En determinados contextos, hablar de cultura libre y regulación conduce a algunas contradicciones y supone tensiones a la hora de poner en práctica mecanismos que garanticen efectivamente nuestros derechos culturales. ¿A quién beneficia la propiedad absoluta sobre las ideas? ¿Cómo trascender de la cultura del permiso y la repetición a la cultura libre y de la innovación?
A raíz del incidente en octubre del año pasado por una denuncia de la Fundación de Cultura Universitaria (FCU), que derivó en el cierre de locales de fotocopiado en la Galería Montecarlo -frente a la Facultad de Derecho- y el procesamiento sin prisión de 14 personas, en algunos medios hubo acalorados debates y se evidenciaron fuertes tensiones entre los intereses de algunas editoriales (que reivindican su lugar en la generación de valor de los contenidos producidos por los autores), las leyes sobre propiedad intelectual y el movimiento por una cultura libre que apuesta, entre otras cosas, por la defensa de los intereses de los estudiantes, a los que se considera el eslabón más débil de la cadena editorial (ver http://ladiaria.com.uy/AC0y ).
Estas tensiones, a su vez, dieron lugar a una iniciativa del Impo en conjunto con la propia FCU, con la intención de ofrecer una solución digital a precio accesible para las problemáticas asociadas con la prohibición de las fotocopias como material de estudio. Como primer paso de esta iniciativa, el lunes estarán digitalizados algunos libros para las carreras de Abogacía y Notariado.
A partir de este caso y en vísperas del inicio de clases me gustaría hacer referencia a dificultades asociadas con las leyes que protegen los derechos de autor, el lugar que ocupan los intermediarios en la difusión del conocimiento y las características de la propia formación universitaria ante las nuevas tecnologías, en particular -por las especificidades del caso citado- en la Facultad de Derecho.
En relación con el problema derivado del uso de fotocopias y los intereses de la FCU afectados por dicha ilegalidad, las discusiones que se dieron en aquel momento tienen una curiosa similitud con pasajes de la historia que nos sitúan en la Inglaterra del siglo XVII. La diferencia es que los tribunales de esa época registraron que, en nombre de los derechos de autor, los editores ejercían poder sobre la difusión del conocimiento. Para los ilustrados de entonces, que demandaban su derecho a trascender la lógica prohibicionista de la reproducción de libros y los intereses de los intermediarios, obviamente internet no era siquiera un sueño posible.
Reivindicar en los tiempos que corren el uso de las fotocopias como solución contrahegemónica a las dificultades para acceder a los contenidos propuestos por docentes de la Facultad no es del todo estratégico. No hay que perder de vista que existen otros canales que conectan a la sociedad y a la cultura, y son cada vez más accesibles. La construcción de significados a partir de esa oportunidad es parte del reto de la comunidad universitaria, donde estudiantes y profesores pueden generar nuevas prácticas que trasciendan la memorización estéril y la cultura del permiso -una cultura en la que la creación y la difusión de conocimiento sólo pueden hacerse con el aval de los poderosos (Lessing, 2004)-.
No quisiera detenerme en la disyuntiva copias sí/copias no. Sólo señalaré que en nuestro texto legal vigente, fotocopiar libros es un delito sin excepciones de ningún tipo.
Esta situación sin duda merece análisis y revisión, así como la implementación de mecanismos que garanticen el intercambio de contenidos de manera libre y formas innovadoras para proteger los derechos de los creadores (y no me refiero sólo a autores de libros, sino también a hombres y mujeres que generan valor con su arte musical, plástico, poético o literario, y a quienes muchas veces intermediarios y usuarios no retribuyen de modo justo y acorde al beneficio que la creación genera).
El trabajo creativo tiene un valor y el reconocimiento de la propiedad intelectual es sólo un instrumento de protección. Discutir en este escenario el papel de la ley es relevante si consideramos que una regulación mal entendida puede proteger a ciertas industrias de la competencia en vez de apoyar e incentivar la acción creativa.
Agitar el puño a ojos cerrados contra los cambios inminentes no sirve de nada. Trazar un camino de salida en situaciones conflictivas, vislumbrándolas como una oportunidad, es lo que permite gestar el verdadero ímpetu transformador. Esperemos que a la iniciativa de los libros digitales se sume el uso de otras herramientas ya existentes para la enseñanza universitaria, así como acciones que permitan a todos los estudiantes contar con los medios necesarios para su aprovechamiento, ya sea mediante centros de informática comunitarios o estrategias de continuidad del Plan Ceibal.
Apropiarse de la plataforma EVA (Entorno Virtual de Aprendizaje) o de los cientos de bibliotecas virtuales que permiten acceder a una gran cantidad de materiales de estudio son otras vías posibles.
El límite de ese potencial debería estar únicamente en el espíritu y la curiosidad por aprender de los alumnos, y en las directrices motivacionales de los docentes. Si la formación de algunos universitarios se reduce a la lectura sistemática de extractos de libros fotocopiados, con profesores que evalúan la memorización y repetición de leyes, ahí tenemos una pista para repensar de forma urgente otros modelos de enseñanza y aprendizaje acordes al siglo en que vivimos.
La resistencia a los cambios ha sido siempre moneda corriente cuando se crean nuevos sentidos comunes para ver y comprender el mundo. Aunque nos guste subrayar religiosamente nuestros textos con dry pen casi tanto como cuando disfrutábamos -algunos- de rebobinar los casetes con una lapicera, adaptarse cuesta pero vale la pena.