenéuticos empleados en sus fallos reivindican la explotación sexual, con afirmaciones como “En su conocimiento interno mantuvo [relaciones sexuales] con alguien que no era menor, lo que aún no es delito en nuestro país” (sic), o “guste o no guste es lo que dice la ley, y no corresponde ingresar en valoraciones al protagonista judicial” (sic).
¿Cómo es posible justificar tal contradicción? ¿Cómo se sostiene el desconocimiento de los mecanismos existentes para condenar la explotación sexual de niñas y adolescentes por parte de funcionarios con su investidura?
Eva Giberti planteaba hace unos años la posible existencia de una “sintonía moral entre quienes cultivan sentencias que horrorizan y los violadores y abusadores que precisan silenciar las palabras de los niños y las niñas víctimas”.
Son muchas las voces que coinciden en que las sentencias referidas aterran, preocupan, generan desconfianza, opacan el trabajo de otros funcionarios que bregan para que la credibilidad de la Justicia ante la ciudadanía sea la base del funcionamiento de nuestro estado de derecho.
El rol del Poder Judicial y su independencia deben resultar incuestionables. Sin embargo, constituye un riesgo enorme para nuestras democracias pensar que los jueces están investidos con la potestad de retroceder y dar la espalda a los avances alcanzados en materia de derechos humanos, sin que podamos hacer nada al respecto.
La máxima aspiración de un Estado democrático y constitucional es contar con instituciones que tutelen los intereses generales y garanticen nuestros derechos fundamentales, sustrayéndolos de la arbitrariedad y el abuso de poder.
En medio de la indignación, y a pesar de la oscuridad aparente, del lado de la Justicia hay todavía una luz en el horizonte. Luego del recurso de casación interpuesto el 16 de junio para impugnar la sentencia que absolvió a Moya, por considerarse que existían “elementos de convicción suficientes para juzgar que el imputado tuvo participación en el delito” y que “el Tribunal [efectuó] una interpretación absolutamente literal y descontextualizada,” la Suprema Corte de Justicia (SCJ) tiene la última palabra sobre la sentencia y los alcances de la normativa vigente que tipifica la explotación sexual. El pronunciamiento de la SCJ será clave para sentar un precedente en la lucha contra prácticas infames que comprometen de por vida a cientos de niñas y adolescentes en nuestro país.
Es posible que las manifestaciones por la lucha y el respeto de los derechos fundamentales incomoden a algunos. Estas líneas apelan a tender un puente con todas aquellas personas que se rehúsan a que la ignominia de un puñado nos arrebate legítimas aspiraciones de justicia y dignidad.