Cada vez que me quiero ir a Europa le hago una treta boba a la economía y al destino: me paro en la puerta de la Ciudadela y desde ahí imagino que las primeras calles de la Peatonal Sarandí son algo así como nuestra vieja ciudad europea. Ya sabemos que eso no es Europa, claro, pero tiene un aire de familia que alienta la ficción. La arquitectura siglo XIX o los tonos de voz de idiomas lejanos, nos dicen de ese paisaje como un desprendimiento de aquel mundo. Pero no sólo es eso, hay algo más, un orden estético en tanto caos capitalista: la prestancia de los edificios, las veredas sanas, los cuidados cafés, los hippies vendiendo sus bártulos artesanales. El rumor, otra vez, de idiomas diversos y lejos de esta entropía alfabética, coloquial, ensimismada, espectro de una ciudad que sólo se mira a sí misma.

Allí está entrando al Museo Torres García un grupo de preescolares de institución denodadamente privada, Hans Christian Andersen, niños seguramente ya bilingües y con el privilegio de visitar e ir degustando tan pronto en la vida, una tarde de martes, la obra del maestro pintor que se dio el gusto, luego de su experiencia vital en Nueva York, de poner patas arriba América Latina señalando que nuestro norte es el sur. No sé si eso será cierto (alejándonos un poco de la imaginería europea) pero sí que el maestro escribió unas agudas reflexiones sobre arte y capitalismo mientras en el norte vivía y que hace unos años (2007) la editorial HUM y el Museo Torres García recopilaron bajo la forma de ensayo con el título New York. Ese capitalismo que ahora existe en todos lados y que hace convivir en un metro cuadrado a los niños bilingües de nuestra tierra con los turistas adinerados, los oficinistas benedettianos (aunque por esa zona bastante menos grises que aquellos cuentos montevideanos), los pobres evidentemente pobres (ropas gastadas o en hilachas, bocas de dientes extintos), hippies que parecen satisfechos con su estar en el mundo, novísima clase media alta que mira y, ahora, compra. Se me esfuma entonces ante los ojos esa imagen inocente, preconcebida, de una Europa del sur, esa apelación naif a fachadas estilizadas, ese pretendido tránsito flaneur y esteta que me impongo para digerir mejor el violento desencuentro entre la mujer harapienta y limosnera y el yuppi que la esquiva. Y caigo al piso de boca en Uruguay cuando veo las filas de puestos de listas partidarias que algunos muchachos entregan. Pero también es cierta la elegancia de esas calles, la exquisitez de algún vitraux, la calma bastante barata de brownie y café que se puede comprar en el piso superior de esa librería majestuosa sobre la Peatonal, la Puro Verso. Y a diez metros la otra librería, esa gema pequeña y en extremo cuidada y con todos los libros del mundo, La Lupa. Letras tan potentes como esos otros versos que profesa un actor en medio de la calle, que no sabemos si está borracho o se hace, pero en todo caso siempre dicen la verdad. Es rara la forma en que los montevideanos nos relacionamos con los artistas callejeros en un país lleno de artistas: pasamos delante de ellos como evitándolos o ignorándolos, como si les tuviésemos asco o miedo. No sé, quizás creemos que somos demasiado de salón o que la poesía y la calle, es decir la vida, son ámbitos radicalmente distintos. Y allí está el hombre, borracho o fingiendo borrachera, espetándonos palabras radiantes, roncas, roedoras del tránsito: “¿Qué están haciendo?”, increpa aunque nadie lo escuche y todo el mundo le huya desde lejos y desde antes de oírlo, como si portase una peste contagiosa y radioactiva (quizás sí, esa gran pregunta). Estamos inmersos en el tránsito alucinado del capitalismo, podría haberle contestado Torres García. Y en esta peatonal inventada que invita a un recorrido calmo en medio de una ciudad que más que vieja es joven en su abandono, nonata en su desidia. Es la pregunta que nos perturba hace años a los que amamos la ciudad: ¿cómo es posible tanta casa y edificio antiguo abandonados a su suerte? Esa pregunta estalla en el día porque en la noche, también lo sabemos, algunas zonas (repitámoslo: algunas zonas) son la mismísima tierra de nadie, la oscuridad acojonante de donde salen seres enajenados habitando una existencia delirante y violenta. Pero ésos son otros seres de estos rastros europeos o estrictamente latinoamericanos del sur, otros demonios tristes que merecen su propio relato.

Ahora avanzo con calma de martes a las 2 de una tarde nublada y agradezco esa invención, ese cuidado al menos de unas calles, ese esfuerzo por embellecer la ciudad y no la pobreza. Cuando se acaba la peatonal y ya se divisa el mar, en la calle Pérez Castellanos, unos contenedores marcan otra vez un límite preciso de clase: dos hombres los revuelven con la fe ciega del hambriento, mientras una brasilera pasa al lado de ellos cargada de bolsas de una casa de costosos zapatos. La última extranjera, podría pensarse, porque ahora el barrio, una calle más abajo, parece el territorio exclusivo de ciertos autóctonos que ocupan las veredas: trabajadores, cuidacoches, enfermos y acompañantes del hospital Maciel, niños pequeños de escuela pública y bien distintos a los del Hans Christian Andersen. Son distintos -por qué negarlo- sobre todo en privilegios.

Pienso que debo concentrarme en la llegada a la rambla y en ese mínimo temblor de magnificencia que siempre produce el encuentro con el agua, pero las enormes ruinas de la ciudad otra vez me reclaman: las de un edificio poderoso que se recuesta todo a lo largo de la última cuadra de la calle Sarandí y que desde su frente, sobre la rambla Francia (Europa, Europa), mira con sus puertas encadenadas -qué metáfora involuntaria- el cielo gris plateado que encapota todo el mar. Ahora sí, siento que los ojos respiran y que los límites y los continentes se esfuman aunque registre a dos linyeras tirados en unos recovecos. Como portando una ironía imperturbable pasa un ómnibus de la extinta compañía Onda con su galgo flacucho y borroso corriendo a ningún sitio. Me adentro en la escollera caminando sobre una sólida franja de cemento y un poco más alta que el camino principal, mientras dejo que el mar haga lo suyo: licuar con empeño de oleaje tímido el pensamiento. A un costado, hacia la derecha, se yergue imponente parte del puerto con sus containers y brazos de fuertes máquinas. De lejos -será el mar que ya hace su efecto- toda esa maquinaria parece la pintura o el play móvil de un niño, de lejos todo resulta manipulable, en extremo colorido, distante de la grisura. Habría que preguntarles cómo es todo a esas decenas de obreros de cascos amarillos y pantalones rojos que bajan cajas de una camioneta de lujo. Unos son dueños, otros trabajan y sudan, unos importan, otros exportan, eso parece claro. Un viento amable y decenas de pescadores contribuyen con su silencio al mío. Un silencioso pacto de hombres. Atrás queda la ciudad aunque sólo habría que voltearse para atender sus gritos y aunque enfrente se manifieste el Cerro con otros relatos. Bajo del podio de cemento y voy hasta el final por el camino más ancho. A unos metros del fin del recorrido veo una puerta de hierro o acero, de ésas que han soportado todas las aguas y todos los vientos, sobre una pequeña construcción de material. En su centro, escrita en blanco indeleble por una mano de un trazo que supongo de ángel adolescente, una palabra me sitúa en el principio de mi deseo: “Berlín”. Allí, ahora y absorbido por el silencio, el sueño europeo.