Son bondadosas esas calles que interceptan a las avenidas como si fueran suspiros o gritos que cortan grandes discursos. De pronto, viene la calle Capurro a susurrarle a la ruidosa Agraciada confesiones que parecen desprendidas de los árboles y las casas con jardines. Hoy busco una reconciliación mayúscula o más bien una tregua -apenas un paseo con sol pacificador de invierno- por alguna calle de la ciudad.

Ya en la primera cuadra dos personas perturban ese soñado recorrido, pero refundo empecinadamente el pacto y miro con asombro o envidia esa casa de dos plantas y decenas de ventanas, elegante como antaño, sin la suntuosidad terraja del nuevo rico. La miro con un deseo que creo compartido con esa pareja vestida en jirones que arrastra un carrito de supermercado lleno de trastos viejos y requeches, esa pareja que la señala, identifica habitaciones posibles, camas calientes, tarde de patio extasiado.

Apenas adentrado en Capurro, veo las vías del tren que la atraviesan unos pasos antes de Uruguayana y, oh milagro, justo pasa rauda una pequeña locomotora. No sé por qué, pero del subconsciente me sale y se me instala en la lengua esa canción de Cabrera: “El tren saluda desde abajo / con silbos de tristeza”. No es lo que siento ahora, esa melancolía, sino más bien cierta explicación poética de estos cuerpos urbanos en tránsito. Miro a un costado y la calle Dragones y su empedrado, su negación del cemento, me sitúa en una incuestionable atmósfera montevideana, y me dejo ser.

Una talabartería me resulta el mejor comercio del mundo (todos los materiales amontonados en un cubículo donde sólo parece entrar quien la atiende); una anciana encorvada, de paso lento y de compras, dice de un amor viejo por el barrio; un obrero en una esquina y un grupo de otros tres en la siguiente me recuerdan que desde hace un tiempo la ciudad está llena de hombres de cascos amarillos en obras y andamios (periodistas más avezados en la investigación podrán decirnos hacia dónde vamos con tanto cemento). Ahora me acuerdo de otro poeta urbano que ha surgido hace pocos años y que me viene bien para justificar cierto deseo. Lo escuché hace unas noches en el Cafetín de La Teja, ese lugar que le sirve como reducto de resistencia editorial con La Propia Cartonera, y parece que de placer asegurado. “La erótica del obrero”, pensé y sentí mientras él, Diego Recoba, leía esa prosa en donde los hombres garchan y tienen vergas y el goce es perseguido sin culpa. Me pierdo unos segundos en diletancias gozosas hasta que la calle Juan M Gutiérrez, que baja virulenta hacia la rambla, me pone ante otro de los 1.000 puntos de vista desde donde podemos registrarla.

Allí se extiende un pedazo de ciudad que nos sitúa en el reverso de un fotograma de la película Metrópolis: cientos de edificios iluminados por este potente sol de invierno y respirando sobre el mar. A la derecha, una escuela pública es reformada o intervenida por decenas de obreros (la erótica estalla) y los niños en su recreo se prenden con las manos a un alambrado que les permite ver y gritarle a esa falsa locomotora de ANCAP que traslada vagones de combustible a lo largo de la rambla. En el Parque Capurro, a las tres de la tarde de un lunes, un anciano pasea a su perro, unas mujeres jóvenes comadrean mientras sus hijos se llenan de polvo, otra fémina fuma y espera al hombre con el que se funde en un beso 20 minutos después.

¿Qué es o qué fue esa arquitectura imponente de escalinatas, fuente sin agua, anfiteatro vacío, toda esa grandeza edilicia en medio de ese parque extraño frente al mar? “Es el antiguo hotel Capurro”, me dice una señora sesentona que junto a su hija veinteañera pasea a sus dos perros. Intercambiando rápidamente los relatos, evocan o dan un estado de situación actual del espacio. Por 1925 o 1930 el hotel era uno de los esplendores de Montevideo. Llegaba el tren a sus puertas y a la playa Capurro. No existían los accesos, claro, porque aún no había llegado esa idea del progreso ni la dictadura que los construyó. La madre recuerda que hacia fines de 1960 o principios de 1970, bajaba las escalinatas y atravesaba el parque que llegaba hasta la rambla sin intermediación de semáforo ni vehículo alguno. Esa postal se enmohece cuando la hija habla del presente: sólo pueden ir al parque de día, porque de noche toda esa escena cambia. Los recovecos se llenan de esos muchachos de estos tiempos que se revientan el cerebro con sustancias de estos tiempos. “Quizá tendrían que encerrar”, dice la muchacha (al parque, no a los adolescentes), como en otras ciudades. Pienso en arquitecturas similares de Buenos Aires (parques enrejados y cerrados cuando entra la noche) y me digo que no, que mejor así, sin encierro, y me recuerdo algo, en este sistema de comparaciones mundiales: cuando los montevideanos vivimos en esa gran ciudad, esencialmente extrañamos el mar.

“Igual es precioso tener esta vista”, dice la madre, y la hija asiente mientras cuenta que hasta hace unos años, y por poco tiempo, hubo un centro juvenil de la Intendencia instalado allí. “Pero nada dura”, dicen ambas, nada, ni las luces encendidas, ni la fuente con chorro, ni los bancos sanos. De vez en cuando, el anfiteatro recibe a alguna murga, pero la mayor parte del tiempo está como ahora, sucio y sin artistas. Las mujeres sonríen y se alejan. Bajo las escaleras y veo más arquitectura exquisita y el cartel de ese centro juvenil con una nomenclatura que ahora resulta irónica: Programa Puertas. Un aro de básquetbol está solo y triste como un adolescente golpeado. Y sí, hay decenas de puertas y ventanas, pero tapiadas, cerradas a cal y canto; ni siquiera una ranura por donde los ojos puedan husmear el pasado. Eran otros tiempos, claro está, los del Uruguay digno o dandy de principios de siglo, para el hotel, y los del impulso reconquistador de la ciudad por la izquierda montevideana, para el centro juvenil; ambos ya idos para siempre. Ahora parece otra cosa: un lugar que aún exhala su prestancia gracias a una solidez antigua. La época del fracaso del centro juvenil está a mi alcance, entonces prefiero imaginar el tiempo dandy de los poetas impertinentes (Julio Herrera y Reissig, Roberto de las Carreras) de aquella Montevideo de hoteles sin accesos (en todos sus sentidos) y tránsitos sin este barullo de ruta, motores desquiciados, contaminación. Fin del sueño.

Pasan frente mí otra vez madre e hija, y la primera, respetuosa, me pregunta: “¿Usted no leyó a Benedetti?”. Algo, sí, ¿Montevideanos? “En 'La borra del café' puede encontrar algo de todo esto”, sugiere, y recuerda como si hablara de sí misma: “Allí Benedetti describe los barrancos de acá y parte de su niñez en esta zona, porque él se crió en Capurro”. Y se va como yo me voy, convencido de que se fue el pasado, y retomo Capurro porque debo recorrerla hasta el final. Paso sobre el puente que atraviesa los accesos (Montevideo ante mis ojos, el interior a mis espaldas, especulo) y llego hasta la rambla. A la derecha, ANCAP y la famosa llama eterna del progreso que nunca se detiene. A la izquierda, un pedazo de ciudad ahora un poco más parecido a la cinta oscura de Metrópolis (Dios, por qué al final del día se me irá la luz). Enfrente, el agua, siempre el agua a la que le pedimos alguna forma de purificación (evoco ahora ese poema místico de Horacio Cavallo: “Este río no muere entre tus piernas / pero todos tropiezan / se sumergen / aunque acaben al fin / de cara al cielo / con los ojos comidos por lo pájaros”). A lo lejos, en la punta, un pescador solitario. A mis pies, un basural inverosímil que permitiría una poesía mediocre del desarrollo: “Pedazos de juguetes rotos / viejos championes Nike / buzos de lana raída / carcasas de televisores / plástico contra el mar”.

A diez metros, un hombre joven en harapos está sentado en una silla blanca de plástico y en medio de unos matorrales. Está cerca de un calentador de lata improvisado que no para de echar humo, como él: rodeado de desechos, se lleva un pucho a la boca mientras mira al mar con el gesto de un príncipe. Al mar o a esa garza blanca, estilizada, que se observa en su reflejo acuoso y luego estira con petulancia las alas como si fuese ajena al destino de los hombres.