Es un misterio por qué despreciamos la calle, las imágenes que solas se ofrendan y que siempre nos relatan esas realidades que están ahí servidas para el que guste mirar. No es la bobada esa de que una imagen vale 1.000 palabras, pero algunas valen 800 papers y teorías, oficinas estatales, cátedras de estudio, disertaciones políticas y partidarias.

Hay que tenerle confianza a lo obvio (eso que rompe los ojos), a la evidencia y al relato o al delirio que surge de la combinación entre las cosas consabidas: caras, ómnibus, gestos, edificios, horas del día. Ahí se define nuestro hábitat; en el medio, entre las cosas. No está la realidad allá, a un milímetro del cuerpo, y nosotros acá, como observadores ajenos. Una está en el otro y viceversa, o nos encontramos, también, en la distancia. ¿Qué otro? ¿Esas dos viejas en la plaza Cagancha? En una parte de la plaza, la del diario El País, el café Tribunales, ese hotel de nombre altanero, Lancaster.

Es un día parecido (parecido no es lo mismo) a tantos otros de este verano inclasificable: la humedad no es lo que mata pero se pega al cuerpo y molesta, apelotona las neuronas. Y esas dos señoras ahí, como ajenas pero incorporadas a la escena, actrices marginales o protagonistas insoslayables (todo depende del guionista, de dónde detenga la mirada). Es una plaza extraña –siempre lo fue– o más bien bipolar: no se decide a llamarse Libertad o Cagancha y quienes la nombramos pendulamos entre un nombre y el otro según la ocasión (pasada veloz, manifestación pública, foto del tiempo). De día tiene esa cosa de pequeña ciudad elegante y de noche ese color cine, ocre rabioso. Quizá sólo eso sea una ciudad: los hombres, los edificios y el tiempo. Pero esas señoras. El rodeo es porque no se las puede nombrar sin anotar también el entorno: es un día normal (vaya a saber qué significa eso) de semana y es mediodía. La parte integrada y contemporánea, los oficinistas casi yuppies, esas muchachas de chatitas y camisas entalladas que se recogen el pelo hacia atrás de una oreja cada tres segundos, esos que caminan mirando el iPod, todos los que configuran una categoría social más o menos acordable, comparten la escena con otros: el obrero vestido de tal y con el tupper en la mano y los marginales que parecen tener con la plaza una relación distinta.

Aunque sea más vieja que el tiempo sigue asombrando esa lejanía inconmensurable en diez metros cuadros: el paso seguro del yuppie y la mugre antigua del hombre que duerme acostado en un banco. ¿Antigua? Quizá no tanto, quizá podría fecharse una fenotipia social que emergió en 2002 y ahora está absolutamente instalada. Es una hipótesis que no necesita más corroboración que la de los propios ojos. Si a uno lo guiara la ironía o el sarcasmo podría decir que el matrimonio no querido entre poscrisis y progresismo parió marginación y nuevos uruguayos, ese producto publicitario. Pero no. Todo es más complicado. La combinación de poscrisis y progresismo trajo algo nuevo que aún no entendemos del todo pero que nos arroja sus signos permanentemente a la cara, allí, en la plaza Cagancha (llamarla Libertad me parece demagógico).

Entonces, las dos señoras. Parecen tener entre 65 y 70 años (pueden tener menos: la pobreza avejenta), ambas de ojos verdes (¿serán hermanas?) y, como se dijo siempre, pobres pero limpias. Y rodeadas de bolsos. Cada una tiene uno de tela, el bolso principal, digamos, y otros tantos, secundarios, de nailon. Esperan algo o están detenidas ahí en el tiempo. Esperan algo: un plan social, un refugio nocturno, que pase el día o la propia muerte (como todos). Podría acercarme, preguntarles sobre la exactitud de sus vidas, jugar al escucha compenetrado. La verdad es que ya no nos sirve ese abordaje televisivo y abrupto de la vida del otro. La verdad es que existe una distancia infranqueable y a veces sólo podemos registrar el asombro. Sería obsceno preguntarles ciertas cosas a esas hermanas de sangre o de miseria ante la escena que nos dice casi todo: una saca de su bolso principal un latita de atún y la otra un cuchillo tramontina. Van agujereando la lata como quien prepara la mesa, lentamente, una y después la otra. Comparten la faena. Saben que no están a punto de un comer manjar, no tienen esa felicidad momentánea que las delicias nos producen en el rostro. Están por matar el hambre. Nada más. Abren la lata, una saca un pedazo de pan del bolso, la otra una cucharita blanca de plástico, hunden alternativamente la cuchara en la lata, se la llevan a la boca, una, dos, a la tercera vez se acabó el almuerzo.

Ésa imagen anula toda complejidad y se suma a otros seres. Son cinco, diez, una cantidad importante, tirados en los bancos o caminando absortos y sin destino alrededor de la plaza. Viene hacia mi banco una pareja extraña (extraña a mí). No sé qué edad tienen pero sí que son morochos, sin dientes y que balbucean en la lengua (la mía). Ella está embarazada y carga a ese hijo como carga a su cuerpo, sin ganas, indiferente. Yo leo un libro grueso y para nada siento vergüenza, no, siento todos los privilegios del mundo cayendo sobre mi cuerpo. Comparto el banco con ellos y si no me paro no es porque crea en una democracia pública o espacial, todopoderosa, no, no me paro porque estoy peleando con mi conmiseración o piedad (y una forma de la lástima), me obligo a compartir un banco, a respirar el mismo aire, a quebrar por un segundo tanto ellos y tanto yo. Pero no es cierto, nada se quiebra y todos estamos en un sitio asignado, por la pobreza, la vida, Dios o el Diablo.

Ellos se van antes y resuelven momentáneamente el dilema de la discriminación. Yo me voy al segundo y vuelvo otro día y a otra hora, casi rezando: imploro que las mujeres no estén, que aquella escena no sea un paisaje estructural. A unos metros de llegar, mi fe se desintegra por completo. Allí están, en medio de la plaza, juntas, rodeadas de mil bolsas, tranquilas y seguramente hambrientas, las hermanas de ojos verdes.