Acabás de ver una película de Resnais en Cinemateca Pocitos (acaba de morir Resnais y hacés lo de siempre: cuando muere un autor, allá vas por él). Bajaste la escalera entre ocho ancianos (así será tu futuro, decís, así te ves, cada noche en Cinemateca) y escuchás qué dicen cuatro estudiantes de cine. Hiroshima mon amour no es el tema de conversación, hablan de cómo financiar un corto, de catering y gaffers y de toda una terminología lejos de Hiroshima. Uno es rubio y se parece (un poco, de perfil, en plano borroso) al efebo-actor de Los amores imaginarios, la segunda película de Xavier Dolan, que también daban por esos días en Cinemateca. Parecido no es lo mismo, pero el uruguayo tiene lo suyo, seduce con gestos grandilocuentes, de actor experimentado o niño altanero. Lluvia, dice, y de pronto (milagro o coincidencia) sus palabras se hacen agua; torrencial, furiosa. Prendo un cigarrillo y miro llover de la única manera que me parece digna: buscando una respuesta. Termino el tabaco (es cierto, ya la mitad de Montevideo no prendemos cigarrillos) y pisando baldosas flojas me voy a la parada del 121 hacia el Centro sobre Avenida Brasil. El estudiante de cine que se parece al actor también espera y cuando llega el ómnibus no lo salva ni la belleza ni la edad ni la cultura, se apresura a subir y no ve a nadie a su alrededor más que a sí mismo. En el asiento maternal viaja una gorda desbordada de peso que a la parada siguiente le cede el asiento a una mujer con dos hijos pobres y mocosos y bolsas de nylon y juguetes y carrito de bebé. Yo tengo un ataque de perfecto montevideano en ómnibus: hago como que miro para afuera mientras voy pendiente de todo lo que pasa alrededor (por ahora, no se me presentó el dilema moral de cederle el asiento a una viejita coja, a minusválido o a una embarazada). En la tercera parada escucho una voz chillona, de grito pelado. Entra con furia de pasarela una travesti morena, flaca como un espárrago, de minifalda minúscula, que al segundo de pagar ya está sentada en la mitad del ómnibus contra una ventanilla, justo detrás de mí. Los ojos de los pasajeros se desorbitan, buscan otros ojos. Las sonrisas de sorna afloran mientras todos miramos hacia los costados, para abajo, buscando empecinadamente otro foco de atención. Pero esa travesti era la entrada de un plato sustancioso: atrás venía la dueña de la voz chillona. Rubia, de vestido de lycra pegado al cuerpo, de tetas prominentes y caderas ídem, sin dientes pero con risa desencajada, también travesti, empieza “el chou”, dice ella con acento salvadoreño que asegura tener. Primero, sentada y provocadora, evidentemente borracha, le confiesa pasiones y miserias a quien tiene adelante: “me prostituyo, hace años que trabajo en la calle, en todas las esquinas de Montevideo”, dice con desparpajo, con voz agrietada por la bronca. Casi todo el mundo manifiesta esa especie de vergüenza ajena que se trasluce en los gestos, en las miradas desviadas. Casi, porque un obrero joven de mate pegado a las axilas deja entrever otra mirada, una sonrisa cómplice, cierto deseo.

La travesti morena que está sentada detrás de mí, suspira, toma el celular y llama a alguien (un hombre, una mujer, quién sabe) y le cuenta, nos cuenta, que “ya sabés cómo es. Se toma unos vinos y no hay quien la pare. Ahora está parada tipo baile del caño dando un discurso y encajando cualquiera”. Mientras veo gesticular y contornearse a la que hace “el chou”, escucho a la otra. Le dice a su interlocutor telefónico que con la lluvia tuvieron que irse de la parada, pero que ella igual tiene que trabajar, y que ahora nomás espera un cliente en su casa. Qué cagada la lluvia, dice, mientras su amiga le habla de cerca a una mujer que la escucha y le dice que sí, que sí, que la entiende. “Está bravo para trabajar con lluvia”, le dice desde el asiento contiguo una viejita obrera a la morena. No sé exactamente si la viejita comprende del todo (por su tono, por su voz, por sus palabras, por sus gafas de botella) a qué se dedica la morena, pero las dos entienden perfectamente de putos trabajos. La rubia ahora le pide el número del celular a la veterana que la escucha y dice que su madre es tupamara y amiga de Mujica. Mi madre es tupamara, repite, como buscando el mantra que une a los pasajeros. Y al instante, le vuelve al cuerpo una actitud distante: le pregunta a todo el mundo por el sexo y sus chupadas. El guarda no dice nada, deja actuar, deja ser. Y cuando parece que todo terminará en una anécdota bizarra o soez, de su voz de vino tinto y su cuerpo puto, se desprende la epifanía: “ustedes no me quieren, ustedes me rechazan porque soy travesti, porque me prostituyo. Pero todos nos tenemos que querer y aceptar. Yo los quiero, a todos y cada uno de ustedes. Yo siempre ayudo a todos. Pregúntenle si no a mi amiga de ahí atrás que se esconde. Yo ayudo, porque es la única manera de vivir”. Y la amiga, detrás de mí, dice con una voz apagada, para ella, para la señora y para mí, con cierta intimidad y tono verdadero, “sí, eso es cierto. Siempre ayuda”.

Hay un cuerpo plancha y un cuerpo travesti, sí, los hay. Cuando esos dos cuerpos se juntan en uno, produce estupor, miedo. Hace algunos años esta escena era imposible. Ahora estalla ahí, en nuestras caras, en el 121 (desde Pocitos). Pero más allá de leyes y avances y por más que esa mujer (prefiero llamarla mujer y no travesti, y que me acusen de lo que sea los desconstructores del género) tenga una cédula con su nombre, no tendrá más identidad social que la de la abyección mientras sea pobre, marginal y sólo prostituta. Es cierto, puede haber travestis planchas y travestis ricos y que cada cual sea como quiera (quizás el problema lo tengamos los no travestis). Pero hay una evidencia que (por suerte) se puso en marcha en el 121: ya no están sólo en las esquinas oscuras o en los lugares asignados, viajan con nosotros, y parece que para siempre. Se desató la palabra que dice del dolor y del sexo, de esos cuerpos en disputa.

La imagen sale de la ignominia y comienza a ser dicha aunque el estudiante de cine, allá en el fondo, ante una gran escena -fílmica, humana, molesta- sólo tenga para decir “pero qué pesado”, y sacuda su cabeza negando la belleza de la crueldad. Esos relatos -con tonos cinematográficos, crudos, realistas o poéticos- han empezado a ser abordados en la cinematografía local: Aldo Garay filmó Señorita candidata; Álvaro Buela, Alma Máter; el año pasado Alicia Cano estrenó El Bella Vista.

Muchacho de cine del 121: a pesar de tu belleza, no hay señales de algo que vibre en vos.