Las empresas transnacionales (ET) han logrado configurar un modelo económico, político y social que incluye normas, valores, símbolos e institucionalidad. Algunas de sus prácticas, poco disimuladas, están dirigidas a alcanzar influencia y poder de decisión mediante estrategias de lobby para afianzar la representación de sus intereses en los estados en los que desarrollan sus actividades.

A pesar de dicha fuerza, con las medidas adoptadas por el gobierno de Tabaré Vázquez a partir de 2006 y con la consecuente aprobación en 2008 de la Ley 18.256, que tiene como objeto “proteger a los habitantes del país de las devastadoras consecuencias sanitarias, sociales, ambientales y económicas del consumo de tabaco y la exposición al humo de tabaco”, las estrategias de presión e influencia de Philip Morris fracasaron. Fue una batalla perdida para una empresa acostumbrada a ganar y, como era de esperarse, generó cierto malestar. ¿Cómo pasar por alto las medidas emprendidas por un país insignificante en términos comerciales pero altamente dañino en relación con el impacto que la política llevada adelante puede generar en el camino de la lucha antitabaco a nivel mundial?

La política desarrollada por Uruguay en esta temática fue el inicio de una batalla legal que, más allá de los detalles burocráticos y los altísimos gastos que implica, nos da cuenta de los principales nudos y tensiones que existen en el discurso de derechos humanos a nivel internacional en la actualidad.

El blindaje jurídico del Tratado de Inversiones en el cual se refugió Philip Morris constituye una de las tantas armaduras capitalistas que hacen casi inviable el abordaje de la protección de los derechos humanos ante la impunidad de las ET. Aun cuando existen algunos mecanismos para sopesar la nocividad de ciertas prácticas corporativas frente a intereses económicos, la existencia de tal armadura determina la zona refractaria más importante del sistema internacional de derechos humanos. La llamada transversalidad de su tratamiento se tambalea cuando de negocios se trata.

Si bien los estándares de derechos humanos son claros en términos de las garantías necesarias para el ejercicio de derechos sociales como la salud, las obligaciones relacionadas con esa protección corresponden a los Estados, corriendo en carriles distintos las atribuciones que se pueden generar en el plano de la responsabilidad empresarial.

El meollo del problema radica entonces en la imposibilidad práctica de responsabilizar directamente a las ET por las afectaciones ocasionadas; justamente porque los Estados son los responsables últimos de garantizar los derechos de sus ciudadanos frente a terceros, y en caso contrario los mismos Estados pueden ser responsabilizados internacionalmente por omisión o complicidad.

La imposibilidad de comparar las atribuciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI), o a las Naciones Unidas y al Banco Mundial, da cuenta del valor ornamental que el propio sistema capitalista da a la defensa de los derechos humanos. Sin embargo, es posible analizar los Tratados de Inversión a la luz de los instrumentos internacionales de protección de derechos humanos, e identificar el corolario de violaciones y la impunidad de la que gozan actualmente las grandes empresas.

En el caso concreto de Philip Morris contra Uruguay, si bien los temas que se resuelven en la CIADI en principio nada tienen que ver con los riesgos irreparables que esta empresa representa para la salud, frente a los inteligentes y perversos argumentos esgrimidos por la tabacalera (“la grave afectación a sus derechos de propiedad intelectual” por la expropiación de marca, a raíz de las medidas de incorporación de pictogramas -alusivos a los daños que causa el tabaquismo- en los paquetes de cigarros), Uruguay emprendió un camino inusitado en el que manifestó la priorización de políticas de protección de determinados derechos frente a las acciones de intereses privados, estableciendo que “las medidas de salud pública están expresamente blindadas contra demandas de inversionistas”.

Usualmente las estrategias intimidatorias de las empresas impiden que los Estados prioricen a sus poblaciones frente a los intereses económicos de las transnacionales. Sin embargo, y más allá de lo que finalmente se resuelva, la política desarrollada por Uruguay muestra que, si existe voluntad política, la implementación adecuada de una disposición pública -su regulación, seguimiento e implementación- puede ser garantizada, incluso, más allá de intereses que involucran el poderío económico y político transnacional.

A la luz de esta experiencia, debería sorprendernos que, ante la llegada de otras ET, Uruguay decida seguir sometiéndose a sus reglas del juego, y en caso de controversias, al arbitraje internacional. Dadas las dificultades presentadas en los últimos meses en relación con Aratirí, en caso de someternos a estos mecanismos de solución de controversias sería lógico inferir que se colaron operadores y voceros de intereses transnacionales; sólo que tal vez en esta oportunidad no nos dimos cuenta o miramos para otro lado.