Hay zonas y cuerpos que nos dicen de forma implacable de ideologías y deseos. Cualquier teórico confundido con la existencia de las famosas clases sociales, no tiene más que sentarse un par horas en la Terminal del Cerro para hacerse una panzada de tips que pueden darle carne a sus sesudos estudios. Pero en el epicentro del símbolo de la clase obrera montevideana, todo nos altera la claridad inmanente del pasado.

Quién sabe a qué nos referimos exactamente los progres acomodados de ahora cuando decimos obreros, conciencia, qué sé yo, esa falsa unidad. La unión más evidente parece ser la de cierta aspiración estética: ropas de marcas falsas o championes originales y jactanciosos que persiguen una forma de ser.

Yo no sé cómo era antes, pero los obreros de hoy llevan a flor de piel las marcas del mercado (de pulgas o de Shopping). Es lo más evidente, claro, que no es esto una disertación académica sobre la clase obrera uruguaya. Apenas una aproximación en carne y hueso a ese desvelo que a veces se nos transforma en pesadilla. La de esa mujer que indudablemente es de otra clase y que con distinta ropa y mil carpetas bajo el brazo espera que el 185 la lleve al destino inverso.

Esa mujer y otros tantos que trabajan para la clase obrera (y los marginales y los desclasados), esa asistente social, ese sociólogo, tantos de ellos que se ganan la vida con la vida pobre de los otros. Los trabajadores de ONG son como la mosca en la sopa en el epicentro del Cerro: se los detecta de lejos, se los puede apartar del universo general con sólo una miradita. Y todo el día los hombres van y vienen, las mujeres van y vienen, el hervidero obrero (chillón en colores) no se detiene por horas. Paga el boleto, compra, trabaja. Y convive con el que manguea para el vino, con la mujer ataviada pobre y vieja de pobreza con cinco hijos, con una cumbia rondando los oídos.

Es violenta siempre la imagen del lumpen pidiéndole a la mujer de barrios caros (por el feroz dictamen de esa fotografía de clases), pero no menos que la del marginal acosando al obrero que trae 10 horas de trabajo pegadas al cuerpo, a los huesos (quizás ese marginal y ese obrero compartieron escuela, juegos, quién sabe, hasta sueños). Al final no importa tanto el pasado ni las causas, importa este presente perpetuo, esa imagen perturbadora, ese conflicto no soñado: casi ido el sol, cuatro hombres hechos añicos, sucios, desdentados, fuera de sí, pero ocupantes todopoderosos de la esquina de Carlos María Ramírez y Grecia, imponen con sus gestos y enajenación una forma de transitar la calle, de cruzar de un lado al otro, una desconfianza tremenda a esos eslóganes que hablan de tejidos sociales (ni siquiera remiendos, pura colcha hecha pedazos). Y un poco más tarde, ni un alma obrera transitando la calle Grecia, sólo oscuridad y vacío y el silencio doliente que dice que los trabajadores del mundo también están acobardados en su propio encierro. La calle Grecia no es un cante, claro está, y a medida que uno la camina hacia el Cerro, va acompañado de una promesa: la del agua de la bahía sobre el costado izquierdo que se insinúa en cada esquina.

No es un cante, pero seguro esa calle fue testigo de otros tránsitos que nada tenían que ver con registrar la miseria (qué obsesión ésta la de contar lo triste). Quizás lo que duele es ponerse en guerra contra el mito o esa bofetada horrible que sale de esas casas como taperas y de ventanas abiertas, llenas de niños sucios y con gritos de hambre o abandono, de padres que les hablan igualito que a los perros, de colchones meados y sin sábanas, de más niños por la avenida principal del barrio obrero sin anuncio de mano de Dios salvadora. Ey, compañeros obreros, ¿no escuchan el suplicio de los niños hambrientos? Es que pedirle oídos a los ricos parece un sinsentido, ellos olvidan o gozan y no se escuchan más que a sí mismos. Pero ese trazo de la avenida no es ni de cerca el túnel del abandono y de la miseria.

Al lado de esos niños una heladería coqueta recibe a los integrados del barrio, un bar a sus parroquianos, en una casa de fachada elegante y antigua algunos trabajan sus músculos entre aparatos y fierros. “Comunidad helénica del Cerro” es la inscripción que quedó prendida como prueba de que antes que un gimnasio esa casa fue otra cosa. La metáfora y el juego lingüístico son gratis, están servidos: de aquellos grandes mitos griegos, el ágora -o la calle Grecia- y el culto al cuerpo, sólo parece quedarnos lo más superficial, el hombre y la mujer rendidos ante los fierros. Entonces, si no crees en ninguna democracia y ves chacras sociales por todos lados, quizás puedas bajar por la calle Charcas a ver si el parentesco fonético te ofrece otra cosa en qué pensar. Se siente en el cuerpo cierto alivio, la ciudad desplegada ante nosotros y mediada por el mar. El Centro y sus iconos se ven de lejos. El Palacio Salvo, la torre de Antel (ese desquicio de la posmodernidad y el despilfarro), una parte de la ciudad que de lejos aún suspira sobre el mar su hermosa pretensión aristocrática. Se ve eso y también se huele el aroma penetrante o putrefacto de la pescadería Fripur, que obliga a pensar, más allá de la belleza y las postales, en trabajo, malas pagas. Quizás sea por eso (fábricas y olores, sacrificios) que las clases altas no eligieron como su hábitat heredado (nunca natural) la parte más alta y de vistas exquisitas de la ciudad. Lo cierto es que cuando la calle Charcas muere o nace en esa bahía perfecta, se nos ofrece una ciudad de espejos rotos. Del otro lado de la ciudad (casi del mundo) cada rincón de la rambla está cuidado (bancos, flores) como si todo ciudadano mereciera un pedacito de paz social. Acá es distinto: los obreros o los visitantes debemos sentarnos en el piso o sobre una roca e incorporar bolsas y basura acumulada al enorme espectáculo. No es necesario cantar la Internacional ni tener nningún puño en alto para saber que el disfrute y la ocupación de la ciudad reflejan los campos de batalla. Igual desde el piso o sentado en una roca, con basura volando y olores putrefactos de pescado, hay algo impagable, intraducible, que a veces nos da el espacio obrero, acá o en la China, urbi et orbi.