Si hay algo envidiable que tiene Buenos Aires es lo que sucede en sus plazas antes de que llegue la noche. Antes, porque el gobierno de Mauricio Macri se ha obstinado en enrejarlas y convertir al espacio público por antonomasia, la plaza, en una jaula vigilada (qué fiesta de pensamiento hubiese sido esa imagen para el filósofo francés Michel Foucault. Es más, a veces tiendo a creer que Foucault también era argentino. Y Freud, claro).

Más allá de las diferencias políticas y los administradores (Macri, Ana Olivera) de estas ciudades en espejo -de pupilas secas o bellamente lacrimosas-, siempre está en juego para los montevideanos que cruzan el río esa recurrencia que nos amplía la vista (ahhh, Buenos Aires), aunque enmascaremos lo que es profunda admiración con envidias adolescentes.

La comparación viene a cuento porque en el parque Liber Seregni, que en verdad es una plaza, las tardes montevideanas se vuelven un poco más porteñas. Quiero decir heterogéneas, de entrevero de clases sociales y tribus, de anciana leyendo al sol y adolescentes pitando porros. Ya sé que ahora se fuma con más libertad (o menos paranoia) en las plazas montevideanas que en las de sus hermanas copetudas, pero me refiero a las personas que, mezcladas, conviven con su diferencia. Es algo que se está anunciando, una necesidad espiritual o un ruego fáctico, lo que sea; lo cierto es que en algún lugar (en esta plaza, por ejemplo) se expresa por su contrario un fastidio arraigado, el anverso de lo igualito a sí mismo, el impulso vital reprimido (tan mortuorios hemos sido) de negociar territorios y compartirlos, de transar con la melena, la ropa, el porro, la silla playera, los niños y los perros, el blanco, el negro, el alto, la gorda, la vieja y el puto. Sea que esas palabras denoten desprecio o que se retuerzan en sí mismas y vuelvan reconvertidas y resignificadas (aquello de apropiarse de la abyección para decirse distinto) e instalen más allá del lenguaje (si es que hay algo más allá del lenguaje) otra verdad que interpele al manto simbólico de la grisura acordada. Y de algunos tópicos que no nos conviene dar por cerrados: ésta será una ciudad racista, pero aquí, en la plaza, muchos negros cuestionan la afirmación rotunda de ciertos discursos. No sé, también es bueno sacar a la negritud de su estricta determinación. Una cantidad de negros (y negras), más atractivos o más feos, altos o bajos, se pasean por la plaza como cualquier vecino blanco, y algunos más altaneros que una foto del más publicitario e integrado de los negros, tan coquetos, tan sensuales, la belleza, la pobreza y la riqueza de los negros a veces indiscernible de la de sus hermanos (de patria) blancos. Como estamos en una plaza pública y no ideando políticas, podemos relatar sin culpa las imágenes que se presentan: allí, en la Seregni, los negros que no son pobres están definitivamente integrados. Será lo que hacen las plazas y una buena concepción de lo público, un todos no amparado en ninguna bandera (olvidémonos ya de las nomenclaturas políticas, publicitarias y oportunistas: Seregni nada tiene que ver ahora con esta tarde nuestra) ni azuzado por el fuego pasional y efímero, excepcional, de estos días futboleros. En el medio de la ciudad, ciertos lugares bien pensados suspenden el conflicto o más bien posibilitan la tregua; nos invitan a vivir, aunque sea por un rato, esa palabra tan temida: comunidad. Allá vienen unos obreros de mameluco que antes de tomarse el ómnibus interdepartamental que los lleva a El Pinar o La Floresta, que para justo en la plaza, se toman una cerveza o comen una de las tortas fritas más deliciosas de Montevideo (qué mano ese hombre y esa mujer que, además de vender pasteles, hacen de la colación más popular de todos los tiempos una especie de bocatto di cardinali). Allá están sentados los hombres de corbata y las mujeres que trabajan en oficinas, dejando de ser cordiales por imposición de sueldo.

Así es que se funda una mezcla honesta, genuina: como al pasar por una plaza. Detenidos unos minutos o echándonos una siesta interrumpida por el griterío de una barra de muchachos que vienen a bautizar con huevos y harina al recién recibido de quién sabe qué, tirándolo en la fuente con agua (ese rito nos parecerá más o menos civilizado, pero tampoco dura tanto, y es razonable aceptar otros bautismos). Bautismos o inauguraciones de época que se manifiestan en esos adolescentes que arman porros con una gestualidad extrovertida, ostentosa, que piden sedas u hojillas como quien pide un mate; en esos otros que toman la posta hippie y la reproducen una vez más, a su forma, a su aire, alrededor de una guitarra y voces líricas o espantosas; en esas cuatro o cinco muchachas que toman los signos de cierta posmodernidad lesbiana, una forma de vestir y moverse, de pantalones anchos y caídos, culos y tetas ocultas, cortes de pelo distintos, caras llenas de piercings, muchachas expropiadoras que perturban una categoría, que expropian al unívoco género. No sé si las categorías explotan, pero sí que pueden convivir en el espacio público con cierta armonía. Y que ese lugar común que tantas veces escribimos, esa expresión de deseo -política, discursiva- a veces se vuelve carne si estamos dispuestos a negociar. Ya sabemos y escribimos hace rato que no hay juventud, todopoderosa y unívoca; que esa falacia sólo nos trae problemas y que lo único cierto son todas esas juventudes: el hippie, los malucos y su vieja apelación a Bob (el jamaiquino, no el onettiano), las muchachas del interior recién llegadas a la capital (sus acentos descifrables), los skaters que parecen salidos de la película P3ND3J05, del cineasta Raúl Perrone; todos ellos, por una tarde, la de hoy, la de este sol, la de este frío, pactan en silencio o, en complicidad y sin firmar acta alguna (ni tirarse ninguna gran bandera encima), sobre otro esquema que no tiene que ver con profesar pertenencia partidaria o patriótica. Qué alivio una tarde así para un pueblo enfermo de esas confesiones. No sé, en este momento, ni me interesan esas categorías tan bien ajustadas (chorros, faloperos, vagos, estudia o trabaja), y sé muy bien que estamos lejos de instalar otras. Aquel límite del pensamiento que nos plantea Foucault en el prefacio de Las palabras y las cosas, basado en un texto de Borges: clasificar a los animales en “amaestrados”, “que se agitan como locos”, “innumerables”, “que de lejos parecen moscas”, “incluidos en esta clasificación” o “etcétera”. Esa posibilidad de pensarnos distinto. No, apenas estamos rompiendo este torpe ADN homogéneo, pero, pensándolo bien, tampoco estamos tan lejos de Buenos Aires, y Foucault perfectamente podría tomarse un mate tranquilo en esta plaza de Montevideo.