El fotógrafo sugiere esa esquina o más bien la desea. Su mirada ávida de luces y sombras imagina fotos como pinturas, intuye alguna historia. Obedezco al mandato del convencimiento ajeno, pero antes de llegar, otra foto, no imaginada, me detiene en la explanada municipal: veo a una señora de espaldas, sentada sobre un banco de madera verde, que está siendo capturada por el clic de un fotógrafo mientras un asistente manipula la luz de invierno con una plaqueta negra. Posando como las quinceañeras en el Palacio Legislativo o en los halls de caros hoteles, pienso, para más allá de la muerte, para alguna publicidad o porque sí; un retrato caprichoso en medio de la ciudad. Cuando me acerco veo que la señora, vestida de negro impecable y chal celeste verdoso (tirando a celeste), es la intendenta de Montevideo. Algunos transeúntes la miran con asombro y otros con indiferencia mientras ella cambia de banco y de pose, con el monumento al Gaucho o el edificio de la Intendencia de fondo o de costado (al fin y al cabo, a eso refiere su tarea: gauchos citadinos, municipio). Me dan ganas de proponerle un vistazo a cuatro ojos de esa esquina a la que me dirijo (a esa esquina o cualquier trozo de ciudad), pero inmediatamente reflexiono: ella es la intendenta y yo un simple narrador; nuestras miradas no deben confundirse ni amalgamarse; los órdenes y objetos de su ciudad son, por definición, distintos a los de esta ciudad ocre. Adiós, intendenta, sigo sobre mis pasos.

Llego a esa esquina que tantas veces transité. Intento verla con ojos nuevos. Algo ya sé del SODRE, ese edificio inmenso, copetudo, de alfombras rojas y butacas cómodas, columnas y paredes de mármol blanco, salas de acústica notable, bronce, escaleras y escalinatas, el ballet, Julio Bocca, la música de cámara y la primera vez que escuché a Schubert en uno de esos auditorios calefaccionados y exquisitos mientras me desintegraba en la butaca o se me escapaban, independientes, las lágrimas por una conmoción desconocida; todo de un cogote excelso que me produce orgullo y a la vez me inquieta; esa tensión entre lo clásico y lo contemporáneo, ese monstruo cultural inserto en una atmósfera -real, material- de oscuridad y abandono. Pero quiere, la zona quiere exhalar otro aire.

Cualquier día de la semana en la escalera del SODRE de la calle Florida, bailarinas como tallarines y moños prolijísimos entran y salen con esa gracia clásica, ese caminar que las define y que es un poco distinto al de sus compañeros varones, tan estilizados, tan de gestos leves, de culos redondos y parados como cerezas, esos cuerpos varones que interpelan o incomodan, siempre, la gestualidad del macho, su paso tosco. Entran y salen, y no sé si ven ese universo de pasado y de presente (quién puede especular sobre el futuro) que en miniatura estalla ante sus ojos. Una hilera de edificios bajos nos dice de una zona que fue más elegante que la elegancia misma: balcones y puertas de hierro labrado, construcciones nobles, casas de esas miles de casas montevideanas por las que miles de nosotros estaríamos dispuestos a recomponer aquel sueño caduco de la casa propia. Justo en la esquina, un edificio desgastado y triste, pero de antigua nobleza, promete ser reconstruido en “12 apartamentos de arquitectura de vanguardia”. Enfrente, el patio trasero del Radisson Victoria Plaza (allí donde nunca llegan los turistas sino quienes les sirven) parece hacerle sombra a cualquier proyecto. Pasa por enfrente de la escalinata un ómnibus de esos de dos pisos de los recorridos turísticos, vacío, y desde uno de sus costados Benedetti me sonríe.

Entonces decido no mentir más y sacar el as que rodea a la crónica: desde hace rato lo que más veo pasar son asiáticos. Algún que otro montevideano -esos oficinistas impertérritos de clase media o esos obreros recién salidos de trabajar y con el pelo mojado-, pero, ante todo, extranjeros. Quizá se cuelen en mi registro con fuerza no estadística pero sí numérica: diez chinos, me digo, que suben desde el puerto. Y de pronto, observo que digo chinos por ignorancia absoluta del otro. Asiáticos, seguro, pero bien distintos de esos ocho que ahora pasan y de los diez que les siguen. Chinos, digo, pero ésos más bien parecen hongkoneses. Mi referencia étnica se sitúa (qué ignorancia ilustrada) en alguna película de Wong Kar Wai o de Kim Ki Duk, o de alguno de esos “asiáticos” que vemos en el cine. ¿Y esos otros? Otros diez que más bien se me hacen vietnamitas (apelo a las referencias fotográficas o históricas) y entonces, cuando cuento 100, corroboro que aquí hay algo nuevo y que los chinos tal como nosotros los nombramos no existen, o más bien son una invención nuestra, capital, europea, tranquilizante; los chinos del puerto, los miles de chinos, los chinos de mierda. Y que en realidad, detrás de toda esa homogeneización facial con la que los nombramos, quizá haya un prejuicio que habla de un profundo racismo. Detrás de esos 100 hay rasgos, fisonomías, contexturas musculares, colores de piel y andares tan distintos como los de un español y un alemán evidentemente blancos. Diferencias de etnias, idioma y clases sociales: los que visten ropa más barata y uniforme (también con esa pretensión de consumo contemporáneo, llenos de marcas), los de chaqueta y zapatos de cuero que ni el mejor de los nuevos ricos uruguayos, los que van cargados de bolsas de supermercado (qué cocinarán), el chino adolescente (me la juego a que es chino, al menos no vietnamita) extremadamente hipster. Son muchos y muy diversos como para no verlos o seguir ignorándolos; son cientos que conviven con ese grupo de ¿peruanos, ecuatorianos? que en este momento cruza la calle, y con decenas de negros (el día que con intención política escriba afrodescendiente, dejo de escribir) que no parecen ser los negros uruguayos, al menos no esas seis mujeres que a las carcajadas y a los gritos, exuberantes y con sus cuerpos expuestos, desafiantes, se dirigen quién sabe adónde.

Hay algo que une a todos estos extranjeros temporales o definitivos, a estos chinos, vietnamitas, puertorriqueños, peruanos, negros, adinerados o explotados por esta tierra ciega; es la forma en que caminan: de paso lento y sin miedo. Mientras que a una bailarina que sale del SODRE no le dan las manos para abrir la puerta del auto, poner la cartera en el asiento de atrás, arrancar y salir expedita con evidente cuerpo tenso, unos asiáticos caminan por la calle Florida como si las olas del mar les acariciaran los pies.

El mundo de pronto se me entrevera cuando veo a una mujer rubia y veterana de tailleur blanco (apostaría que es un Chanel auténtico) y de tacos finos cruzar la calle y llevando de una cuerda que parece de metal precioso a un perro enorme, de pelo negro y lustroso, su protector. Detengo unos segundos la mirada en una pintura sobre la pared de la casa en refacción: un rostro indefinido de mujer, colorido y partido en cuatro, el rostro de la otredad, de lo que no es, una especie de Frida Kahlo.

Camino hacia 18 de Julio y, lo juro, me encuentro frente al Palacio Salvo con un grupo de cinco jóvenes hombres turcos (más fotografías, más cine, más fonética del idioma) que van vestidos como si recién hubiesen salido de un probador de Zara. Uno baila una coreografía extraña, casi gitana, un amigo le mete un manotazo en el culo y todos se lo festejan. Me digo que estoy dejando de entender cabalmente (gracias a Dios) la ciudad en la que vivo, hasta que llego a la plaza del Entrevero, donde todo más bien me resulta claro, en extremo familiar: se inaugura en ese momento el Paseo de las Luces en homenaje al Mundial, o algo así. En Navidad, los chirimbolos; en Carnaval, lonja colorida; ahora, la pelota y su delirio.

“Creo que habla la intendenta”, me dice una fotógrafa. “Gol mundialista”, podría decirme yo y cerrar mi recorrido, cíclico, con la más común y conocida de las lenguas. Pero no, pienso que mejor sería que aprendiésemos chino básico, que atropelláramos un poco la lengua única o que imploráramos el entrevero de Babel.