Resultaría una estafa enorme o un contrato naif con el lector si en el relato de las texturas de esta ciudad no apareciera, y más este año, un acto político. Ahora nomás veo a través de la ventana gigantografías con hombres sonrientes que supuestamente me invitan a votarlos. Montevideo es también sus carteles partidarios, sus eslóganes en los muros, esa atmósfera de mitin, entusiasmo o espectáculo que al menos cada cinco años nos pone una urna en la cabeza.

Elijo ir al acto de cierre de Constanza Moreira porque en esta apatía rabiosa por izquierda en la que vivo, ese sitio al menos me asegura el encuentro con amigos. A la siete de la tarde que es ya la noche de un día de ñoquis (justamente hablando de políticos), la calle Yí a la altura de Colonia espera sosegada la concurrencia de cientos de sujetos que pretenden definirse como algo distinto dentro de la izquierda partidaria.

No es lugar éste para desarrollar teorías y programas de gobierno pero sí un espacio (parezco un político) en el que cierta sensibilidad (dejé de serlo) tiene cabida. Acá, en este registro de la subjetividad (bienvenidos correligionarios), ningún sentido tiene mentirnos o generar otro pacto impostado con el lector, haciéndonos pasar por periodistas que cultivan la equidistancia, el desapego, la carne intocada.

¿Cuál sensibilidad? Por ahí anda entre la gente el viejo periodista culto de una viejísima guardia y pasa al lado de una transexual contemporánea, elegante, orgullosa, vestida de pies a cabeza con su identidad sentida y que casi le roza el brazo a Macarena Gelman, la de la identidad robada, que está allí como escondida entre todos, como si sintiese cierto pudor de llevar tanto símbolo en el cuerpo. Cuerpo y palabra escrita: está la bailarina contemporánea (esa danza tan europea) que por un artilugio del lenguaje o de la experiencia hace confluir en su cabeza y en sus venas colonialismo y posmodernidad; la rubia elegantísima de finas medias cuadriculadas que disecciona en sus estudios cuerpos y medios; esa exquisita crítica literaria que en apariencia es una aristócrata, pero que tiene los pies más en la tierra que Mujica en el barro de su chacra. Y allá las mujeres con los rostros asociados a la despenalización del aborto, universitarios en ciernes o ya profesionales, artistas ídem, todo ese circuito de personas que no sé por qué a veces sienten vergüenza cuando se los juzga de pertenecer al patriciado intelectual (como para habilitar una categoría imposible), a la intelligentsia criolla. Y reventada, también. Ya es un lugar horrible para habitar ése de la corrección política (aunque es cierto que esa intelligentsia casi siempre la produce), y viene bien escuchar de vez en cuando aquella virtud oriental, casi perdida, que ironiza sobre sus habitus: “Constanza ya está medio aparato”, dice alguien, porque le parece que ella adquiere de a poco el gesto y el acento de lo que debería ser un político; “vamos por todo”, le grita en voz baja un académico cuando ella se refiere a la marihuana (“hasta la merca no paramos”, dice el muchacho); “después de los 16, pederastia caso a caso”, redobla su amigo proponiendo -entre el sarcasmo y la confesión, nunca sabremos- una inimputabilidad del deseo consensuado. Todos los chistes, lo sabemos desde Freud, que develan otras cosas. Como ciertos gestos: que por una noche sintamos que pertenecemos a una misma comunidad (aunque no votemos lo mismo o aunque no votemos) no significa, señora de no sé qué sector que expende los tickets de fernet y hamburguesas, que pueda sin conocerme darme un beso y un abrazo como si la vida toda nos uniese. En todo caso, fernet o caipiriña que aún no me afilié a nada. Ni yo ni algunos más que andamos por ahí a tientas, desilusionados de todo y que sólo a veces nos permitimos por un rato una comunidad de intereses. “Cierta sensibilidad compartida”, dice alguien mientras confiesa que a esta altura y de lejos, ya no puede diferenciar el rostro de Constanza Moreira y el de Samantha Navarro (buena ironía para decir, también, que las mujeres con afinidad y en grupo a veces parecen una sola, con todos los matices de valoración que eso tenga).

De pronto comienza a hablar la presidenta de la fuerza política y ahora el interés mayúsculo es irnos corriendo al bar de la esquina, Los Girasoles. “Es como caer de pronto en la realidad del Frente Amplio”, dice un amigo, mientras la presidenta del partido agita la bandera de los tres colores e intenta convocar con eternas consignas a una multitud que se dispersa. Es que el ambiente tiene que ver con otra cosa, parece, con cierta erótica que nos convoca (arte, cultura, pensamiento, cuerpos jóvenes y no tanto pero deseantes, también marihuana y alcohol, todo legal) o más bien está bastante lejos, hoy, esta noche, de la palabra o los textos deserotizados de ciertas consignas frenteamplistas (aquellas del voto bonito). Quizás muchos en el adentro de sí mismos no quisieran ninguna estructura, ninguna bandera, ni partidaria ni anárquica. Quizás algunos quisiéramos una cultura algo más punk, pero ya sabemos que el punk murió hace rato y que en Uruguay la libido esencialmente se sublima por la política (si Darnauchans era comunista y afiliado, estamos todos más que absueltos). “Pank sin circo” sería suficiente. Si hiciera un análisis de mi propio discurso en este momento (eso de conjugar política y libido) me podría autoacusar de parecerme a un peronista, pero me salvan las distancias: este encuentro político entre amigos no exige lealtad eterna (ni siquiera un voto) y permite ser cuestionado mientras se pronuncia (sin voto del alma). Repitámoslo: por esta noche (gracias Onetti por siempre traerme a tierra). La tierra de los entusiasmados, los conocidos, los desconsolados y los borrachos, el bar. Otra vez la cabeza visible de una ONG, el artista, el universitario, el circuito de pertenencia. Dos muchachos tocan un tango y aquello podría transformarnos, ponernos en otro sitio, si no fuera porque los entusiasmados de la noche están monotemáticos. Ni un silencio mínimo frente a un bandoneón profundo, ni un aplauso cortés frente a esa entrega. Un amigo manda la ronda y yo evoco conversaciones, amores y rupturas que Los Girasoles me han dado. Extraño el humo de los bares, claro, y siempre lo anotaré mientras fume y escriba (“mientras me lo conceda el destino seguiré fumando”, escribió Pessoa). Pero estamos en el presente, ahora hay otros amigos, copas en alto, quizás amores por venir. Y una preocupación común más allá de los partidos, una sensibilidad sarcástica que dice, como en el tango, de una herida absurda: “Mirá, como cuando vivíamos en la crisis”, me comenta un amigo mientras una niña muy niña, de pelo lacio y prolijo, sola en la mancomunión de la política, va de mesa en mesa vendiendo rosas. “No nos comamos la pastilla”, dice un amigo suyo mientras el bar crece en risas y escándalo, confusión y borrachera. Y afuera, marihuana, confesiones políticas y de las otras y un feroz dictamen del Uruguay actual de la boca de un borracho consciente: esta sociedad está completamente lumpenizada. No es un concepto escupido por un intelectual aristocrático, qué va, si ahí nomás no paran de pasar, de pedir cigarros y tragos de alcohol, de meterse en la ronda de cuatro hombres que intelectuales y todo quedan mudos, expropiados de la palabra y los libros, muertos de miedo o estupefactos ante esos hombres y esa mujer que no articulan palabra y que, como ciertos animales, nos exigen con gestos y la mirada desencajada que les demos algo. Nosotros, hombres de lenguaje, no podemos darle más que un cigarrillo (los menos ateos quizás una oración). Sí, los intelectuales horrorizados por la lumpenización del pueblo. Es lo que da la palabra, esa angustia ante su falta. Entonces, un silencio compartido, otra vuelta en el bar, bullicio, una cama caliente (o en llamas) para los privilegiados y esta balada -con o sin voto- de asumido perdedor.