“Rezá por Uruguay”, me pide una amiga justo antes de salir y un día después -el domingo de tarde- del fracaso de la selección nacional de fútbol frente a Costa Rica. Yo también tenía una hipótesis racional, concebida de antemano: la de encontrarme con fanáticos prendiendo velas celestes y orando por la casi única religión posible en esta historia laica. Iba en el 158 amasando un lenguaje de metáforas y guiños cómplices, de incrédulo o de hereje, de opios ya digeridos. Pero algunos destinos (el del 158, al menos) te sitúan en otras órbitas.

Allí donde la calle Burgues atraviesa Propios, esta marioneta que es la ciudad nos enseña una extremidad distinta. Cuánto lenguaje figurado para decir que unas cuadras más allá de Propios la ciudad muestra una de sus caras pobres, que se extiende como su propia esperanza. Calles y calles de casas bajas, otras de jardines cuidados, miles de casas sin el sello de los arquitectos, levantadas por las manos de esos hombres que viajan en el 158: los obreros de principios del siglo XXI que en esta ciudad visten, ahora, allí, en ese ómnibus, vaqueros que no son jeans y mucho menos Levi’s, pero que están tuneados con cierres en los bolsillos, ribetes coloridos, roturas y gastadas nuevísimas, recién salidas de fábrica. Siempre fue así: los domingos los obreros se tunean. Le pregunto a una señora que dentro de la clase que fundamentalmente trabaja es de lo más paquete que he visto (lentes marrones que le ocupan la mitad de la cara, chal símil animal cazado, uñas rojo incendiado) si falta mucho para llegar a la gruta. Me dice que no, que cuando el ómnibus llegue a destino sólo tengo que caminar unos pasos. Se levanta las gafas y con una mirada penetrante y celeste me espeta: “¿Va a la gruta? Confíe, que ella da”.

Llego a destino y al bajar del ómnibus lo primero que veo es una construcción enorme de bloque que en su frente tiene pintada una leyenda que me provoca cierta semiosis lingüística: “Cristo Divino Obrero”. Alrededor, cientos de casas obreras y muchísimas, unas escalas más abajo, improvisadas, de entrevero de chapas y ropas de decenas de colores aireándose.

Un minuto después leo (la palabra que funda) uno de los salmos de Mateo prendido a una columna: “Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el Reino de los Cielos”.

Sobre espíritus pobres casi nada podemos decir (ese inasible que nos pone en comunión), pero cuando giro la cabeza y miro hacia atrás y veo tanta pobreza acumulada, entro en discordancia con el mandato que Dios le dio a la mujer de Lot: me vuelvo piedra; ateo confeso, no puedo entrar como si nada en el peregrinaje festejante de la miseria. Pero sigo sobre mis pasos e intento dejarme llevar, ya que no tengo ninguna, por la fe de los otros.

La estructura de la gruta es la de un parque arbolado con caminos y espacios que contemplan (con sus respectivos templos) lo que, supongo, son los tres estadios de la fe católica. En el primero, donde están los salmos de Mateo, las columnas tienen pintadas a mano la palabra “Gozo”. Obviamente, no es el goce psicoanalítico (para muchos, otra religión), sino más bien el trayecto (la peregrinación) en el que el visitante (el creyente) se encuentra con esa lengua epifánica: alumbramiento, panes y peces, lumínica presencia de Cristo. Tanta fe en lo puro produce cierta congoja en el no creyente, pero la verdadera perturbación se presenta cuando entramos de lleno en el segundo círculo: “Dolor” (inscripto en todas las columnas). Algo, si nos afianzamos en la palabra de Dios, se apodera de nosotros: esa angustia desbocada que produce la iconografía de la flagelación y de la tortura, del sufrimiento cercano al delirio. (O producida, seguramente, por los restos de aquel niño creyente y torturado que aún llora en secreto su fe perdida).

Al culminar la pendiente de una escalera de piedras, un Cristo de metal crucificado y con pies de bronce espera a los devotos que le van dejando velas encendidas a un costado y que componen, en un altar, una imagen de desgarradora belleza (creo que fue Martin Heidegger quien escribió que si algo exquisito provino de la Iglesia Católica, por devoción u oposición, fue su arte).

Una mujer treintona reza circunspecta a un costado de los pies de Cristo, y una señora rubia y de calzas ajustadas se fuma un pucho antes de ir a besárselos. Una muchacha joven embarazada y su novio encienden una vela entre la desconfiada (esa sonrisa delatora) y la fe. Suben por una escalera y bajan por otra no pocos creyentes en esta patria laica. Un hombre rengo, otro joven y fornido, casi todos extraídos de esta tierra por la convicción interna -se ve en sus rostros- de sus plegarias. Estoy tentado de robar una de las velas apagadas y pedir algo, pero no siento la necesidad interior de una herejía tonta.

Bajo la escalera y sigo en el segundo círculo, donde el “Dolor” ahora se hace más agudo y ya es parte del sacrificio cristiano: Bernardita nació pobre, trabajó y fue explotada, tuvo enfermedades crónicas y dolientes desde niña, sufrió, vivió horrenda y sacrificadamente hasta los 35 años y murió, santa. La mujer treintona que antes le rezaba al Cristo crucificado está ahora frente a ella con los ojos perdidos en un dolor extremo. El pecho me aprieta (quisiera un Clonazepam, un vaso de vino, algo de esos componentes de esa otra religión mía que me calman) y salgo expedito hacia el tercer círculo: allí todo es distinto, hemos llegado, luego de atravesar el alumbramiento y después la humillación, a la “Gloria”.

Decenas de bancos amarillos están frente a un altar y estructura de piedra (la gruta, bruto) donde, en una punta, Lourdes está incrustada. Es una pequeña capilla o iglesia al aire libre (“Silencio, lugar de oración”) que no descartaría para ir a tomar mate otro domingo de invierno de inmenso sol. Me acerco al altar y a Lourdes, y le pregunto a una señora por sus motivos (los de ella y los de la santa). Es la patrona de los enfermos, sobre todo. Y a ella, dice, le funcionó: en noviembre le detectaron cáncer en intestinos y útero, y todo le indicaba bisturí urgente (puede mostrar las pruebas: las tomografías computadas). Pero ella vino a la gruta, y rezó y rezó y rezó, y se efectuó el milagro: en la siguiente tomografía sólo aparecieron manchitas inocuas. “Hay que apoyar la mano ahí y pedir”, me dice, indicándome el lugar preciso de la roca. “Hace milagros”, sentencia, y busca los ojos de la Virgen o el cielo todo con sus ojos empapados. La de las enfermedades, asiento en mi interior. ¿Qué me cuesta? “Manteneme sano y sin dolor. Gracias”.

Al costado, otro altar de velas cubierto con unas chapas prolijas. La mujer del cáncer curado me llama y habla bajito, como si estuviéramos en una iglesia: “Quería decirle que acá hay agua bendita”. Miro enfrente y veo que de unas canillas sale a chorros toda la que uno quiera. La señora me cuenta que hay que pasarse agua por donde uno sienta dolor, y que incluso hay gente que se la lleva en bidones (los estoy viendo, hacen cola) para lavar los pisos de sus casas, para bañarse, para purificarlo todo. Un hombre está a punto de tomarse un termo entero, faltaba más, de agua de Dios. Una pareja con dos niños pequeños, en un gesto de extrema ternura, les mojan las caras a sus críos. ¿Qué me cuesta? No me duele nada, pero quiero proteger ciertos órganos: me lavo las manos (de alguna forma me dan de comer), me paso agua por el cráneo (quiero cuidar el cerebro), tomo un sorbito, por si acaso, y cuando me doy la vuelta y creo que nadie me ve, me llevo una mano húmeda directo a los huevos (el deseo sano como un asunto de extrema fe).

En una pared cercana, decenas de plaquetas de losa agradecen por enfermedades curadas, muertes no dolorosas, nacimientos efectuados luego de años de espera, o emiten ruegos simples: “Por favor, Virgen de Lourdes, quitame este insoportable dolor de espalda”. Qué me cuesta. Deshago mis pasos y veo que la mujer treintona no ha logrado aún llegar a “Gloria”. Está ahí, estoica, inserta e imperturbable, ida de sí misma, en la zona del sacrificio, de la angustia, de la flagelación. Busco el parque verde a un costado y, gracias a Dios, me hago a un lado de tanto dolor.