No sabía qué significaba odiar, pero a los cinco años ya odiaba a Maradona. Recuerdo como si fuera ayer la final del Mundial de Italia 90, las lágrimas del Diego y mi alegría ante la derrota argentina.

El sentimiento me acompañó durante toda la infancia y sólo se mitigó un poco cuando, a comienzos de 1997, hubo fuertes rumores de que el Diego venía a Peñarol. Cual si fuera un adolescente en proceso de sinceramiento acerca de su sexualidad, la noticia me generó sentimientos ambiguos. Por un lado, aborrecía la posibilidad de que ese argentino falopero, fantasma y terraja viniera a romper la armonía del club de mis amores. Pero, por otro, una pasión reprimida me hacía desear verlo con la amarilla y negra.

Con el tiempo salí del clóset y admití abiertamente que amaba a Maradona. Era el mejor, el único, era todo lo que los demás no, la razón por la cual no podía empatizar con los ídolos uruguayos, los Bengoechea o los Francescoli, que en la comparación descarnada perdían sin remedio y que ya no podía dejar de ver como tristes, viejos y baratos manuales de moralidad pequeñoburguesa.

El Diego, en el acierto o en el error -la mayoría de las veces en el error-, desbordaba verdad. Podía mandarse 200.000 cagadas, como salir en un programa de televisión pasado de merca y tirarle a Pelé una de las más famosas frases homofóbicas de la historia de los medios de comunicación, o embarazar a una tana y declarar que el hijo era un bastardo y que él nunca se iba a hacer cargo, o abrazarse un día con Menem y al otro con Fidel, y 199.997 etcéteras. Pero siempre me recordaba que, bajo todas las fórmulas sociales, los rituales convencionales del correcto vivir, las costumbres santificadas por ese medidor de moralidad que es el periodismo deportivo, había algo en el ser humano, no sé bien qué, que podía ser verdadero.

Para cierto sentido común uruguayo, Maradona representaba y representa todo aquello que decimos no ser: soberbios, tramposos, conventilleros e intolerantes. Somos humildes, correctos, discretos y tolerantes. Respetamos las reglas y solucionamos nuestras diferencias por medio del diálogo y la negociación, no del insulto o la agresión, como los argentinos, como Maradona. Todo eso se podía creer -y se puede seguir creyendo, mal o bien esa imagen aún tiene muchísimos defensores- hasta que apareció Luis Suárez.

Con Suárez, por fin, podemos ponernos del otro lado. Con Suárez, la parte animal del hombre desbordando los mecanismos disciplinarios de la sociedad occidental y cristiana empieza a ser más comprensible para nosotros, tan correctos. Porque está con nosotros, podemos aprender que romper las reglas es legítimo -acaso imprescindible- cuando está en juego algo más importante que el juego mismo -eso fue la mano contra Ghana-, y no el gesto artero de un delincuente, como tantos vimos el gol con la mano del Diego contra los ingleses. Con Suárez podemos juzgar la doble moral de la máquina medios-masa, que hoy pide su cabeza por una conducta cotidianamente tolerada en el mundo del fútbol -no digo morder, que ¡oh!, eso sí es una chanchada, pero sí cualquier otra que busque hacer entrar al rival, “porque el fúbol es para los vivos”-, esa máquina que celebró la expulsión de Maradona del Mundial de Estados Unidos porque se drogaba -¡qué mal ejemplo! ¡que sirva de escarmiento!-, ésa que, como antes al Diego, hoy quiere cortarle las piernas al Luis de la gente. Esa prensa que, antes de Suárez, solíamos replicar como bobos.

Hay una imagen que siempre que la veo pienso que no es real. Un niño flaquito, pobre, de pelo largo y medio negrito dice frente a la cámara que sueña, cuando sea grande, jugar un mundial y ganarlo. Como si fuese un moderno ejemplar de los Archivos del sueño obrero, ésos de los que habla Jacques Rancière, una especie de infancia de los proletarios, el video muestra a un ser humano de carne y hueso animándose a soñar con ser otra cosa que lo que la inexorable ley de la vida, las cosas tal como son, le había destinado. A diferencia de la gran mayoría de los casi anónimos obreros franceses del siglo XIX que Rancière rescata, este cabecita negra lo logró, gracias al fútbol, y algo como el poder, el statu quo, el orden normal de las cosas, o como quieran llamarlo, nunca le perdonó a Maradona la osadía.

Quisiera decir que el enemigo de Suárez es él mismo, pero no lo creo. Su enemigo es mucho menos digno, la contienda mucho menos épica. El enemigo es la realidad, una máquina que come por inercia, un mercado que no tiene hambre pero que no puede dejar de funcionar, un sistema de medios orientado por el costo-beneficio que necesita “instalar temas” para el consumo popular.

Cuando escribo esto no sé si lo han sancionado o no. Pase lo que pase, no puedo dejar de alegrarme un poquito viendo cómo se construye un puente, aunque sea invisible, con nuestros siempre detestados hermanos argentinos. Porque con Suárez, por fin, nos podemos poner en el lugar del pobre que sueña con ser otra cosa, y no en el del mediocre que desea un fracaso para no tener que ver, en la osadía del otro, el espejo de su propia cobardía.