Una suerte de impunidad y olvido bordea la vida de muchas personas que viven en el interior de nuestro país. Pareciera que su profundidad adquiere densidad en este tiempo en el que llegan a efectivizarse ciertos derechos fundamentales.
Las dificultades y obstáculos para la implementación de ciertas leyes -como la de Interrupción Voluntaria del Embarazo (18.987), la de Matrimonio Igualitario (19.075) o la de Reproducción Asistida (19.167)- ponen en evidencia el espíritu feudal de algunos funcionarios públicos, médicos y operadores judiciales en departamentos de todo el país. Salto, Rivera o Lavalleja están relativamente cerca de cualquier otro lugar de Uruguay, pero parecen más lejanos en tiempo y espacio. El conservadurismo rancio que se manifiesta en diversas instituciones operativiza la negación de ciertos derechos, y el centralismo montevideano -queriéndolo o no- dificulta su accesibilidad.
Las recientes denuncias expuestas por organizaciones de la sociedad civil nos dan lecciones sobre la perversidad y discrecionalidad con que se aplica la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo en Salto (ver http://ladiaria.com.uy/UE3). Dan cuenta del corporativismo médico de un puñado de ginecólogos que, haciendo un mal uso de la objeción de conciencia, aplican como regla lo que es una excepción. Pero la objeción de conciencia no es de ningún modo un derecho definitivo y, tal como lo establece la ley, en un ejercicio de ponderación prima el derecho a la salud de las mujeres.
La violación documentada de derechos humanos fundamenta el deber del Estado de poner fin a procedimientos que vulneran de forma cruel y concreta la vida de las mujeres usuarias del servicio de salud pública. Desnuda las dificultades existentes para instrumentar el acceso a los derechos sexuales y reproductivos. A los ciudadanos de a pie les reclama -al menos- una profunda, profunda indignación ante situaciones que no deberían ocurrir.
El caso, gravísimo, de la adolescente que fue violada y que padece una discapacidad exhibe la triste realidad que deben afrontar todavía muchas mujeres en ese departamento para interrumpir su embarazo de forma segura. Víctima de una violación sexual y del desprecio y la violencia institucional, al negarle el acceso al asesoramiento básico y atención oportuna, extendiendo la burocratización del caso con el traslado a Montevideo, obturaron su derecho a la vida, la salud, la intimidad, la dignidad y la libertad; de eso no hay duda.
La objeción de conciencia, en tanto desobediencia frente a la ley basada en convicciones personales, no justifica la omisión de asistencia, y es ahí donde el Estado tiene la obligación de juzgar la práctica abusiva cometida. La impunidad es el caldo de cultivo para que estas violaciones sigan cometiéndose. Ante situaciones dolorosamente similares, en otros países como Argentina la falta de acceso a la Justicia significó que se reconociera a nivel internacional la “responsabilidad del Estado nacional por la violación a los principios de igualdad y no discriminación, el derecho a no ser sometido a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes y el derecho al respeto a la vida privada” (caso L.M.R. vs. Argentina, CDH, Com. Nº 1608/2007).
Esperamos que, sin que tengan que activarse mecanismos supranacionales, el Estado uruguayo -autoridades ministeriales y la Justicia- nos dé señales de su compromiso con los derechos de las mujeres que habitamos este país. Los dolorosos calvarios vividos son de todos nosotros.