Hay puntos o intersecciones que dividen los mundos. Países enteros son separados por una avenida o un muro. Mojones simbólicos o reales que a veces nos ponen de un lado u otro del paraíso o del infierno, y otros que contienen todos los círculos. Es vieja la metáfora: pasar o no la puerta de un boliche, de un aeropuerto o, por qué no, de uno mismo. Pero también hay esquinas y calles que parten los territorios internos. Ya sabemos del norte y el sur de la calle Rivera (y del norte y el sur del mundo, de Oriente, Occidente y las geografías mundiales). Esos límites perturbadores, en definitiva, nos tranquilizan (si es que es posible ese oxímoron espiritual). De un lado y del otro, acá y allá, lo negro y lo blanco. Quizá lo que realmente descoloca es la convivencia esquizofrénica y supuestamente pacífica a la vez. Ahí nomás, en 1.000 esquinas, esos modos de andar, pedir y vivir que comparten las baldosas o el aire, y sin embargo...

Es de noche y llueve y empiezan a calar el frío y las lloviznas de nuestras noches. Algunos las adoramos, pero en verdad son malditas para este sur asustado: recluyen a las almas, invernan las relaciones, hacen que la ciudad se parezca a un héroe derrotado y pobre. Y allá va hacia el norte esa mujer que sale del hospital Pereira Rossell a las diez de la noche cargando a su recién nacido en brazos, mientras se pierde en esa augusta avenida, la de Artigas, esa mujer mojada y sola, más sola que la cara de la desgracia de cualquier cuento de Onetti.

Esa mujer no es la excepción, porque salen y entran una tras otra en un par de horas. Mujeres, o más bien muchachas, que en el mejor de los casos tienen plata para un taxi y en el peor, caminan. Siempre está el medio, claro está, y son las que esperan (con novio, madre o amiga, si la suerte está de su lado) bajo el techo minúsculo de la parada de ómnibus. Esperan y miran a los de enfrente o a los que caminan en sentido inverso, real y metafóricamente.

Siempre es así: cuando se tiene hambre, se observa con infinita desazón a los que comen; cuando se perdió el amor, el beso de otros dos significa la perpetua soledad de uno; cuando se tiene un hijo pobre en brazos en la parada de un ómnibus, la mujer que pasa en auto (no tiene que ser ostentoso) y sonríe y lleva atado a su hijo en la sillita de niños se convierte en la mujer más afortunada del planeta. Y más si viaja en sentido paralelo pero contrario, a Pocitos, el otro mundo. Pero los mundos están ahí, cruzándose, rozándose, inhalando el mismo aire.

A la vuelta, dos muchachos toman una cerveza y se guarecen bajo una marquesina horrenda pero en este momento perfecta de 18 de Julio. Ríen y agradecen el porro enorme de cosecha propia mientras especulan sobre los destinos de Uruguay: ese Obelisco erguido que se quedó corto en sus consignas. “Fuerza”, “Libertad” y “Ley” son las tres declaraciones labradas en esa piedra fálica y antigua (tan afrancesados para engullirnos como si nada la égalité y la fraternité). Qué destino, si cada uno va a su aire y salva su pellejo como puede; qué destino, si todas esas muchachas pobres no paran de parir; qué destino, si al asomarse un poco, como una vieja chusma, con el cuerpo encorvado sobre 18 de Julio, se puede evocar la imagen al otro lado de la avenida principal: un señor en su monumento ecuestre al que nombramos prócer incólume al paso del tiempo.

A veces está esa fantasía de hacerlo explotar todo, pero no a la manera de revoluciones de antaño o caprichos de adolescentes cuando rompen McDonald's (para qué, si todo volverá a su sitio). No, la explosión de los símbolos, de todo eso que nos pesa, que nos determina. Algo parecido a lo que hizo el cineasta Federico Álvarez con el corto Ataque de pánico, en el que hacía explotar por los aires buena parte del centro montevideano.

El autor pronto recaló en Hollywood (los efectos especiales valen en el mundo más que cualquier patria) y Montevideo siguió su curso agonizante. Pero el hombre hizo su catarsis poética (tan denostada por estos lados de arte democrático), y yo le pediría su talento para, desde esta esquina, destrozar el Obelisco y sus consignas, la estatua boba de Artigas y, cómo no, la cruz del papa que se erige y se ve unas cuadras. De un plumazo, entonces (ya que no soy perito audiovisual), me cargo las consignas de los constituyentes, al héroe nacional y a la religión católica. Y si tuviera el permiso de escribir poéticamente sobre la realidad, me despegaría de esa esquina, de esta tierra, volaría alto sobre el Parque Batlle -que está a unos metros del hospital- y no vería ni por asomo a los prostitutos y las travestis que a esta hora allí trabajan, ni la cara de ningún ser viviente.

No vería al niño cartonero, al hermoso apartamento con sillones de terciopelo rojo recostado sobre el bulevar; no vería ni la riqueza ni la miseria ni nada. Si tuviera ese permiso puro, incontaminado, casi ciego, vería lucecitas y luciérnagas, qué sé yo, el río serpenteando la ciudad, luces como guirnaldas, un pueblo apacible que duerme su sueño eterno, que les da la mano a los dioses. Vería bondad en todas partes, ninguna esquizofrenia, ningún delirio, ningún delito.

Pero esa prosa mágica se vuelve sucia cuando la llovizna se me mete por los ojos y me perturba el pensamiento y me aterriza de golpe en la parada del 526 que comparto obligado por las circunstancias (la circunstancia de vivir en esta minúscula tierra) con la muchacha mojada y de hijo en brazos hacia un destino incierto. Aunque, pensándolo bien, podría tener la potestad -como nos indicó el viejo sabio- de escuchar al viento.