De noche, y visto desde afuera, uno podría tenerle miedo a ese pulmón verde que se convierte en sombras. Pero el miedo siempre es un motivo para descubrir o insertarse en lo contrario; no la luz (o apenas una luz tímida), sino otra manera de andar. Uno detecta, también, si afina el ojo, las formas de caminar de las sombras: si son solitarias y sólo dan un paseo, si andan en amoríos, si ese grupo tirado en el pasto ríe, toma cerveza y fuma unos porros, despojado de luz delatora del día. Uno en la noche aprende a confiar y sospechar de las figuras fantasmagóricas, las ajenas y las propias, aunque todas, en algún momento, nos engañen. Les tememos a los parques porque andamos temerosos de violencias que podrían acontecer, y por eso los abandonamos, dejamos de lado el lujo que implican el olor a pasto, las hojas de los árboles y sus sonidos de idioma universal, la certeza de nuestro cuerpo aterrizado en el espejismo opaco de una ciudad que entra en sueños.
Es difícil, casi una ofensa al lector, contarle algo que seguramente conozca de memoria. El lago y sus botecitos, el puente de madera, la glorieta circular con fuente en el medio y bancos de mármol que la rodean, decorados con venecitas. Por eso, en los lugares más comunes del planeta, uno tiene que inventarse su historia para no sucumbir a una corriente abúlica. Y a veces, tiene que ser hiperbólico.
No sé a cuántas personas les pasará, pero cuando me aburro de esta ciudad hago como si estuviera en otra. En algunos ómnibus, cuando doblan una esquina, ingresan a una nueva avenida o transitan una calle que me evoca algo atmosférico, me digo que entré a Caballito o a Almagro, en Buenos Aires, y los que me rodean son perfectos porteños que comparten conmigo otro destino de ciudad. Ahora, sentado en estos bancos moros alrededor de la fuente, con una pareja cerca y devorándose a besos, me digo que estoy en la Alhambra y que los chorritos de agua que escucho son los conductos acuosos a los que los árabes confiaban su paz.
Si no hay plata para viajar hay que inventarse el viaje. Y tratar de registrar si detrás de lo siempre visto hay algo más. Me acerco al monumento que le da nombre al parque (¿lo había visto?; ¿no lo había visto?) y veo a una cantidad de hombres tallados en mármol, erguidos, algunos semidesnudos, en actitud de batalla u orgullo, todos reflejados (perfectos Narcisos) en una fuente de agua que yace (o vive) a sus pies.
Me asombra esa cosa medio gay que tenían los escultores de antaño (como los griegos, pienso) cuando asocio la imagen de los semidesnudos a una leyenda escrita en grandes letras: “Un gran amor es el alma misma de quien ama. Maestro para que el que te venza con honor en nosotros”. Todos alzan sus copas y parecen festejar el amor propio y arengar a los transeúntes a una directriz semiótica y disparadora: “No hay límite donde acabe para el fuerte el incentivo de la acción”. Algo de una insinuación gay, quizá, pero también muy viril. O extremadamente contemporáneo: un gran amor es el alma misma de quien ama. ¿Y el otro dónde está? ¿Debemos buscarlo en el reflejo inútil de la fuente de agua si ni siquiera es río y ya sabemos que ese fondo es puro cemento? ¿Buscarlo en el parque, y poner en riesgo la sombra calma por el contorno de una sombra con el incentivo de una acción dudosa, inquietante?
Es mejor salir del parque e ir en busca de los famosos jueguitos del Parque Rodó. Qué alivio de niño triste encontrar todo apagado: el gusano loco, los avioncitos, los conos rosados dulces que siempre me produjeron dentera. Un adulto (si no tiene hijos) no puede más que evocar lo que fue ese parque de diversiones en su niñez.
Qué asunto el de las alturas, la imaginación y las perspectivas. La rueda gigante ahora se transformó en una ruedita de bicicleta; los autitos chocadores, en la certeza de que odiaba ese juego (me chocaban por adelante, por los costados, por detrás; manejaba torpemente y siempre terminaba con la cabeza golpeada contra el manubrio); cuando la tela de araña tocaba mi rostro en el antiguo tren fantasma, me daba asco y pedía a gritos lavarme la cara; la gran barcaza que pendulaba de un lado al otro y caía con fuerza hasta su contrario me hacía vomitar durante media hora; y el Mambo, bueno, siempre imaginé que mi cuerpo iba a salir expedido y que mi cráneo púber se iba a reventar contra la rambla. Pero ya lo dije: esos desafíos viriles nunca me atrajeron. Prefería la cocacola, el pancho e imaginar que eran otros los niños muertos (menos mi hermana y mis amigos, claro).
Ahora, desconectado, todo ese mundo en suspenso y en cierta tiniebla, todo ese hierro colorido sólo refunda una parte de mí: desconfío de las máquinas y no me gusta que pongan a decenas de niños a dar vueltas encima de un gusano bobo. Es cierto que también tengo una experiencia traumática en ese parque de diversiones: hace años, me hacía el actor y filmé un comercial olvidable dirigido por Juan Pablo Rebella (además de hacer buenas películas, había que ganarse la vida), y el hijo de puta me hizo saltar tanto sobre no sé qué estructura que terminé con un hombro dislocado durante semanas (estás perdonado, Juan).
A los costados del parque de diversiones pululan las discotecas y restaurantes con sus entradas VIP a los costados. Qué bobada ser VIP en Uruguay.
Miro hacia la rambla, que en una noche de verano estalla: muchachos que se apresuran a mostrar sus torsos trabajados durante todo el invierno; familias enteras que llevan mate, refrescos baratos de 2,25 litros, tortas caseras; muchos conductores estrenando autos usados (y con música altisonante y cumbiera) comprados a pura cuota progresista; gente un poco más chic haciendo deporte (sus pelos, su indumentaria); enamorados; peleados; barras de amigos a los que no les dan las manos para, en un mismo acto, tomar un trago de cerveza, armar un porro, fumar un cigarro y estar capturados por el celular. Hay que inventar las manos-prótesis para sumar agarraderas a las manos que todo lo consumen.
Dejo atrás la maquinaria dormida de los juegos y la observación constante de los otros, y busco un recodo donde estar solo. Hace días que quiero subir a las canteras y, desde lo alto, tener una visión distinta de la ciudad y de mí mismo. No estoy ducho, nunca hice ejercicio, me resbalo, tengo miedo de caer en picada y quebrarme el cuello por esa paz fabulada. Llego hasta donde puedo y no está mal: unos 15 metros sobre el nivel del mal (iba a poner “mar”, pero así también suena bien). Prendo un cigarro, tomo la mitad de la cerveza en lata, que aún conserva un poco de frío. Estoy solo en un metro cuadrado de la ciudad que ahora es mío. Otra vez las clasificaciones me estallan en la cara. No soy nadie (nadie es nadie) para decir algo cierto sobre los otros. En todo caso, apenas podemos decir algo cierto sobre nosotros mismos cuando nadie nos escucha y esas voces que nos habitan son arrasadas por el viento o ese segundo casi inconquistable de silencio. De fondo, en el Teatro de Verano, comenzó la temporada de murgas.
Trato de aferrarme a esa sensación sin voces, pero es en vano, aunque es cierto que algunas se callaron. Doy la vuelta con la promesa de no pensarlo todo, sólo imágenes. Qué error, si las imágenes lo están significando todo. No importa: ahí hay gente, allá hay gente, yo soy una hormiga a la que nadie está registrando. Paso frente a aquel proyecto que fue Plaza Mateo (abandonado, lleno de pastizales) y compruebo, una vez más, que el hombre se sigue lamiendo solo o que en verdad algunos artistas sólo resisten perdurar en nosotros como espíritu, sin comercio.
Atravieso otra vez el Parque Rodó, y las parejas y las barras de muchachos (con guitarras y cervezas) inauguran su verano. Al lado del castillito, una murga ensaya sus letras de febrero (hay muchas haciéndolo al aire libre en todo Montevideo), y desde otro recodo que sólo creo mío, no disfruto ni juzgo, no la paso ni bien ni mal, estoy. De pronto, otras sombras bajo un árbol ensayan su música: tres saxofonistas le otorgan suspiros a la noche justo en el momento en que los murguistas se retiran. Una retirada de murga y una entrada de jazz. Tres sombras que iluminan y, con su música, callan esta noche.