Por naturaleza o efectos del inconsciente, las epifanías vienen a alumbrarnos en los momentos más imprecisos, menos diáfanos. El instante epifánico es lo obvio revelado, la ficha que cae, el secreto prendido a la corteza del cerebro o del corazón que estaba allí latiendo y que, paciente, nos esperaba.

Se parece a un milagro que no proviene de ningún Dios.

Muchas veces acontece en un sueño, otras es provocado por lo que nos rodea. Es eso que nos arranca esa expresión de victoria y asombro: ¿pero cómo no lo vi antes si estaba puesto allí, ante mis narices?

Eso fue lo que me pasó con las tipas (las flores, no las mujeres) y esta ciudad hace cinco años y luego de habitarla por 15. Cada cual puede evocar perfectamente algún alumbramiento y relacionarlo con un estado de su existencia. Yo me acuerdo del mío como si de un bautismo se tratara, como un acto performático que provino de afuera y me dejó mudo y extasiado de contemplación. Vaya a saber qué perturbaciones y enredos psíquicos y emocionales transitaba ensimismado entonces, cuando al atravesar el Parque Batlle una tarde-noche de noviembre me detuve estupefacto ante el regalo: en forma de garúa fina, llovían sin cesar flores amarillas que cubrían como extenso manto todo el verde del pasto, las calles de hormigón, mi espíritu atribulado.

Aunque la reminiscencia poética se sirva sola, descartemos de buenas a primeras la comparación con las lluvias de Macondo: sabemos que estas tipas (en una extraña operación) caen del cielo pero provienen de los árboles, son pura raíz.

Debo inventarme el motivo de entonces para que el momento epifánico sea verosímil: digamos que estaba hastiado o enfermo de Montevideo, que ya no me convencían la rambla y las costumbres, los bares, que sentía o pensaba que lo conocía todo. Digamos que caminaba como la enorme mayoría de los montevideanos, buscando una respuesta o una salida con la cara hundida en el piso, hasta que la primera flor amarilla pasó sutil y encantada delante mis ojos y fueron dos, decenas, miles, lluvia que me despertó de una mirada pétrea y que inauguró otra búsqueda en la ciudad grisácea que desde ese instante se me hizo ocre: aquí también se puede hallar alguna mística. Quiero decir: se puede contar todo lo horrible, pero también estar atento a ese momento de ruptura, de quiebre, de existencia polaroid que de verdad nos rapta.

Y no es lo mismo saber que un color o un clima se va a instalar que ser abducido por una sensación. En Buenos Aires y en primavera todo el mundo sabe y espera la magnificencia de los jacarandás, que convierten a ese bello monstruo en atmósfera violácea, en fotografías y paseos, en conversaciones y referencias claras. Nadie escapa allá de ese encantamiento, quizás comparable acá con el que nos otorga el río. Algo así también pasará, supongo, en los países nórdicos con la nieve: una evidencia. Pero estoy hablando de otra cosa que, claro, me es difícil transmitir con palabras (por suerte), porque tengo la sensación de que las tipas, sus lluvias y sus mantos, se expanden en las calles con una autonomía distinta, y porque también percibo que lo más obvio, esa estética nuestra, es de lo menos registrado, como si ciertas bellezas radicales no nos importaran.

No sé, quizá yo esté exagerando, pero en este noviembre, como nunca, la epifanía ya se me convirtió en dictamen. Hace unos días iba de cabeza gacha y cargado como burro -bajo lluvia y con sol incipiente, con este clima de manga corta y campera, todo a la vez- pensando en elecciones, partidos, futuros, pasados, amarguras, parlamentos, decisiones, y de pronto, en una vereda cualquiera, una pequeña colcha amarilla y mojada me calló, me extravió y me detuvo en la más pura contemplación. Claro, las tipas, me dije, y seguí unas cuadras caminando con los ojos inyectados de ese amarillo acuoso y brillante, de esa imagen silenciosa.

Unos días después no pude pensar en todas las parturientas y los pobres que se atienden en el hospital Pereira Rossell, porque el patio de entrada y las escalinatas cubiertas de ese milagro expulsaron de mí toda reflexión sobre la pobreza y la salud. Es mentira, lo sé, o no es estrictamente cierto. Quiero decir que ese manto amarillo en las calles, justo en las calles, intercede por un rato, si le damos cabida, los dilemas de esta convivencia social; trae un alivio, una suspensión del juicio.

Y no para de llover y de salir el sol, y los dos estadios juntos y las tipas insisten en que no dejemos de verlas, de apreciarlas, en que no las ignoremos (quizás sí tengan algo de mujer, entonces).

Son democráticas o más bien no disciernen entre estatus sociales: en la misma esquina, una mujer paqueta se sube a un auto caro, un hombre harapiento revuelve una olla sobre un fuego improvisado y unos empleados municipales recogen a esas tipas rebeldes, las que se resisten a ser recogidas y se adhieren a las bocas de tormenta o se esconden bajo los contenedores de basura.

Ahí tenemos tres formas de la existencia social bien diferenciada (la mujer acomodada, el hombre callejero y los obreros) a los que las flores amarillas no distinguen. Se prenden en el saco caro de la mujer, en el rotoso del hombre, en el uniforme de los barrenderos, en el pelo de todos, y seguramente los acompañen por horas y terminen de secarse, de morir, en casas y barrios distantes con gente que nunca se habló ni hablará entre sí.

También es extraño que una de las expresiones de belleza más contundentes de esta ciudad sean flores desprendidas de los árboles, es decir, naturaleza muerta. Aquí ya no se puede hablar de epifanía que nos rapta o nos calla, sino más bien del terreno de los símbolos y la interpretación o una hipótesis triste: vemos la belleza cuando ya se está acabando, en la muerte encontramos algo luminoso, quizás cierto sosiego sólo es posible cuando las flores agonizan su último suspiro volátil. Y si encima llueve, Dios Santo, el fantasma del viejo oscuro que no nos da paz. Cuánto manto de tipas y lluvia que persiste en estos días. Cuánto existencialismo para el que no pueda dejar de vivirlo. ¿Y si fue domingo y encima hubo elecciones nacionales y tormenta feroz?

Dos esferas distintas, pero que por fuerza de asociación (o epifanía un poco forzada) pueden dialogar.

Salgo como derrotado del cuarto secreto (no importa si voté, no puse más que aire en el sobre o rompí el voto) y ya en la parada y cuando el desasosiego comienza a apretarme la garganta y a volverse pinza feroz en el estómago, llueve todo lo que tiene que llover: agua y tipas.

Una nueva epifanía: tu destino no será marcado por ese acierto o por ese error de elección dicotómica; no, ahora serás viento, lluvia furiosa y molesta, manto de flores amarillas prendido a todas las clases sociales, cuerpo que busca lo místico, amenaza meteorológica, sueño no conquistado, naturaleza muerta que irradia su último suspiro. Serás lo que te rodea: convulsión climática que registra al viejo harapiento y desamparado, a la mujer coqueta y a los obreros con tipas en sus sacos (pobres o ricos) y uniformes de trabajo, sin dejar de perseguir, jamás, el silencio y el rapto de las epifanías.