Una cuadra antes de llegar uno puede invocar viejos mitos aunque pronto se deshagan: de la letra A de la palabra (y la fábrica) Alpargatas, sólo queda su huella o el rastro sobre una pared descascarada. Después de los viejos carteles, vienen las siglas contemporáneas. La del Mercado Agrícola y su logo le pueden confundir la percepción a un recién llegado: MAM suena más a museo de arte moderno que a un viejo mercado de frutas y verduras. Pero ya sabemos que estamos un poco más acá de la modernidad y las cuatro calles que contienen al MAM ciertamente nos dicen algo de ese estar: un edificio que antes fue fábrica se convierte en apartamentos; una construcción revela el gusto o la necesidad de otros tiempos -seguro los 90-: estrictamente funcional, barato, hecho a las apuradas; en una esquina una casa de dos plantas un poco venida a menos conserva unos vitraux decorosos; sobre José L. Terra otras casas un poco derruidas dejan ver en sus balcones tupidos de ropas colgadas que allí vive gente; sobre Ramón del Valle-Inclán, el barrio o la intendencia parecen disputarle las ganas de quietud a un baldío con una plaza de construcción prometida. Todo como de un tironeo entre lo que fue y lo que se pretende que sea. Y en el medio, esa arquitectura de hormigón firme, hierro o acero de cárcel infranqueable, cúpulas y techos ahora intervenidos por cerebros estéticos.

Se abren las puertas y uno no sabe si mirar el bello y altísimo techo o la parte de piso empedrado (de calle antigua) que los diseñadores conservaron. La primera foto- veredicto es la del encanto: cuánta gente, cuánta variedad, y colores, qué limpieza, por qué no entregarse a los 107 puntos de encuentro que promete el catálogo con el rezo “un paseo que da gusto”. Más que gusto, el deseo de una vaca, tres cervezas, unos canapés, dos kilos de naranjas, oliva, jamón, todo lo que sea. Si usted no tiene un peso ni se le ocurra pisar el mercado, será el niño pobre deseando el manjar de los ricos. Si tiene, cuídese de la angurria que, muy organizada, puede ser peligrosa.

Así empieza el recorrido y uno se da cuenta de esa organización premeditada cuando el estómago pide a gritos un cheescake aunque no se acuerde de haber probado alguno y cuando las papilas gustativas putean al bolsillo por tacaño. Entonces pasa algo que uno no identifica muy bien, ciertamente hasta ahora extraño. Uno arriesga una interpretación: el MAM no es un museo pero tampoco un mercado, en esencia es un shopping dirigido a la clase media (y sus alrededores monetarios) creada por el progresismo vernáculo.

Por los corredores se suceden stands (le queda bien la palabra al MAM) de frutas y verduras hermosamente dispuestas, de electrodomésticos, casa de plásticos y tuperware, de plantas bonsai, oficina de ANTEL, fina casa de licores, whiskys y aceitunas (qué despensa sibarita, Dios mío), tienda exclusiva para celíacos (sí, los nuevos uruguayos tenemos tienda exclusiva para celíacos, y ellos agradecidos), stand de golosinas (así, stand y golosinas) de todos los gustos, colores y niños pedigüeños que se nos ocurran, Salus invitando a los críos a jugar a no sé qué cosa interactiva, peluquería, casa de finos tés, avícola, bares y barras coquetas donde ahora (a lo porteño) nos ofrecen mate a la mesa (de varios gustos) o cervezas de distintas especies (me tomaría cinco si no fuera porque una de 660 mg cuesta 140 pesos), helados con chispitas y estrellas y cremas y, otra vez, con gusto a mate (gracias, paso), tienda de preciosos buzos y auténtica lana a 2.000 pesos. En otro corredor, inmenso, todo se entrevera más y son decenas y centenas de personas que, todas juntas, comparten la pasión de comer bocados, bocatas, frituras de mar, chivitos orientales auténticos con quilos de papas fritas, platos rebosados, colores, olores, vasos y bandejas de plástico y, claro está, dos buenas pantallas LCD proyectando fútbol (qué más en estos días) situadas justo entre la sustancia orgánica y la vitalidad de esos cuerpos exultantes, victoriosos, esos guerreros deportistas. Qué más se le puede pedir a la vida. Lo juro: si me gustara el fútbol y tuviera algo más de dinero en el bolsillo, vendría cada tarde al MAM a pagar con “gusto” mi derecho a la existencia. Pero hay para varios bolsillos, es cierto: el caro restaurante recibe a los que están un peldaño más arriba; dos muchachos se clavan dos empanadas baratas y un refresco en la panadería; ocho señoras simples pero coquetas empiezan con una sopita y quién sabe si no terminan con ochocientos whiskies.

Compruebo el entrevero exquisito y refuerzo la idea de los símbolos de este tiempo cuando al final de un pasillo se ofrece oronda la metaescena narrativa: una casa de venta de muebles ha instalado un living grandioso con sillones acolchonados y comodísimos y un gran televisor prendido. Por supuesto, con un partido. Un muchacho obrero, un yupi, un veterano que duerme el atracón de asado y varios hombres de estos tiempos (ninguno evidentemente pobre, quizás endeudado pero no pobre) están acomodados como en el living de sus casas (si es que en sus casas tienen tamaños livings).

Decido tomar un respiro de toda la oferta o más bien un café en uno de los barcitos coquetos. Se escucha el trinar de los pájaros (espero que sean reales y que no salgan de parlantes) y eso trae a la memoria días de campo, de otras frutas y otros mercados. Sorbo suave el aguado americano y como lento un seco alfajorcito de maicena (será acorde a mi presupuesto, pienso). Dos ancianas que renguean y visten como jubiladas de cola de BPS, eligen con paciencia el pastel de frutas (sí, ahora decimos pastel) que, estoy seguro, hace unos años ellas mismas cocinaban. Está perfecto, me digo, estarán cansadas de tanto horno o querrán ser servidas. Una cincuentona rubia que está vestida de gris plata y negro de pies a cabeza, todo en perfecto juego (caravanas, cartera, zapatos), me altera. No por su elegante indumentaria (no se puede ser tan boludo) sino porque con esa prestancia y marido ídem, le pide al mozo que le envuelva (bien envuelto, por favor) el triángulo de sándwiche caliente que le sobró, mientras apura a trago largo dos buches de Coca Cola. Y cuando se va (la detesto) de la propina ni se acuerda. ¿Será ésa la actitud del nuevo rico o es sólo que esta mujer es una rata? Tomo mi café aguado y sin premeditación alguna (de mi parte) enfrente tengo otra pantalla de tevé, ahora gigante, que pasa una publicidad con el sello “Made in Uruguay”. La pieza con pocas imágenes es elocuente: la foto de la selección de fútbol nacional tiene sobreimpresa la palabra “Confianza”. Luego se suceden los jugadores y las virtudes nuestras: Suárez, “Calidad”; Cavani, “Talento”; Lugano, “Valor”; Forlán, “Disciplina”, el maestro Tabárez, “Respeto”. Una y otra vez, una y otra vez hasta que me distraigo o pongo la vista un poquito más allá de tanto aliento nacional. Me pregunto cosas desubicadas, miro a la gente inapropiada: habiendo tanta gente feliz y consumiendo (quién no es feliz, a esta altura, consumiendo) le miro la cara, los brazos y los gestos a los que están detrás del mostrador (los verduleros, los mozos o el negro que friega el baño) o a la muchacha que afanosamente limpia los vidrios de un gran salón comercial. Me pregunto, estrictamente, cuánto ganan. Afuera, un mozo guapo del restaurante más caro me dice que él, 8.000 pesos por mes por 8 horas diarias. Claro, apuntan a las propinas y a que “los fines de semana explota” (el viejo verbo explotar). Tampoco seamos puristas ni moralistas ni anti consumistas de barricada (no seamos más pepistas que el Pepe): el problema en este mundo -el nuestro- no es tanto el consumo o su deseo sino lo que nos cuesta. Hablemos en plata: una buena tarde en el mercado con todos los gustos (“un paseo que da gusto”) puede andar fácil por el 15 por ciento del salario del guapo mozo. Otro asunto son las ideas sobre los mercados o las culturas. Más coloquial: no nos hagamos los ricos ni los superados.