Las prácticas de nuestro pasado autoritario mutan y encuentran formas renovadas de expresión. Van más allá de lo institucional, se asientan en la cotidianidad, en los detalles; si nos descuidamos, se cuelan entre nosotros.
En esta triste coincidencia, los peligros del presente deben convocar nuestra memoria. Al evocarla, somos al mismo tiempo transmisores, herederos de lo no vivido, representantes contra la repetición y el olvido.
Tomo como punto de partida esta reflexión porque pienso que definir una posición en contra de la propuesta de reforma constitucional que busca bajar la edad de imputabilidad penal de 18 a 16 años constituye un ejercicio social de la memoria.
La propuesta con ropaje velado y sello democrático de reforma constitucional y los mecanismos empleados para llevar adelante la iniciativa plebiscitaria tienen inscripta la marca del autoritarismo. En un intento de selectividad clasista, es una forma de someter al veredicto de la población medidas que aumentan el poder selectivo y de vigilancia basándose en miedos creados, propios y ajenos, en cifras que dan susto, con los efectos paradójicos de la intervención punitiva: reproducir desde la médula de la exclusión los conflictos que se busca erradicar.
Es cierto que el tratamiento de los jóvenes en conflicto con la ley forma parte de un debate político que ha tenido distintas expresiones a lo largo de nuestra historia reciente. Basta ver que, de acuerdo con diversos estudios, en los últimos 30 años se han presentado 16 intentos legales para reducir la edad de imputabilidad con el argumento de la seguridad. Sin embargo, la novedad radica en que el próximo 26 de octubre la definición de este eterno debate político será sometida a la ciudadanía, mediante una iniciativa que desde el principio buscó seducir las voluntades a partir del miedo, del terror mediatizado por narraciones que buscan estigmatizar y crear monstruos con cara de niño.
El miedo, ese animal invisible, ha logrado colarse en los instintos de nuestra sociedad y desde ahí habrá que decidir, sumando o no la papeleta en las próximas jornadas electorales.
Los protagonistas de la propuesta han buscado partidizar los movimientos que se oponen a esta iniciativa, y dotar de cierta neutralidad al origen que dio lugar al plebiscito. Paradójicamente, algunos dirigentes acusan de oportunismo político a los espacios de resistencia no partidarios que surgieron ante las estrategias diseñadas en el seno del Partido Colorado desde 2011.
El impulso a esta iniciativa no fue lineal, aunque sí de previsible trayectoria; el uso de eufemismos nos obliga a hacer un recorrido de lo discursivo, de los pasos dados: de la apología del orden a la mano dura, de la blancura en las paredes al miedo al otro, de proteger a los honestos a castigar a los pobres, de más educación a la propuesta de la baja de edad de imputabilidad, de Pedro a secas a Bordaberry con mayúsculas. Parecería que son las propuestas las que dan densidad a la carga política que el marketing no ha logrado borrar.
En el marco de estas discusiones, no podemos desconocer la vigencia de la tortura como forma de control en los espacio de encierro, ese continuum que nos hace responsables de la naturalización de la violencia y la apropiación de los cuerpos. El castigo de los castigados es una herida abierta, compleja, dolorosa que claramente no se resuelve con la ampliación de las penas.
Los hechos denunciados en los últimos meses sobre casos de tortura en centros del Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente (Sirpa) son un ejemplo del fracaso en la misión de protección y reinserción. Sin embargo, también ponen de manifiesto que las violencias estructurales no se solucionan con otros mecanismos selectivos de encierro. El autoritarismo estatal y el social se potencian y se sostienen mutuamente, de eso no hay duda.
En este sentido, el miedo colectivo tendría que ser a las reminiscencias del autoritarismo. Lo que debemos temer es el reforzamiento de las violencias estatales. Estas medidas no nos permitirán remendar los vínculos rotos y terminar con el delito. Apostar a una ética del cuidado y no del disciplinamiento social mediante el castigo nos permite construir un “nosotros” donde se reconozcan los problemas estructurales sin acumulación de adjetivos excluyentes, sin distribución de culpas a los más jóvenes ni endurecimiento de penas.
Reflexionar seriamente sobre cómo generamos mecanismos para reducir la violencia y el delito en nuestra sociedad no significa emular pasajes bíblicos para poner la otra mejilla. Es simplemente rechazar enérgicamente las medidas que no sólo no han funcionado sino que tampoco han tenido ningún impacto positivo en la sociedad.
Más allá de la bandera partidaria que cada uno sostenga, en octubre la responsabilidad de no traicionar la memoria es nuestra.