Existe un amor-odio antiguo y confeso entre cronistas y fotógrafos. Dos líneas más o dos líneas menos pueden desatar un rencor extraño entre gente que paradójicamente escribe o fotografía para otros. Recortar una foto o un texto es la ofensa que los editores y diagramadores pagan por la jerarquía de ese espacio (y ni que hablar cuando en el juego de la representación también intervienen ellos). ¿Y cuando texto y foto no se corresponden y decepcionan al cronista y desorientan al lector? ¿Y cuando el fotógrafo no le encuentra la vuelta a un texto críptico o llano, aburrido como él solo?

A veces, cronistas y fotógrafos trabajan juntos, coordinan, se acompañan. A veces, el cronista no soporta el ojo de la cámara cerca de él (se siente invadido, con la libertad interdicta) y pretende que el fotógrafo luego interprete o, peor aun, capte algo del sentido de su texto y, cuando se vuelve más exigente, que lo amplíe, lo complejice, le otorgue otros sentidos. Claro, todo esto (y muchos otros secretos del odio) acontece cuando hay cierto amor por el trabajo a pesar de los egos. Son miles los gritos, los celos y las negociaciones en cualquier redacción por el peso del texto o el de la foto, pero lo más relevante es que si no aparece esta yuxtaposición de miradas es que algo -sobre todo la pasión por el oficio- está cerca de su partida de defunción.

Todo esto para decir que la Ciudad Ocre de hoy quiere plantear otra forma, ya sea porque el cronista no quería salir a la calle y ensayar algo distinto, o porque cronista y fotógrafo decidieron, de alguna manera, invertir los roles.

No es que yo haya tomado la cámara y el fotógrafo haya escrito el texto (todavía no nos animamos a tanto), pero sí quisimos un experimento que nos resultó atractivo (siempre me interesó revelarle algunos mecanismos al lector): él hacía su Ciudad Ocre en imágenes y yo, sin saber casi nada más que la necesidad de que hubiera algunos contrastes, las rodearía luego con mi mirada e interpretación (con mi texto). Las dos fotos que aparecen en estas páginas fueron una selección, claro, y otra coincidencia ya nombrada 1.000 veces de vivir en esta tierra. Mazzarovich me mandó, en tres tandas, 33 fotos (por lo alto, por lo bajo, de personas, de paisajes, muchas formas posibles de acercarse a nuestra gauchicidad), pero tuvimos que llegar (malditos diarios que nunca nos dan una edición entera) a la elección (más bien intuitiva o caprichosa) de dos gauchos que eligen sus lugares de la ciudad. Instinto, aproximación al gusto del otro, negociación mínima, qué es la ciudad en imágenes y en unas pocas letras.

“¿Será mucho?”, nos preguntamos luego de finiquitada la elección, cuando comprobamos que las dos fotos elegidas hablaban o sugerían “justo el 31” (así se llama un cuento de Onetti) de muchos tópicos que no sabemos si cuadran para estas fechas de pan dulce y deseos de felicidad y buena fortuna: la soledad, el amor o el desamor, el anonimato, el trasiego de algunos montevideanos. No sé por qué estoy escribiendo en plural si ahora la responsabilidad es sólo mía: tengo que hacerme cargo de lo que veo en esas fotos, rodearlas de sentidos obvios y opacos, robarle la intención o la mirada al fotógrafo, meterme en ese veredicto que él utiliza como guía: “Los ojos deben aprender a escuchar, antes que a mirar”. Vamos ya, entonces, sin rodeos.

El primer golpe de ojo de la foto de los caminantes (llamémosle así, que le sienta bien) nos dice de una evidencia insoslayable: es verano o estamos ante un golpe de calor. Es verano, y la única referencia a una playa es el preámbulo de cemento que se impone a los pasos de cinco transeúntes que caminan hacia nosotros (aunque uno más bien parece alejarse), sin caras, sin cuerpos, sólo los pies o pedazos de piernas que igual nos dicen de sus diferencias: los que van de pantalones largos y zapatos de cuero, los que llevan championes (incluso el que se aleja), la mujer que suponemos más relajada con sus sandalias que no simulan la desnudez de sus pies ni de sus piernas. Parece tonta la descripción casi exacta de lo que vemos en la foto, pero esa descripción nos dice mucho más: el que mira a los mirados (el fotógrafo o yo) busca decir de formas de andar en el asfalto montevideano, de trabajos formales o quizá yuppies, de esa mujer que anda inmersa en esta atmósfera soporífera del diablo (para mí, claro) con mayor libertad.

¿Y si no fuera cierta esta especulación? ¿Si esa mujer -o travesti, por qué no- va intranquila en sus sandalias aireadas? ¿Si va llorando? ¿Si procesa una pérdida? El calzado dice mucho y retacea más: dice de pertenencias sociales pero oculta los cuerpos y, sobre todo, los rostros.

Los que tienen pantalones, ¿son negros, son blancos, son indios? ¿Quiénes son? Una foto étnica tampoco revela nada de un sujeto, pero un rostro o un primer plano, unos ojos, una sonrisa, pueden darnos pistas sobre cierta espiritualidad momentánea, sobre el trasiego de ese instante, sobre esas personas y sobre nosotros -el que la hizo, el que la analiza-, sobre todos los que la miramos y pretendemos descifrarla. Esa foto habla de todos nosotros, pero no nos enrostra un sentido unívoco, no nos sacraliza como homogeneidad montevideana (más bien nos diferencia) aunque haya algo (este algo tiene que ir en cursiva porque le agrega otro sentido a lo consabido, aquel al que Roland Barthes llamaba obtuso) que sí nos aúna.

¿Podría ser otra ciudad del mundo, una del interior? Podría, pero ciertamente el ojo del fotógrafo y el mío tenían como presupuesto consciente esta Montevideo, y a mí se me hace que ese asfalto como estafa del oceáno es propiamente nuestro. O más bien: que ésa es una de las formas de Montevideo que se nos figuran cuando pensamos en esta ciudad y el verano (además del río, claro), y este enero que se viene y esas calles pegajosas con poca gente yendo hacia destinos determinados o inciertos. Van y, sobre todo, vienen en dirección contraria hacia el que narra o registra, porque el ojo que los mira intenta captarlos en procesión aunque cada uno lleve la suya consigo. Y hay otra cosa: todas sus sombras.

Es de día y nadie parece temerle a esa proyección fantasmal de nosotros mismos que desde niños nos seduce (sombras orientales) y de noche nos asusta (sombras contemporáneas). Entonces no son cuatro en una dirección y uno en la contraria, son diez proyecciones de nosotros mismos, como si cada uno pudiera tener la posibilidad (más sin rostros) de disociarse, convertirse en doble de sí mismo. Pero volvamos a una idea o una corroboración: así caminamos, en conjunto pero solos, casi siempre hacia un destino trazado (salvo la oveja negra o el pez estival que se retira de la manada y quizá se dirija al río), pisando fuerte para no caer, quizá conversando (¿y si los cuatro fueran amigos y van riendo y llevan una cerveza en la mano?), quizá pegoteados y sin más intercambio posible que el refunfuñar por este asqueroso asfalto que obligados debemos transitar e imaginando (si la imaginación es abundante y el cuerpo no chorrea 35 grados de temperatura) que eso que tenemos adelante es arena o preámbulo del mar y que nuestras propias sombras son árboles donde recostarse descalzos, o posibilidades ciertas de escaparle al tedio del trabajo, a una única máscara, a trillar obligadamente la ciudad con el asfalto que pega los párpados, y el trasiego sin agua que lave la mirada.


Pero no todo es soledad, gente sin rostro o indefinida, asfalto agobiante, caminata obligada y sin sombra. La segunda foto (podríamos decidir que fuera la primera) intersecta en una misma plaza otras formas de la compañía y el estar. Los muchachos y los señores, ¿son pareja, amigos de años, hermanos? Si uno tiende a pensar en fetiches románticos se inclina de plano por la primera opción. Pero cómo saberlo, si no hay un beso de amor o lujurioso, una mano tendida sobre el cuerpo del otro que nos informe sobre ese estado del amor, si ellos sólo conversan, hacen silencio, miran el celular o especulan sobre esa tarde o su futuro.

¿Y si los jóvenes y los señores fueran la imagen especular unos de otros? Algo así: los señores fueron los muchachos y los muchachos serán los señores. Eso significaría que en tiempos de amor líquido (como escribió Zygmunt Bauman) los románticos todavía tienen la esperanza de que algo, una relación amorosa, se perpetúe en el tiempo y trascienda esta desconfianza en lo duradero a la que nos viene acostumbrando la posmodernidad. ¿Y si esa imagen especular nos dijera que el para siempre (dure lo que dure, pero que sea eterno mientras sucede) aún es posible?

¿Y si el semáforo que divide una historia de la otra foto fuera la medida del amor o del deseo? No importa si la luz roja se orienta hacia la pareja más veterana y la verde hacia la más joven (todo se puede invertir de un momento a otro); ahora me importa trazar alguna medida entre tanto desamor o desencuentro que veo a mi alrededor en Montevideo, en sus calles, en sus boliches, quizá en esta plaza: el color verde es la vía libre (o la Vía Láctea y el cielo a tus pies); el amarillo siempre te pone alerta (acelerar es peligroso, frenar pone las cosas en un punto fijo); el rojo puede ser todo: consumirse en pasión hasta llegar a la muerte, respetar sin objeción posible la imposición de la norma, asumir que la pasión tiene un límite y que a veces sólo hay que parar y sentarse a conversar en una plaza, dejar de conducir, estacionar el espíritu.

No le voy a preguntar al fotógrafo si esa plaza es la del kilómetro cero (el punto simbólico o inaugural más potente de la ciudad), la Cagancha, aunque yo prefiero llamarla Libertad, pero por su estructura creo que sí. Y si no es, no importa, porque me da la excusa para reconocerme allí, solo o en compañía, mirando el amor ajeno o deseando el propio (de estima y al del otro). Me da la excusa para decir de la evidencia de la foto, de ese deseo que nombro porque la escritura me permite simular la verdad y la mentira y porque a veces no tengo miedo de decir ese deseo que les pertenece a muchos, a miles.

¿No estamos asqueados de ideologías y pertenencias y explicaciones obvias? ¿No deseamos honestamente que ese amor -carnal, de amistad, por los otros- encuentre una conjugación más acabada? ¿No queremos sentarnos en nuestras plazas, libres de pecado y obligaciones, a besarnos, romper silencios o callar en comunión con el otro? Es raro decir todo esto en un diario, pero proviene de una necesidad visceral, propia, y creo que de la cultura a la que pertenezco: queremos empezar a nombrar el amor, la soledad, nuestras calles y costumbres, rabiosamente, todos los tópicos universales, y a veces clichés, a los que no les podemos dar muerte cierta aunque andemos todo el tiempo entre poderes y burocracias, economías y ciencias duras; no les podemos dar muerte cierta porque nos implican cada día y nos acompañarán hasta la muerte. Queremos novelar nuestras vidas, hacerlas más extrañas, decir nuestras confusiones, ya no afirmar tanto, hacer expresas las preguntas de las tripas.

En la foto de la plaza, las cuatro personas tienen las piernas cruzadas, todos sus gestos manifiestan máximo sosiego (aunque por dentro quizá estén temblando), la vida de los otros, el universo entero, parecen haber desaparecido aunque sea en el instante en el que fueron capturados. Quizá sea eso lo que debiéramos buscar en la ciudad, autocapturarnos con memoria fotográfica o de escena fílmica. Pero no como un clic para subir inmediatamente a Facebook, sino como una inscripción vital que se nos prenda a la carne.

Es la contraposición evidente de la otra fotografía (del otro registro de esta ciudad, mejor sería decir), la de los caminantes: es la angustia de caminar sobre el asfalto sin sombra y sin visión aparente ni demasiado oculta (aunque esas sombras lo compliquen todo). Sólo los pies dirigiéndose sin parar un segundo (casi siempre obligados, claro), absorbidos por esta humedad que si no mata, desmaya.

Son los registros (las miradas sobre esta existencia, la de los otros y la de uno) que en contraposición nos interpelan, nos mandatan a elegir aunque sea por dos minutos (uno por foto) qué vida quisiéramos vivir. Pero nada es de tal binomio, y esos dos absolutos nunca se presentan puros. Quizá el muchacho sentado en la plaza sea también las piernas con pantalones, zapatos y sin cuerpo ni rostro que camina sobre el asfalto, y quizá la sombra que se aleja en la foto de los caminantes sea la de la señora que ahora tiene ese gesto reflexivo en el banco de la plaza. Es que todos nos hemos sentado en una plaza (solos o acompañados) y todos hemos soportado la inmundicia del asfalto. Y entre los intersticios, los 31 gauchos como fotos que quedaron afuera: azoteas y ciudad desplegada, edificios derruidos o paquetes y barcos en el río, palomas, un mozo sirviendo copas en un piso 20 y con toda la ciudad a sus espaldas, una mujer enseñándole a su hija, desde un mirador, a sobrevolar la ciudad con la mirada, hombres, mujeres, niños, todo eso y mucho más que, vaya a saber por qué misterio o arte, nos indican que es Montevideo, la ocre.