Es muy riesgoso escribir sobre mojado, pero qué más hacer si en Montevideo sigue lloviendo. Cometeré una infidencia virtual: hace unos días, el cineasta argentino Raúl Perrone le contestaba virtualmente (posteaba, digamos con ese verbo horrible) a un increpador o a uno de esos que siempre están preguntando sobre lo que no existe: ¿qué le falta filmar al cine argentino? Le falta filmar la lluvia, decía, contundente, ese creador inquieto y prolífico. Decir algo así en el Río de la Plata es como sostener que nos falta narrar o filmar el gesto más obvio, el que nos rompe el alma. Quizá suponemos que Montevideo es una ciudad abúlica o, de tan misteriosa, inenarrable. Digo “nosotros” por decir algo, porque ya sabemos que esta ciudad ocre tiene una confianza rabiosa en todos sus gestos: los molestos, los místicos, los malditos; todo con una eme mayúscula, Montevideo, la lluviosa, la de la niebla infinita.

Ya lo dijo el viejo Onetti, con un dictamen que a algunos se nos convirtió en muletilla (lloverá siempre), y también aquellos Traidores que en el fondo no traicionaban nada porque sólo decían su verdad (“la lluvia cae sobre Montevideo”); dijeron y nombraron lo obvio, ese pesar melancólico, esa metáfora escrita con agua, todo ese gran lugar común que, bien nombrado, se disipa en capas de sentidos. No sé, es difícil hablar por todos, nombrarnos, decir que esto que me pasa con la lluvia chorrea en otros. Por eso, a veces, el yo excesivo y la afirmación rotunda: Montevideo se encuentra consigo misma, con uno de sus estadios más genuinos, cuando llueve. Esas cosas naturales (su lluvia, su viento, su luz) que develan una correspondencia improbable pero posible entre uno y su entorno. Quizá sea al revés, es cierto: que este clima emputecido sea el que nos determina el carácter. También hay que pensar que una mirada poética es extremadamente naif o ciega cuando se olvida que en la lluvia, los desamparados y los hambrientos están aun más desguarnecidos y que, de convertirse en inundaciones, los que viven en ranchos de lata (que son tantos y miles) no pueden negociar con poética alguna. Gente pobre y pobre gente: nosotros, los que transitamos la calle y la vivimos, los que negociamos a cada paso la posición del cuerpo ante ese manto de veredas rotas que escupen agua y barro desde sus entrañas en nuestros dobladillos.

Nosotros, los que andamos en ómnibus y lo esperamos por horas, los que trillamos la ciudad obligados por el trabajo. Nosotros, que no estamos preparados para esas lluvias y estos inviernos porque nunca nos compramos las mejores botas, los abrigos deseados, los paraguas resistentes. Mi teoría es muy sencilla, casi de cajón, de sosegado deseo: si las veredas de Montevideo estuvieran sanas, si los conductores de ómnibus y autos fueran más piadosos con los peatones (si desaceleraran la maldad o el goce sádico de mojarnos), si tuviéramos las botas y los abrigos necesarios; si esas variables confluyeran, Montevideo sería el quinto o sexto heterónimo de Fernando Pessoa. Y sus habitantes, la encarnación misma de una literatura de ese tipo. No hay que ser pobre para ser existencial.

También se puede amar la luz cálida, los días sin viento ni lluvia, las playas rebosantes, las noches de manga corta. Se puede todo, y todo es porque todo existe. Pero la lluvia, esa lluvia que se cuela por los ojos, que cae como bendición divina (y que con su sonido obliga a un silencioso recogimiento), esa persistencia de horas, y a veces días, nos sitúa en un punto exacto de nosotros mismos, quizá el punto que de lejos añoramos, y esa manifestación (ese algo inaprehensible, incapturable, indecible) que otros nos envidian.

Si yo tuviera que acercar a un extranjero a la comprensión callada de uno de los modos de ser montevideanos, lo sentaría un día entero de lluvia (la lenta y la furiosa y todos sus grises) ante el ventanal de un décimo piso, expuesto a la ciudad. También le mostraría los bares, claro, las confianzas excesivas de la noche, un viaje entero en ómnibus, todos sus posibles ríos, las calles arboladas, mis amigos, y otra vez la lluvia.

¿Y cuando esa lluvia va acompañada, precedida o sucedida por esas noches de inmensa niebla? Todos las hemos visto, vivido. En ciertos momentos, en algunas zonas, uno no sabe si lo que evoca aconteció, es el retazo de un sueño o la combinación más acabada entre esos dos órdenes sin sentido. Esas noches o madrugadas (que no son todas, claro, pero existen) en las que toda la atmósfera es humo gris de cigarrillo y en las que apenas podemos vernos las manos y mucho menos los edificios, el término de la vereda, las baldosas rotas; nada, dos metros más allá de esta carne que nos transporta. Uno sabe que la ciudad existe, que hay mundo y civilización y construcciones, que otros ciegos como uno caminan a tientas o guiados por una percepción mayúscula o por el recorrido prendido a la memoria del cuerpo. Sabe todo eso, pero la ciudad, de pronto, se transforma en un sueño o en una extraña película. Y no es la niebla (o la lluvia) simbólica y politizada de la película La nube, de Fernando Pino Solanas (quizá, entonces, Perrone atacaba por elevación una forma de filmar), ni la belleza extrema de esa escena insuperable de La mirada de Ulises, de Theo Angelopoulos (¿o era en Paisaje en la niebla, o en La eternidad y un día? No importa, mirémoslas todas, ya que si no encontramos la referencia exacta, descubriremos una mejor): el artista inmerso en la niebla de la ciudad en que nació pero que, en principio, no reconoce. El artista casi ciego en su ciudad para poder escuchar a otros (músicos, poetas, locos) y encontrar su propia voz. No, esta niebla no es la de Buenos Aires o la de la vieja Europa del Este, ni siquiera es (ni podrá ser) la niebla existencial (si es que existe) de la Lisboa de Pessoa.

Ésta es otra niebla, la de la plaza de los Bomberos, por ejemplo, ubicada perfectamente en el centro de Montevideo. Ese humo de tabaco expandido pero sin su olor, esa distancia ciega de los objetos, ese miedo o ese delirio. Un metro más allá de uno mismo y sin que uno lo detecte (quizá logre percibirlo) puede que aparezca un chorro, un lumpen, un perdido, un transeúnte cualquiera, un desconsolado, un amante o hasta un fantasma. La ciudad explicada, politizada y sodomizada por discursos transparentes, de pronto, algunas noches, se deshace en lo onírico. Quizá esto en verdad no exista y me haya dejado llevar por cierto arte. Si es así, perdonen el sueño.