Un puente siempre trae una sensación de alivio. Elevarse aunque sea diez o veinte metros sobre el nivel de esta ciudad plana, expande la mirada y por lo tanto, el espíritu. Ahora atravieso el Viaducto en una línea de las decenas de ómnibus que lo transitan y tengo esa sensación de desprendimiento durante 20 segundos. Los vuelos en esta ciudad duran poco y ya en la primera parada después del puente, todo se vuelve tan real como la mismísima locura de compra y venta chirriante.

Me salgo de Agraciada porque no soporto los motores y el consumo exacerbado de los tiempos del progresismo y en una de las primeras calles paralelas, India Muerta, encuentro un suspiro de campamento abandonado. Casitas bajas, modestas, la calle limpia, señoras en la vereda chupando mate, un gordo feliz con su panza y el medio tanque al que le echa leña sobre una terraza minúscula de una casita de dos plantas de bloques, aún sin terminar, mientras bebe su primera cerveza. La verdad es que en Uruguay no hay imagen que manifieste más paz coloquial que la de un hombre preparando un asado. Es como si hubiese esperado toda la semana o toda la vida ese acto que parece lo completa, lo protege. Y toda esa paz de morcilla y chinchulines (real o ficticia, me da igual) apenas a una cuadra de la locura de Agraciada.

Doy unas vueltas y no sé por qué artilugio de mis pies llego al centro del Viaducto, justo debajo del puente, en Agraciada y Ángel Salvo, y estoy parado en la puerta del Bar de Vida. Estoy seguro que sentarme una hora allí me dará mucho de comer, pero decido caminar un rato por la calle Salvo.

Ya en la primera cuadra algo me descoloca: el pequeño pasaje Nueva Aurora contiene 10 o 12 casas que nada tienen que envidiarle a la arquitectura deseada de las Bello y Reborati. Intento buscar la marca de los arquitectos pero me dejo llevar por esas casas de dos plantas que conforman una isla en medio del barrio. Las ventanas, las puertas, la nobleza de sus terminaciones, me dicen de un tiempo en el que ese barrio (o ese trazo) fue aspiración y realidad de una burguesía intelectual. No hay forma de que no lo haya sido, ciertas marcas quedan en la ciudad como las heridas profundas en los cuerpos.

Sigo por Salvo y atisbo a lo lejos otra imagen que siempre trae sosiego. Es un pedazo de mar, me digo, otro lugar desde donde descubrir el río, aunque no comprenda del todo cuál puede ser la desembocadura acuosa de esa calle. No importa, camino en busca de ese páramo final no sin antes detenerme en la intersección de Salvo y Manuel Herrera y Obes, donde cada esquina tiene una glorieta circular con árbol gigantesco en su centro. Prendo un cigarrillo en una de las glorietas y compruebo ese punto exacto y efímero en que mientras se retiran el sol y esta perversa humedad que nos conducen al mal humor, uno siente que algo se le escapa, esa transición hacia la noche que se cuela en nuestro adentro y se vuelve independiente de nuestra voluntad por efectos de la luz, del viento o del mundo que se decide a parar un poco.

El olor a jazmín y el manto de flores violetas sobre el cordón de la vereda, contribuyen a ese detenimiento de todas las especulaciones (Pessoa dixit). Y otras imágenes pueden hacer, por un día, en un paseo, que uno registre lo extraño: ese sillón de dos plazas hecho añicos con cortinado por detrás y prendido a una pared como escenografía de fondo de una parada de ómnibus. O ese patio, local inverosímil que expone (y supongo que vende) pequeños cañones de guerra herrumbrados, cadenas de hierro para amarrar grandes embarcaciones, redes antiguas de pesca, bañeras de metal, salvavidas, una viejísima antena parabólica, ventanas de barcos viejísimos y, como imagen contundente de un local surrealista, una avioneta entera parada sobre cuatro pilares.

De pronto siento que entro en un mundo inventado y lo corroboro cuando aquel mar que vaticiné no era más que una gran pared celeste al final de la calle. A veces, si no existe el mar y lo necesitamos profundamente, hay que fabularlo. Doy la vuelta y llego otra vez a Salvo y Agraciada y al Bar de Vida, que es un bar de dimensiones importantes, limpio, de buen gusto. Todo eso justo enfrente a ese desorden abajo del puente. En ese puente donde han dormido (o duermen) los marginados y que conecta la prestancia del Prado, la salvación de la calle Salvo, el delirio de consumo del Paso Molino, La Teja que empieza a respirarnos cerca, la posibilidad de llegar en 30 minutos al Centro. Y todos los ómnibus y camionetas y autos que uno se pueda imaginar y que circulan como si fueran bichos independientes, sin conductor. Sentado a una mesa en el Bar de Vida, uno comprueba que no hay sociología posible, o más bien que vivimos en el entrevero incapturable, o que el devenir de los hombres y sus tránsitos interpelan cualquier orden social. Dos mujeres toman una cerveza mientras una habla sin parar y la otra calla. La que habla, tiene ese decir edificante, esa necesidad de reafirmar la propia vida: siempre fue empleada doméstica y así alimentó a sus hijos, es solitaria pero amorosa y de Acuario, quiere tirarse las cartas, de alguna forma seduce a la otra que no se deja seducir porque tiene los oídos invadidos de palabras ajenas. No seamos condescendientes per se, que una mujer sea empleada doméstica y que haya trabajado toda su perra vida, no la excusa de ser insoportable. E incorrecta: “por mis hijos doy la vida, pero mi mamá se puede morir al lado mío y a mí no se me mueve un pelo”. Andá llevando. Una cosa son los derechos y otra, bien distinta, el carácter.

Al lado, un muchachito que cuida coches se sentó a comer (sin plato, sólo sobre la mesa) un pedazo de pizza sin salsa, mientras saluda a medio barrio. Dos hombres hablan de trabajos y el que tiene a Jesucristo tatuado en el hombro izquierdo le pide al otro, antes de irse, unos cigarrillos para pasar el rato. Entra un jovenzuelo rubio acompañado de un veterano guapo, que evidentemente esta noche le paga la cena a cambio de un poco de amor. Dos travestis jóvenes y atractivas pasan a las carcajadas y con las tetas expuestas y pantalones que les revientan los culos al lado de unos muchachos que cruzan hacia el Prado con perros de raza (bien sujetos a sus correas), o vestidos con esos kit indumentarios que parece que logran que la transpiración se recicle. Y bocinazos y ambulancias y obreros en camionetas y oficinistas que se van aflojando la corbata y un mundo que comienza a ser complejo y de difícil traducción.

De pronto veo el color (que no es la misma hippeada que decir que veo la vida en colores) de este rincón oculto y expuesto, a su vez, de la ciudad: sillas rojas y azules de plástico, la oscuridad bajo el puente pero con luces que se encienden y apagan intermitentemente, el verde del Prado que a esta hora se está volviendo negro, las decenas de ómnibus que pasan por encima del puente y de mi cabeza (qué muerte más triste sería), la intersección territorial y atmosférica de un mundo que funciona sin reglas muy claras.

Un veterano me habla desde la mesa de al lado, pero por su gesto (la mirada detenida en un culo) sé por dónde van sus intenciones, y una de sus obvias metáforas de la dominación o el goce, me aburren de antemano. Emito alguna onomatopeya y a los pocos minutos entiende que no quiero hablar, que sólo miro el desorden del que él y yo y todos somos parte. Casi todos: unas cuadras más allá, ya en el Prado, está el Liceo Militar y todos esos niñatos a los que se les intenta convencer de que el mundo está lleno de reglas inmodificables y a cumplir. Yo sentaría a todos esos miliquitos aplicados y reprimidos una noche entera en la vereda del Bar de Vida (sin uniformes) para que enloquecieran un poco o trataran de asimilar este olor a tierra mojada que el Viaducto empieza a desprender por efecto de la humedad y de la lluvia (no sé por qué hace tantos lunes que llueve). O que miraran nomás a ese chango -mujer, travesti, no logro darme cuenta y no me importa- que cruza de una esquina a otra esperando un mango, un milico, un muchacho del Prado o un amor.