Esos viejitos tangueros están en todos lados. Hace años que circulan en los ambientes del dos por cuatro. Se los ve en el Mercado de la Abundancia, en alguna milonga antológica, allí, en la Plaza del Entrevero los domingos por las noches. Quién sabe de dónde sacan ese espíritu; quizá, del propio tango. Bailan a la vista de todos. Los años no parecen amedrentarlos, sino más bien darles un carácter altivo, desinhibido. Se saben dueños de algo más que las baldosas y los firuletes. Atravesaron el tiempo. Está la pareja (rondarán los 80) que más que tango hace show, performance. No miden más de un metro sesenta. Ella carga con una joroba pronunciada a la que no le da ninguna importancia, la ignora. Está vestida con miles de brillos y se deja manipular por su compañero compadrito vestido al detalle. Sabe, el viejo zorro, que la gente los mira. Adora ser visto, aplaudido. Desliza a su compañera de un brazo al otro, la alza, la inclina hasta el ensayo de un beso. Aplausos.

Pero no están sólo ellos; hay más viejitos y no tanto. Una mujer en chancletas, redondita como una tetera y prendida a los brazos de un hombre alto, está en su salsa por horas; no le dan la sonrisa y su cuerpo pequeño para tanto goce, baila como electrificada, se expande.

Entonces va llegando gente al baile, y están, cómo no, las mujeres solas (veteranas pero no ancianas) que todavía esperan el cabeceo del hombre que por un instante las saque de solas y las que en barra actúan como adolescentes ansiosas. Las que se pusieron el escote, los tacos aguja, el pantalón que les revienta el culo. Y la otra, esa mujer detenida en el tiempo (hace 20 años que la veo y siempre me resulta la misma), esa aristócrata misteriosa, de pelo rubio y lacio, flaca, de pollera con tajo y estricto pañuelo de seda, de tacos finísimos y medias al tono, de mirada de reojo, entreverada pero no junta, sabedora de su estirpe o de su cuna, más bien de su evidente diferencia. Me gusta imaginarla como si hubiese sido una niña caprichosa, indiferente a primos y vecinos, inmersa en la poesía o el piano, desafiante de padres, maestros o tutores. Quizá está fundida y sólo le quedan una pensión y miles de trapos, quizá es la mujer más rica de Montevideo. No lo sé y no importa; ella está ahí para eso, para que especulemos sobre su vida de abolengo.

Y después está el pueblo, como siempre, que si bien no se distingue por ese misterio aristocrático (esa pose e impostura, también) de la señora congelada en el tiempo, tampoco ya es esa cosa homogénea, gris, melancólica. Es hora de que vayamos acordando otros tonos, la existencia de otra paleta social. En todo caso, gris metálico, o las variantes del amarillo y el naranja y su resumen perfecto, el ocre, el color de los letreros de los ómnibus, brillante pero de un tiempo antiguo. Antiguo como el tango pero contemporáneo, el ahora, este año, hoy, lo único que realmente tenemos. Esa plaza a la que cada tanto el municipio viste distinto y arma revuelo con sus estéticas (aquellos lunares en los caballos, qué raros). Ahora y desde hace meses (quizá ayer de noche ya la desvestían) la plaza era el cúmulo de la iconografía carnavalesca más atiborrada y jamás vista. Símiles de tamborileros, lámparas de luz con gorritos de saltimbanquis (de cartón, baratos), caballitos de mar prendidos a los árboles, guirnaldas fluorescentes, figuras de otras mitologías que componen un cuadro tan chirriante que ni el mismísimo Pedro Almodóvar lo hubiese logrado en su película más decididamente kitsch.

Un muchacho elegante y finísimo, de concepciones estéticas trabajadas, no da crédito a lo que ve y dice que aquello es simplemente horrible, de escenografía municipal de cuarta. Una mujer se para en medio de la plaza, hace un paneo general, detiene su mirada en un caballito de mar y expresa su veredicto: “Qué buen gusto”. En cuestiones estéticas jamás nos pondremos de acuerdo.

Pero a esa escenografía se la puede mirar desde un punto medio, desde la simple extrañeza. Tiene algo horrible, sí, pero es justo lo que la hace atractiva. Es la escenografía rimbombante y chillona de un pueblo chico. La atmósfera se parece a la de esas plazas locales cuando se engalanan para una gran fiesta, a la de una película italiana a lo Federico Fellini, a la del pueblito que hizo lo que pudo confiando en su estética terraja. Dos objetos espantosos, de mala calidad o de dudosa prestancia estética, puestos en un escenario vacío, pueden reforzar la fealdad general; decenas de objetos de esa naturaleza juntos pueden revertir el gusto (por un segundo, por una noche) y hacer de la fealdad absoluta una belleza grácil. Grácil como esa gorda que bailando se transforma en Pina Bausch. La Pina Bausch del tango, qué bella.

Y al lado, todo empieza a crecer como se agiganta cualquier mundo si anotamos los detalles. Unos adolescentes se intoxican con el quinto termo de mate, una lumpen no se detiene nunca, pide y vuelve a pedir y se va cantando bajito pero rabiosa frente a la negativa general, un hombre de unos 50 años llega conduciendo la silla de ruedas que transporta a su anciana madre (perfumada, segura de sí hasta el asombro).

Y de pronto, así, de la nada, todo lo que sucede agracia o fundamenta la nomenclatura de la plaza. No hay manera de detener la mirada en un punto fijo o en un grupo etario o étnico o social, la ciudad gris y homogénea se convierte en un cliché. Pasan cuatro negras voluptuosas y evidentemente extranjeras. Tienen una negritud distinta, unas formas de andar y moverse que no son las de esta cultura. Esto no es racismo: se les nota tanto la extranjería como a los cinco rubios que pasan frente a ellas, altos como edificios, de palidez alemana, de pasos y gestos lejos de los machos latinos. Y, por suerte, se les nota. A Dios gracias y a una inmigración reciente (Montevideo también está lleno de latinoamericanos y de los otros indios, esos que nada tienen que ver con charrúas o exterminios autóctonos), o a un turismo en emergencia, algo nuevo está aconteciendo, la insinuación de una mezcla, una ciudad que empieza a ser pisada por gente que habla otra lengua, tiene otras costumbres, con el potencial de hacer estallar tanta endogamia.

Qué experimento exquisito: salir del preconcepto de nuestra falsa hospitalidad (en esencia, somos chúcaros y le tenemos al miedo a lo distinto) y dar cédulas y nacionalidades y un puerto abierto a europeos y latinos, chinos y otredad. En la Plaza del Entrevero se rompe, cada domingo, la monotonía de lo uruguayo, la supuesta homogeneidad del espíritu. Están nuestro plancha, nuestros viejitos encorvados desafiando con sus pasos el encierro de estos tiempos, la estética horrible y la bella luz montevideana, los extranjeros rubios, negros y latinos, pobres o llenos de euros; están la potencia de un país que puede ser otro, las miradas que aún no se cruzan y los susurros que quieren ser diálogos; y está el tango, que me hiciste bien.