¿Cuándo se estableció esta costumbre de ir a los bares y estar más tiempo afuera que adentro, con capacidad colmada en las veredas? Sí, claro, desde que el gobierno de Tabaré Vázquez purificó los ambientes (no fumadores agradecidos) y los fumadores y la fuerza del vicio o el placer se impusieron a cualquier mesa coqueta, atmósferas límpidas o libres de humo, conversación larga y distendida que se suspende cada 10 o 15 minutos (depende de la compulsión del vicioso) y que terminó inaugurando conversaciones rápidas y entrecortadas: dame diez minutos, acompañame a fumar, salgo y ya vuelvo.

Por supuesto que ni cortos ni perezosos, muchos dueños de bares, pubs y bolichejos de buenas muertes se avivaron a lo criollo, e instalaron mesas en las veredas y de alguna forma remediaron la falta de aquellos acodados al mostrador y ambientes cubiertos de humo y confesión. Y los no fumadores agradecidos. Pero a veces en la comarca y en ciertos bares la cantidad de mesas al aire libre no coincide con la muchedumbre de sedientos, y entonces se da esa cosa extraña que es bastante nueva. No es que hayamos cambiado tanto y actuemos como en los Mc Donald´s, donde casi que limpiamos los baños, pero hemos incorporado unos hábitos que creo nos eran ajenos y hasta nos resultaban ridículos. No es lo mismo tomarse una cerveza comprada en un almacén (con envase aportado por el propio consumidor) y beberla entre amigos en cualquier vereda, que pagar el triple por la misma cerveza sentado en el cordón de la vereda de un boliche que se pone, y todavía de pie y aguantando la parada. No sé si es actitud gregaria a la que no podemos renunciar, las piernas fuertes o una postura estoica, casi de juego olímpico de resistencia física ante la noche, pero lo cierto es que yo ante esas jornadas de relax con cervezas a 170 pesos, piernas acalambradas y riñones que comienzan a quejarse y pedir sillas o cordón como si de tronos se tratara, he comenzado a no frecuentar esos ambientes (generalmente de cuota cool).

Me estoy volviendo viejo o tomé la determinación de no ser más estafado por un boliche que adentro, pongamos por caso hipotético, promete sillones de cuero, almohadones, a veces bandas de rock, apretuje de cuerpos (nada mal si no hay ese calor de estufa encendida con un bosque entero) y ese trajinar dificultoso en que no sabés si te están tocando el culo, estás refregándote inconscientemente sobre un pecho prominente (masculino o femenino), poniendo al cuerpo más allá de la sensualidad y muy cerca de la histeria, o simplemente peleando cuerpo a cuerpo por llegar a mostradores atendidos por trabajadores que no pueden más con la demanda exigente de este puerto de borrachos.

Entonces llegamos al mostrador y pedimos una cerveza nacional a precio europeo o un whisky de segunda como si fuera un scotch y salimos con el trago levantado por lo alto para cuidar que los empujones y el cuerpo a cuerpo no manchen la ropa propia y la ajena, y más que nada para no desperdiciar ni una gota.

También es cierto que esos aguantes estoicos y carísimos muchas veces son sostenidos a base de flores sativas o índicas, que cada vez son mejor plantadas o cuidadas (aún no sé cuál produce introspección y cuál esa euforia de diálogo y más bien de risa) y otras tantas por la dureza y el mandibuleo que toma la forma de un bruxismo tribal, y que asegura al día siguiente culpas y arrepentimientos por confesiones y dictámenes exagerados ante extraños que en verdad nos importan poco, resacas no deseadas aunque sarna con gusto no debería picar, bolsillos que alguien, el otro yo, pareció agujerear con saña maleva. Son formas de aguantar el cordón parados o de sostener el movimiento perpetuo y la conversación sin parar, como si de un momento a otro se nos acabara el diccionario entero.

Son formas del gregarismo contemporáneo a las que asistimos sarnosos pero con gusto, y ciertamente buscando muchas cosas (olvido o reafirmación de uno, desprendimiento del día y sus obligaciones, encuentro con viejos y novísimos y fútiles conocidos de ocasión), pero sobre todo esa necesidad mayúscula y que, siendo evidente y obvia, expuesta e insoslayable, no nombramos vaya a saber por qué pudor o secreto: nos juntamos en esos lugares para ver si pescamos algo, si seducimos, si cogemos, si en el medio de la noche pasa algo del orden de lo extraordinario, esa palabra que entre tanto mandibuleo (que dice yo, yo, yo), apretuje sutil o evidente, manos ajenas y propias en los bolsillos, ante tanta sociología comportamental y discursos estereotipados, se nos está escurriendo de la boca y de los cuerpos y la dejamos ir como si de una pena antigua y saldada habláramos, el amor. Y que dure lo que sea o “que sea eterno mientras dure”, decía Vinícius de Moraes. Suena caduco o está fuera de tono y de moda hablar de un amor completo, realizado en su exquisita imperfección, pero quizá sea la hora (¿la hora para quiénes?) de desprendernos de tanto deconstructivismo y ataque feroz y condenatorio contra un romanticismo al que le han decretado la muerte. Pero entre tanto discurso político y estético, tanta reflexión sobre el afuera y la comunidad que se repiten como mantra y que ya se convirtieron en expresiones de cajón, no viene mal reivindicar un poco de desgarramiento, piel que tiembla, mariposas violetas (se me antojan violetas) revoloteando el adentro. Sangre. Sudor. Lágrimas.

Y hay otra cosa: esa histeria que se produce en las colas de los baños de esos boliches o pubs. Seguimos así, los varoncitos por un lado y las nenas por el otro, como para marcar la más profunda e íntima división de género, cuando un rato antes de esa cerveza carísima y entre predicadores de la deconstrucción, criticamos al machismo y acusamos a esta sociedad pacata y reaccionaria de reproducir en sus prácticas cotidianas todas las afectaciones del binomio. Qué cosa más cotidiana que mear, por Dios. Y qué cosa más democrática que los baños indistintos, compartidos. ¿Cuál es nuestro miedo, nuestro pudor? ¿La cópula apurada entre varones y mujeres bajo los efectos de las drogas perversas y la noche dislocante? Sólo tendríamos que aprender (los varones más que nadie) a bajar y subir la tapa de los inodoros y a despejar el miedo de una violación express o a no temerle a un polvo apurado. Todo esto pienso cada vez que me toca hacer esas colas de baño (aunque por lo general elijo caminar una cuadra y en solitario hacer lo mío contra un árbol antiguo y noble) pero no renuncio a una especie de militancia o dictamen en forma de pregunta, pura retórica, ya preparado: ¿no queremos más igualdad y terminar con estos cortejos y esperas antidemocráticas, muchachos? ¿La necesidad, esa cerveza pulsando el estómago, no es la misma para todos?

Entonces, abramos las puertas de los baños, dejemos la pavada de las mujeres y los varones, descolguemos esos macacos tontos que nada dicen en realidad de quiénes somos.

Hasta ahí voy con mi alocución de género, y luego de que convenzo a una mujer de que me deje entrar primero que ella a su baño, siento que hice más por la igualdad que si hubiese escrito un tratado a lo Judith Butler. Claro que la mayoría de hombres y mujeres me miran con desprecio o sonrisa socarrona, sobre todo porque en el préambulo del baño se va preparando, también, un círculo de histeria o de besos y de camas prometedoras. No me parece mal y auspicio, además del amor, la seducción y el sexo en todas sus formas. Pero hay algo en esa dicotomía que no llega a ofenderme (y a veces hasta me ha convenido), pero que habla de algo más: los baños de los hombres y las mujeres están compartimentados porque se supone que así seguimos resguardando una heterosexualidad a rajatabla, y que es imposible o poco probable el deseo entre mujeres o entre hombres en el espacio por antonomasia donde todos nos bajamos los calzones. Qué extraño es tomar y mear de parado y pagar tan caro por todo eso. Tan caro y con el amor casi extinguido.