Con la aprobación de la Ley de Responsabilidad Penal del Empleador, el fantasma de la inconstitucionalidad volvió a tocar a la puerta de la escena política. Más allá del análisis del articulado de dicha ley -su discutida adecuación al ordenamiento nacional y el debate pendiente sobre las implicaciones de pensar soluciones a determinadas problemáticas mediante el aumento de penas, sin problematizar la importancia de un “derecho penal mínimo”-, resulta pertinente reflexionar en torno al uso de la hermenéutica jurídica como estrategia de la oposición, ante iniciativas legislativas que logran consolidarse, entre otras razones, por la existencia de mayorías parlamentarias frenteamplistas.

Lo anterior lo podemos analizar concretamente con las acciones destinadas a elevar a la Suprema Corte de Justicia (SCJ) la definición de la inconstitucionalidad de determinadas normas. En este sentido, en el marco de discusiones y tensiones vinculadas específicamente con diferentes enfoques políticos e ideológicos, como mecanismo de resistencia se aducen obstáculos de naturaleza jurídica, que derivan en interpretaciones relacionadas a la falta de técnica legislativa en la configuración de determinadas leyes, la poca pericia en el estudio comparado de las implicaciones de las normas a la luz de la Constitución, y discusiones, tertulias y debates acalorados entre sapientes juristas.

Nuestra tradición democrática constitucional no podría poner en duda la necesidad de armonizar coherentemente todas nuestras leyes a los principios constitucionales, una clara separación de poderes y ante todo la imparcialidad de la administración de la justicia. Sin embargo, en los últimos años hemos sido testigos de algunos fenómenos que podrían dar cuenta del uso político que se le ha dado al Poder Judicial y la conveniente atención que han manifestado algunos de sus integrantes para poner “punto final” a conflictos políticos suscitados en el Parlamento.

Estos cuestionamientos pueden ejemplificarse mediante el catálogo de leyes que en los últimos 10 años han sido declaradas inconstitucionales. Específicamente, el tratamiento dado a leyes como la de Impuesto a la Concentración de Inmuebles Rurales (ICIR) y la interpretativa de la Ley de Caducidad, desde mi perspectiva, dan cuenta de un fenómeno en el que la interpretación jurídica es pensada como mecanismo de protección de determinados intereses y no como un sistema de garantías.

Es necesario partir de la base de que el Derecho no constituye ninguna verdad revelada, sino un convencionalismo social que ha ido adecuándose a determinadas coyunturas históricas, culturales y políticas. En algunas ocasiones puede ser utilizado como un dispositivo de poder para imponer determinados modelos ideológicos; en otras como una herramienta para proteger a las personas en situación de mayor vulnerabilidad y garantizar determinados derechos.

En el caso de la ley del ICIR, cuando se declaró su inconstitucionalidad no triunfó el Derecho como mecanismo de nivelación en la relación de fuerzas desiguales, sino que logró imponerse la ideología que considera que no debe haber límites a la concentración de la tierra en manos de grandes propietarios. En el caso de la declaración de inconstitucionalidad de la ley interpretativa de la Ley de Caducidad, prevaleció la ideología que considera que los delitos cometidos durante la dictadura prescriben, de espaldas a todos los avances jurisprudenciales en la materia y a los estándares de protección internacional.

Ante el halo de inconstitucionalidad que amenaza a otros proyectos que se encuentran en discusión actualmente, como es el caso del de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, las perspectivas adoptadas en el seno del máximo tribunal deben preocuparnos, ya que visibilizan coincidencias político-partidarias en la definición de determinados modelos hegemónicos, donde uno de los dispositivos de poder, sin duda, es el normativismo acrítico y ensimismado en la protección del statu quo.

La reforma constitucional y la apuesta por un cambio dentro del Poder Judicial deben involucrar a todos los sectores de cara a un nuevo paradigma democrático, en el que la premisa de la protección de los derechos fundamentales sea lo que provea de legitimidad al Estado.

El reconocimiento de derechos de los colectivos históricamente postergados impone límites y vínculos al poder político, más allá de la discrecionalidad de los partidos y de las ideologías que representan. Su protección adquiere la forma de libertades, potestades políticas y exigencias sociales que hacen posible una sociedad más inclusiva y democrática.

Los mecanismos internos de la SCJ no están permitiendo destrabar las barreras simbólicas y materiales que, actualmente, nos impiden hallar en la Justicia un interlocutor que garantice mecanismos capaces de nivelar situaciones de desigualdad e impunidad. Por el momento, la balanza y la espada no están del todo equilibradas.